Una investigadora en la escuela: reflexiones sobre el posicionamiento a través de un relato autoetnográfico


A Researcher at School: Reflections on Positioning through an Autoethnographic Account




ESTEFANÍA DÍAZ

Universidad Autónoma de Aguascalientes, México




Resumen

En este artículo presento un análisis reflexivo acercar de mi experiencia al llevar a cabo trabajo de campo en una escuela primaria pública en México. A partir del concepto de posicionamiento (Hemelsoet, 2014), observo la interacción de mi rol como investigadora con otros roles de mi vida (estudiante de posgrado, docente de formación), utilizándolo como una posición particular desde la cual es posible crear conocimiento. Asimismo, analizo cómo la interacción entre estos roles se modificó a lo largo de la investigación gracias a las acciones tomadas para hacer frente a situaciones imprevistas y conflictos que tuvieron lugar en el campo. Al evocar encuentros tanto con el profesorado como con los y las estudiantes mediante un relato autoetnográfico, incorporo la experiencia de quien investiga en el estudio de los otros (Ellis, Adams y Bochner, 2010) y discuto acerca de los criterios de objetividad y distancia en la investigación social.

Palabras clave: autoetnografía; posicionamiento; investigación educativa; ética.




Abstract

In this article I present a reflective analysis of my experience conducting fieldwork in a public elementary school in Mexico. Based on the concept of positioning (Hemelsoet, 2014), I observe the interaction of my role as a researcher with other roles in my life (postgraduate student, training teacher), using it as a particular position from which it is possible to create knowledge. I also analyze how the interaction between these roles was modified throughout the investigation thanks to the actions taken to face unforeseen situations and conflicts that took place in the field. By evoking encounters with both teachers and students through an autoethnographic narrative, I incorporate the experience of the researcher in the study of others (Ellis, Adams, & Bochner, 2010) and discuss the criteria of objectivity and distance in social research.

Keywords: autoethnography; positioning; educational research; ethics.









Mi mamá ha sido docente de educación primaria durante 34 años: mi tío y mis tías son docentes, y yo también lo soy, “he pasado mi vida entera ya sea en la escuela, camino a la escuela o hablando sobre lo que sucede en la escuela” (Pierson, 2013). Las conversaciones de sobremesa e incluso las cenas navideñas, están llenas de comentarios y ocasionalmente discusiones sobre planes y programas de estudio, procesos de lectoescritura, matemáticas y padres y madres de familia. Así fue como escuché por primera vez sobre los nuevos alumnos de mi mamá: un grupo de niños residentes de una casa hogar.

Una noche llegó a casa luego de una jornada de trabajo y, mientras preparábamos algo para la cena, me preguntó:

—¿Has visto que en frente de la escuela está una panadería?

—Sí, creo que sí —respondí.

—Pues hacen el pan todas las tardes y mientras estamos trabajando nos llega todo el olor a pan recién horneado. Hasta los chiquillos me dicen “Maestra, huele muy rico a pan”. Entonces lo que hago ahora es que, a esa hora, los saco del salón, los formo y me los llevo caminando a la panadería. Les digo a cada uno que agarre un pan y vieras con qué ganas se los comen.

En el presente capítulo planteo un análisis reflexivo sobre mi experiencia como investigadora al llevar a cabo trabajo de campo en una institución educativa durante la elaboración de mi tesis de maestría. Para lo anterior, parto de la premisa mencionada por Ellis, Adams y Bochner (2010) nos alienta a incorporar la experiencia de quien investiga, en el estudio de otros autores, “atender los encuentros entre narrador y los miembros de los grupos que son estudiados” (p. 5). Las reflexiones que se presentan a continuación se sitúan en torno a la siguiente pregunta: ¿Cuál es el papel de la subjetividad de quien investiga, tanto en el trabajo de campo como en el análisis de la situación observada? Alrededor de ésta giran las siguientes temáticas: las formas en las que respondí ante situaciones imprevistas, los conflictos que tuvieron lugar y cómo mi posición dentro del campo, así como las interacciones dentro de éste, fueron transformándose a lo largo de la investigación.

Con el propósito de profundizar para dar sentido a mi experiencia como investigadora, busco “explorar momentos de vulnerabilidad, en los cuales nos exponemos al proceso íntimo de establecer y negociar relaciones en el campo” (Hemelsoet, 2014, p. 221). Para lograr lo anterior y esbozar algunas respuestas tentativas a la pregunta principal, utilizo la autoetnografía como método de acercamiento: esta demanda que hace quien realiza la investigación para reflexionar acerca de su posicionamiento, para centrar la atención en la relación de éste con el contexto de la investigación (Hemelsoet, 2014). De acuerdo con Ellis y Bochner (2010), hacer autoetnografía es utilizar la experiencia personal para ilustrar facetas de experiencias culturales y sociales, por lo tanto, al validar la reflexión surgida de los encuentros dentro del campo podemos obtener material a través del cual las personas investigadoras pueden conocerse a sí mismas y a su contexto histórico y social.

Al evocar encuentros tanto con el profesorado como con los y las estudiantes, discuto acerca de los criterios de ‘objetividad’ y ‘distancia’ que tradicionalmente se han visto como necesarios en la investigación social. Desde la perspectiva de conocimientos situados, observo la interacción de mi rol como investigadora con otros roles de mi vida (estudiante de posgrado, docente de formación), tomando dicha interacción como una posición particular desde la cual es posible crear conocimiento. Según Hemelsoet (2014), quien hace investigación no es sólo un investigador o investigadora, es una persona con distintas posiciones, dentro de los cuales “ser un investigador” es solamente uno. Las mutuas interacciones entre estas perspectivas constituyen el posicionamiento del investigador,

“un conjunto de tensiones interrelacionadas constituye una situación altamente compleja con una posición del investigador que cambia continuamente: involucra tensiones entre compromiso personal y distancia profesional; perspectiva interna y externa; la esfera pública y privada; ideas abstractas y necesidades prácticas; objetividad y necesidad de cambio, entre otras.” (p.225)

El concepto de posicionamiento, como lo define el autor en cuestión, resulta en una herramienta conceptual pertinente para el análisis pues permite explorar las distintas posiciones que conforman mi subjetividad, entendiendo ésta como una posición particular desde la cual observé el caso, y que, a la vez, permite explorar las interacciones entre éstos y mi actuar en el campo.

De agosto de 2016 a noviembre de 2018 llevé a cabo la investigación para la cual hice el trabajo de campo que constituye el objeto de análisis de este capítulo; el estudio fue realizado como requisito de titulación para el programa de maestría al que ingresé. El reporte quedó plasmado en la tesis titulada “Niñez en Instituciones de Cuidado alternativo: narrativas escolares” (2018), y tuvo como objetivo principal “analizar la construcción del self de la niñez que vive en instituciones de cuidado alternativo a partir de sus interacciones cotidianas en el contexto escolar y en su lugar de residencia” (Díaz, 2018, p.15). Al plantearla como un estudio de caso, realicé el trabajo de campo en una escuela primaria pública que, desde el 2015, atiende a un grupo de niños que viven en una institución de acogida a cargo el gobierno estatal y conforman alrededor del 50% de la población escolar. Haciendo uso de la observación participante, realicé entrevistas abiertas con docentes y narrativas escritas e ilustradas por parte del alumnado, busqué centrar la atención en las interacciones de las niñas y niños, tanto entre ellos como con el colectivo, y conocer, desde la perspectiva de los actores implicados en el caso, lo que sucedía en la vida cotidiana de la escuela.

El resto de este capítulo se divide en dos apartados; en el primero de ellos, titulado “Contextos institucionales: posibilidades, expectativas y límites”, repaso las características de la escuela, así como las negociaciones realizadas para poder ingresar al campo y mis interacciones con el equipo docente. En el segundo de ellos, titulado “Tensiones entre posicionamientos en el campo: investigación con infancias en situación de vulnerabilidad”, exploro las implicaciones éticas y prácticas que me fue preciso sortear al estar en contacto con los y las niñas, enfocándome en los problemas causados por los distintos posicionamientos en los que me situé en mi interacción con ellos.

Contextos institucionales: posibilidades, expectativas y límites

Cuando estaba escribiendo este capítulo, llamé por teléfono a mi mamá para contarle sobre él y pedirle su consentimiento para escribir sobre la conversación de la panadería. La conversación sucedió así:

—Mamá, ¿te acuerdas de que me platicaste que los llevabas a comprar pan?

—Sí—me respondió entre risas,—me los llevaba, nada más yo, la señora de la panadería ya nos conocía porque a veces me daba el pan más barato y a veces no me lo cobraba, ya sabía que los niños eran de la casa hogar.

—¿Entonces iban con frecuencia?

—Sí, y cuando podía, mandaba comprar un refresco a la tienda y regresábamos al salón y se comían su pan con un vaso de refresco. Todavía se acuerdan, cuando llega el olor a pan me dicen: “Maestra, ¿se acuerda [de] cuando nos llevaba por pan?”

De acuerdo con Hemelsoet (2014), los contextos en los que nos desenvolvemos los investigadores tienen una serie de exigencias y expectativas que condicionan nuestro actuar. En mi caso, es importante mencionar los contextos institucionales dentro de los cuales llevé a cabo la investigación que aquí relato, pues posibilitaron y, a la vez, limitaron mi ingreso al campo.

Como mencioné al inicio, realicé la investigación como requisito de titulación del programa de maestría al que ingresé en la Universidad Autónoma de Aguascalientes, con apoyo económico por parte del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT). Dicho apoyo me permitió dedicarme de tiempo completo a las labores académicas, así como cubrir los gastos generados durante el trabajo de campo. Sin embargo, tanto la universidad como el CONACyT establecen tiempos definidos para concluir el programa que, en mi caso, se limitaba a dos años, dentro de los cuales debía aprobar las materias y concluir el documento de tesis. En este caso, el margen de tiempo para concluir la tesis, así como las materias indicadas en el plan de estudios, pautaron la organización y calendarización de las jornadas de campo, dificultando destinar más tiempo a esta etapa de la investigación. De forma tal que, el trabajo de campo se llevó a cabo en 3 jornadas, de dos semanas cada una.

La casa hogar es una institución de acogida dirigida por el gobierno municipal. En el diseño inicial del trabajo de campo tenía contempladas algunas visitas también a esta institución, con el fin de poder interactuar con los niños en su lugar de residencia. Para lo anterior, presenté una carta –elaborada por la coordinadora académica del programa de maestría–, en la que se informaban los objetivos tanto de la investigación como del trabajo de campo. Sin embargo, la directora de la casa hogar no me permitió reunirme con ella para presentarle dicha carta y me negó también el ingreso a la institución. Éste fue mi primer golpe de realidad sobre el trabajo de campo, hasta entonces todo había sido relativamente sencillo: la planeación de las jornadas, el permiso de los y las docentes de la universidad para ausentarme algunos días mientras visitaba la escuela primaria, el ingreso a la misma gracias al contacto de mi mamá; ahora venía a darme cuenta de que mi participación como investigadora no podía generar dudas o ciertas reservas solamente, sino que podía ser abiertamente rechazada, aún por instituciones públicas y sin explicación alguna. Nuevamente, tal como en el contexto escolar, la presencia de una persona ajena, llegando a “investigar”, cuya principal función, como indica Hemelsoet (2014), desde el punto de vista de las instituciones (incluida la universidad), es llegar al campo a reunir datos, se percibe como amenazante por lo que pueda observarse, cómo se interpretaría y en qué contextos se utilizaría la información recabada, para lo cual una carta institucional y una declaración de privacidad no son suficientes.

La escuela primaria, que fue el lugar en el que se llevó a cabo el trabajo de campo, es una institución educativa pública, perteneciente al sistema federal y se ubica en un estado al norte del país. Es pequeña, un solo grupo y docente por grado, con un aproximado de 100 estudiantes. ¿Qué influencia tuvo, en la investigación realizada, ser investigadora en mi propio campo de acción profesional? La interacción entre mi profesión de base, que es la docencia, y mi recién asumido rol como investigadora se puso en juego desde el inicio de la investigación. Al momento de plantear un anteproyecto de investigación social, no pude sino reflexionar sobre las problemáticas que había percibido dentro de mi campo de acción, las escuelas. Sin embargo, siendo también mi primer acercamiento a la investigación, encuadrar mi proyecto dentro de alguna institución educativa era más sencillo para mí por ser el campo que me resultaba familiar: salir de la escuela, como docente, para volver a ella, como investigadora. Por lo anterior, llegar a esa primera jornada de trabajo de campo, fue entrar a un territorio conocido; soy docente, pero también soy hija de una de las docentes que trabajan en el centro educativo que elegí, por lo que el acceso mismo al campo fue sencillo.

Cuando inició el trabajo de campo, aunque los y las docentes aceptaron mi ingreso a la escuela, noté cierta reticencia a permitirme entrar a sus aulas, lo observé en la incomodidad que percibí de algunos maestros y lo comprendí desde mi ser docente: el aula es un espacio que sentimos que nos pertenece. Las expectativas que el profesorado tenía de mí se relacionaban con dos ámbitos: las actividades que haría al estar en las aulas y lo que pudiera contar al exterior. Dentro de la descripción del contexto institucional en el cual realicé el trabajo de campo, es necesario mencionar los procesos de evaluación derivados de las más recientes reformas educativas a los que han estado sujetos los y las docentes pertenecientes al sistema de educación pública en México; en este sentido, pude darme cuenta de que permitir que una observadora ajena a la institución ingresara hasta los espacios de las aulas y registrara detalles acerca de su práctica profesional, podía tomarse como una forma de control y evaluación. Sin embargo, al volverme parte de la vida cotidiana de la escuela y estar presente y convivir en espacios informales con los y las docentes, específicamente en los horarios de recreo que son espacios que permiten formar una relación más estrecha entre el profesorado, pude darme cuenta de que no sólo no les molestaba hablar de la situación que ocurría en la escuela frente a mí, sino que querían hacerlo. Con el paso de los días fui recibida quizás menos como investigadora o como docente, y más como una persona que estaba interesada en lo que ellos y ellas estaban viviendo como docentes, y que quería escuchar sus experiencias, me di cuenta, además, que tenían mucho que decir.

Pronto mi deseo de distancia y seriedad se desdibujó en la cotidianidad que implica trabajar y convivir con estudiantes en el ambiente escolar en las rutinas diarias, y me sucedió lo que Ellis (2007) indica que, en investigación etnográfica, el rol en la comunidad, una vez entrando al campo, toma vida propia. Mi relación con los maestros se fue transformando a través del tiempo en que visité la escuela; en las tres visitas a la escuela primaria los maestros se mostraron accesibles a concederme entrevistas y a hablar conmigo. Asimismo, y para mi sorpresa, también me permitieron ser parte de conversaciones más informales en contextos fuera del aula. Por ejemplo, en los momentos de recreo, en donde los maestros se reúnen y aprovechan el tiempo para comer y conversar. Estos espacios me llevaron a darme cuenta de que el trabajo con los niños que viven en casa hogar era un tema recurrente en las conversaciones, en forma de anécdotas que se compartían o de información sobre la situación familiar de algún niño o niña.

Convivir con el profesorado, tanto en el aula como en los ambientes más informales que menciono, fue fácil para mí. Me sentí identificada con sus conversaciones, sus quejas y sus anécdotas. Además, mi profesión me permitió sentirme cómoda con el ambiente escolar y sus rutinas. Cuando me invitaban a desayunar con ellos, normalmente accedía a pesar de saber que, en mi planteamiento inicial, había establecido observar y convivir con los niños en estos contextos, puesto que las conversaciones que allí tenían lugar me eran más familiares y los desayunos con el resto del profesorado son algo común en las escuelas. Sin embargo, mi identificación con ellas y ellos posiblemente no estuvo dada únicamente por mi ser docente, sino por mi condición de mujer adulta, parte también de la interacción entre los distintos roles que resultaron en mi posicionamiento particular en el campo; me fue más sencillo participar en las conversaciones, quejas y anécdotas escuchadas en las pláticas con las personas adultas, que en los diálogos, anécdotas y juegos protagonizados por estudiantes en los momentos de esparcimiento. Comprendí, a posteriori, que, al tomar las decisiones metodológicas de orden ético y/o práctico también es necesaria la disposición para trascender la incomodidad propia, el sentimiento de ser ‘ajena a’, de ingresar a espacios desconocidos, antes o al tiempo que se busca un camino para ganar confianza y apertura de las personas que se encuentran en dichos espacios.

En el momento de presentarme en la escuela, y con las decisiones tomadas sobre el manejo de información relacionada con mi identidad, no tenía en mente las implicaciones éticas de mi manera de presentarme, sino que había concentrado toda mi atención en cómo mis decisiones afectarían mi ingreso al campo y la confianza que pudiera entablar con los y las participantes. Ellis (2007) menciona que muchos de nosotros confundimos nuestros roles al estar en el campo y nos convertimos en amigos de quienes investigamos porque no podemos evitarlo ya que facilita nuestro trabajo mientras estamos ahí. Convivir con el profesorado y tomar parte de sus conversaciones me fue más sencillo al identificarme como maestra y no como una investigadora ajena a la profesión. En este sentido, Ellis (2007) menciona que, si bien es posible entablar una relación de amistad con los o las participantes de una investigación, esta relación queda en segundo término, estando primero nuestros intereses de investigación. El problema ético, para la autora, no es si se desarrolla o no una relación de amistad, sino el de la posibilidad de actuar como una amiga y no asumir las responsabilidades de una relación de amistad. Ella lo identifica como un asunto de lealtades, aunque podamos formar una relación más cercana o amistosa con las y los participantes de la investigación, al abandonar el caso, nuestra lealtad se dirige nuevamente hacia la academia, hacia quienes lean nuestro trabajo y hacia otras asociaciones profesionales, como las universidades.

¿Qué implicaciones hay en el proceso de confundir estos roles, como indica Ellis (2007), en la expectativa institucional de ir al campo a recolectar datos? En mi caso, la relación, cada vez más amistosa y cotidiana con los y las docentes, trajo consigo una disyuntiva sobre a quiénes debía lealtad. Hemelsoet (2014) indica que la lealtad hacia las personas con las que una trabaja puede restringir nuestra libertad para hablar sobre ciertas situaciones, pues esto podría minar nuestra relación personal con ellas. Ellis (2007), menciona que, al formarnos como investigadores, creemos que nuestra principal responsabilidad es para con la ciencia, con decir ‘la verdad’ de lo observado. Creí que, al escribir sobre las situaciones vistas, podía estar faltando a la confianza que el profesorado había depositado en mí al permitirme entrar en la escuela y más aún, al permitirme ser parte de sus conversaciones, al compartirme frustraciones y dificultades experimentadas al trabajar con este grupo de estudiantes y las formas en que sortearon dichas situaciones. En este sentido, Ellis (2009) menciona que es más sencillo adoptar la postura de una ética relacional antes de ir al campo, que estar ahí y descifrar a quién le debemos esa lealtad. Tal como en la experiencia con los y las estudiantes, en la relación con el colectivo docente, tuve que posicionarme una y otra vez, buscando un balance con el que me sintiera cómoda, entre las expectativas institucionales y las relaciones construidas en el campo.

Tensiones entre posicionamientos en el campo: investigación con infancias en situación de vulnerabilidad.

A mí me gusta mucho el futbol. Yo estoy en casa hogar, ahí desde que estuve me gustó, tengo muchos amigos y me agradan mucho.

Lalo (10 años)

Entré al salón de clases de cuarto grado acompañada de la maestra de grupo, mi mamá. Eran las 11:30 am, justo después del recreo y estaban 10 estudiantes sentados en mesabancos individuales, los mesabancos estaban acomodados en grupitos de tres o cuatro estudiantes, quienes platicaban y reían entre ellos. No voltearon a vernos cuando entramos, nos detuvimos al frente del salón y mi mamá les pidió que guardaran silencio. Me presentó por mi nombre y les comentó que estaría realizando una actividad con ellos, luego salió del salón. Algunos minutos antes de entrar me había preguntado si ella debía permanecer dentro del salón mientras la actividad se llevaba a cabo; era el primer grupo con el que iba a hacer la actividad y no sabía qué responder, decidí que sería mejor que no estuviera alguna figura de autoridad para ellos presente. Una vez que ella salió, me quedé al frente del salón, los estudiantes permanecieron en silencio unos minutos, viéndome, algunos con desgana, otros con cierta curiosidad. Comencé a sentir nerviosismo. Al planear la actividad y repasarla mentalmente, todo parecía muy claro y sencillo. Al estar de pie frente a ellos ya no estaba tan segura. Describí la actividad: en una hoja de máquina van a contarme quiénes son, pueden escribir o dibujar, utilizar lápiz o colores, como ustedes quieran; enseguida, repartí las hojas de máquina y el resto de los materiales.

Pasados los primeros minutos tras las indicaciones, el silencio que había hasta entonces comenzó a romperse, algunas personas comenzaron a murmurar en el pequeño grupo en el que estaban sentados, otras se levantaban de su lugar e iban a visitar a otros grupitos, poco a poco las voces se hicieron más fuertes. De repente, algunos niños, situados en extremos opuestos del salón, se levantaron de su lugar y empezaron a gritarse entre ellos, lanzándose pedazos de hojas que arrancaban de sus libretas, lápices y demás útiles escolares, incluidos los materiales que les repartí para que pudieran realizar la actividad. Aunque había gritos, el tono seguía siendo de juego, pero temía que la situación rápidamente pudiera derivar en un conflicto entre ellos.

Desde los primeros días en los que llegué a la escuela, había decidido que no me presentaría con los y las estudiantes como maestra, sino simplemente como una estudiante que estaba haciendo una investigación; sin embargo, al momento de presenciar esta escena, mi preocupación comenzó a crecer y creí que debía “poner orden”, es decir, lograr que volvieran a sus lugares y centraran nuevamente su atención en la actividad, pero no sabía cómo hacerlo. Como maestra, hubiera llamado la atención y levantado la voz para pedir que guardaran silencio y que volvieran a sus asientos, pero también sabía que hacerlo quizás hubiera hecho más difícil que se generara esa relación de confianza y, por ende, la horizontalidad que yo quería crear desde el inicio. Ingenuamente creí que, con decir que era estudiante, y no maestra, sería suficiente.

Finalmente, decidí no gritar ni pedir que regresaran a sus lugares ni que escribieran algo si no sentían ganas de hacerlo. En vez de eso, aún con la intranquilidad que me generaba la situación, que yo interpretaba como pérdida de control, y mientras algunos y algunas gritaban y jugaban por el aula, me acerqué individualmente con quienes parecían haber iniciado a escribir o dibujar. Les pregunté sobre cómo se sentían haciendo la actividad y pedí que me contaran un poco más sobre lo que estaban plasmando en las hojas, mientras seguía observando a todo el grupo pues, maestra o no, como adulta en ese momento era responsable de su seguridad, pero mientras lo que hacían no representara un riesgo para ellos, no intenté cambiar su comportamiento. Un rato después de iniciada la actividad, algunos más comenzaron a integrarse al conjunto de niños al cual me acerqué y se sentaron a escribir o a dibujar en distintos lugares, no solamente en las sillas, algunos en el piso, otros se juntaron en grupos pequeños; también hubo quienes no quisieron hacer la actividad.

Reflexionando posteriormente sobre lo que sucedió en esa primera experiencia y centrándome en la reacción que su comportamiento generó en mí y la sensación de falta de control que experimenté, puedo darme cuenta de que, aunque decidí no presentarme como maestra, mi expectativa sí era que los y las estudiantes me trataran como tal y que, en el salón de clases, cuando estaba con ellos, estuvieran en silencio, sentados y atentos a mis indicaciones, simplemente por el hecho de estar ahí. Lo anterior pone en evidencia mi concepción de la dinámica “ideal” de un salón de clases y del ejercicio de poder de la figura docente, concepción que no cuestioné al planear las actividades que realizaría en el trabajo de campo, en las cuales di por hecho que las instrucciones serían atendidas. Asimismo, encontré que no nada más tenía la expectativa de que me trataran como maestra, sino como a una de sus maestras, en este caso como a mi mamá; es decir, que todos llevaran a cabo la actividad y que además se acercaran a hablar conmigo o me permitieran acercarme con la misma confianza con la que yo veía que se acercaban con ella. No me detuve a pensar en las relaciones docente-estudiante que tenían lugar en esa escuela al momento de mi llegada, llevaban más de un año gestándose, con esfuerzos y estrategias diversas aplicadas por parte del profesorado, como me dejaron ver las narrativas docentes. Sin embargo, el hecho de que los estudiantes no se comportaran de esa manera en mi presencia, me llevó a poner más atención y dar más peso a la descripción de dichas estrategias en las narrativas docentes; puesto que, al momento de llevar a cabo la actividad descrita, se hizo evidente para mí la importancia que tienen las relaciones entre estudiantes y profesores desde el punto de vista de la relación de poder y el control de lo que sucede en el aula.

Al analizar mis múltiples posicionamientos en el salón de clases ese día, se hacen evidentes las preconcepciones sobre el comportamiento estudiantil desde mi ser maestra; sin embargo, más allá de mi profesión de base, se puso en juego una dinámica de relación más difícil de trascender, la relación adultez-infancia. Los y las niñas pertenecen a un grupo social (infancia), que está inmerso en relaciones de poder con respecto de otros grupos sociales. Pavez Soto (2000), caracteriza a la infancia como un grupo social que forma parte de los grupos minoritarios, pues su condición de dependencia económica le sitúa como minoría respecto al poder adulto, “la situación de dependencia lleva a la niñez a una subordinación y paternalización permanentes” (Pavez Soto, 2012, p. 94). El problema, argumenta Mayall (2000), reside en los elementos de control inherentes a la responsabilidad de protección y provisión de los y las adultas para con las infancias, que limitan sus posibilidades de participación. Yo, como mujer adulta, tenía la expectativa de que los niños mostraran atención y obediencia a mis indicaciones porque es una de las principales características de esta relación: la subordinación de los y las niñas. Liebel (2007) advierte que, incluso intentando trascender el paternalismo tradicional en la relación con las infancias en diversos contextos, las y los adultos recurrimos una y otra vez a prácticas autoritarias.

Adultos que les reconocen a los niños el derecho de vivir un mundo propio, a menudo reaccionan con falta de comprensión – y fácilmente recurren, - para sorpresa de todos- incluso de sí mismos- a prácticas autoritarias. Una y otra vez, el punto de ruptura en el que la comprensión y la paciencia de pronto se agotan es la pretensión de los niños a participar. (p. 121)

En concordancia con la aseveración de Liebel, en este caso, fue la decisión de las y los niños el no participar en la actividad propuesta y de engarzarse en sus propias dinámicas con sus compañeros o compañeras lo que provocó en mí la sensación de no saber qué hacer a continuación, muy a pesar de mis intenciones previas. En este mismo sentido, considero necesario resaltar que el diseño de la actividad estuvo caracterizado por la misma relación de poder que se argumenta en los textos mencionados con anterioridad. Dentro de la producción de sus narrativas, otorgué algunas opciones de forma (podían escribir o dibujar), de materiales (colores, marcadores, lápices, plumas), y la opción de participar o no, pero las opciones se agotaban ahí.

El comportamiento del grupo de estudiantes que viven en la institución de acogida emergió una y otra vez en las narrativas docentes cuando estos últimos me hablaban sobre su experiencia a la llegada de este grupo de estudiantes a la escuela. Comportamientos como la negativa a ingresar al salón de clases cuando se hubo terminado el recreo, los juegos y peleas dentro de las aulas, entre otros, fueron caracterizados por el colectivo docente como la principal dificultad suscitada a la incorporación de los niños y niñas a la dinámica escolar. Frente a esto, los docentes relataron que fue necesario replantearse cuestiones como la disciplina y la imposición de reglas y, en su lugar, negociar con el estudiantado acerca de una nueva dinámica escolar. Berger y Luckman (2012), señalan que las posibilidades de negociación de las infancias en sus propios procesos de socialización y educación son limitadas, “el niño puede intervenir en el juego con entusiasmo o con hosca resistencia, pero por desgracia no existe ningún otro juego a mano” (p.169). Instituciones como la escuela otorgan un margen escaso para que estudiantes decidan qué sucede dentro de ellas, los tiempos de juego, ocio y trabajo son marcados por adultos que laboran en estas instituciones. En el caso de las infancias que viven en instituciones de cuidado alternativo, su día completo se encuentra pautado por estas características, a diferencia de los niños que viven en un entorno familiar, y que ostentan posibilidades de negociación mayores, si bien no en la escuela, quizás si con sus cuidadores. Por lo anterior, es necesario tener en cuenta, como indica Liebel (2020) la desigualdad de poder y la distancia sociocultural entre ellos y las personas investigadoras, sobre todo en lo que respecta a las infancias desfavorecidas, en cuyo caso, la necesidad de la apertura para la participación y negociación de los y las niñas durante todo el proceso de la investigación resulta fundamental.

La interpretación y narración del caso estuvo dada desde mi posición como investigadora social, con los conocimientos teórico metodológicos adquiridos en el programa de maestría y una idea preconcebida de cómo debía ser la investigación: objetiva, distante e impersonal; en este sentido, Hemelsoet (2014) argumenta que la academia es vista como la esfera “profesional” de quien investiga, independientemente de las muchas otras esferas de la vida de la persona, por lo que las consideraciones sobre los grados de involucramiento en la investigación, se ven como meras decisiones metodológicas. De la misma forma, durante la planeación del trabajo de campo, las decisiones como mi forma de presentarme con los y las estudiantes, me parecieron únicamente de orden práctico, sin profundizar en la imposibilidad de separar esta nueva esfera de mi vida, de todas las demás. Con experiencias como la que relaté anteriormente, pretendo ilustrar cómo estas decisiones metodológicas no fueron posibles en la práctica. Mi identidad como maestra también medió la interacción con los y las estudiantes, mi forma de dirigirme hacia ellos y mi forma de reaccionar ante situaciones que no había previsto, pues fue en mi formación docente en la que aprendí diversas formas de relacionarme con el alumnado, así como donde adquirí ideas sobre el ejercicio de poder y de la disciplina en el aula.

Más aún, mi identidad como hija de mi madre, una de las maestras de la escuela, aspecto que consideré que me quitaría “legitimidad” como investigadora a partir de la perspectiva de la supuesta distancia que debía tener con el caso, me permitió desde ingresar a la escuela, hasta la confianza que se me brindó por parte del colectivo docente e incluso, como explicaré en el siguiente apartado, cambió mi relación con el alumnado. Para mi sorpresa, la realidad fue mucho más caótica de lo que imaginé en mis clases de metodología en la universidad, y en ella se mezclaron estos tres roles en distintas proporciones. Sin embargo, y también para mi sorpresa, mis identidades de maestra e hija, en vez de restarme legitimidad, como en un inicio creí, fueron un aspecto central en mi interpretación del caso.

Me había preparado para esta práctica leyendo artículos metodológicos sobre cómo hacer investigación con infancias (por ejemplo, Fine y Sandstrom, 1988; Ballestín, 2009; Griffin, Lahman y Opitz, 2016). Estos coincidían en que se debía intentar desdibujar la relación de autoridad para generar una mayor confianza hacia el investigador. De acuerdo con Ballestín (2009), el reto de la investigación con la niñez consiste en “socavar la estructura relacional de poder y autoridad en base a [sic.] la edad que permanece oculta desde una perspectiva adultocéntrica, para establecer una dinámica lo más cercana posible a la amistad entre iguales” (Ballestín, p. 235). Antes de visitar la escuela, tenía claro que quería lograr una relación más horizontal con ellos y confieso que también creí que sería fácil hacerlo. Una vez más, la realidad en el campo me demostró lo contrario, sucediendo lo que Liebel y Markowska-Manista (2020) aseveran al respecto de la investigación con infancias, si bien ahora tenemos más claros los principios generales, éstos “no pueden eliminar todos los problemas y contradicciones que surgen en la práctica de la investigación, incluso con la mejor voluntad de las personas que investigan” (p. 1). La escena que describí anteriormente corresponde con la primera vez que llevé a cabo la actividad que había planeado para la construcción de las narrativas infantiles.

Después de ese día, mi estar en la escuela siguió ocasionándome conflicto. Hubo ocasiones, en que, por ejemplo, al estar en el salón de 6° grado, la sensación de no saber qué hacer o cómo actuar me abrumaba; específicamente, cuando el comportamiento de los y las estudiantes difería de aquel que yo tenía en mi imaginario docente como el ‘ideal’ dentro de un aula, es decir uno que emulaba una relación de poder vertical, entre ellos y yo. Nuevamente, mi necesidad por tener el control de la situación, como la única adulta presente en las aulas, entraba en conflicto con todo lo que había leído sobre hacer investigación con infancias; así como con mis roles como maestra y como investigadora, siendo este último tan nuevo para mí.

La relación que pude formar con los niños y las niñas con el paso de las semanas no fue como lo esperaba o como en los artículos que había leído al inicio de mi trabajo de campo; además de mi confusión por cómo debía y quería actuar al estar con ellos, sobre todo en un salón de clases, hubo quienes decidieron no acercarse a mí ni responder a mis preguntas aún en contextos fuera del aula y de manera individual, lo que me llevaba a pensar que la relación de confianza y horizontalidad no estaba ni cerca de lograrse.

De acuerdo con Molloy (2015), hacer investigación cualitativa con grupos de población en estado de vulnerabilidad conlleva enfrentarse a rechazos y negativas a comunicarse, para la autora, cuando se logra ‘entrar’ al grupo, será la casualidad lo que te lleve ahí, no la tenacidad. Tal como menciona Molloy (2015), fue una situación inesperada, de ninguna forma planeada o ejecutada por mí lo que cambió ligeramente la actitud del alumnado. De alguna manera, el estudiantado supo que yo era hija de una de sus maestras, información que yo había decidido no comentar con ellos, una vez más buscando tener claridad en mi posicionamiento dentro de la escuela. Fue una niña de segundo grado que en mis observaciones me había parecido que se sentía muy cómoda interactuando con los y las docentes: se acercaba a abrazarlos y a hablarles sobre su vida en la casa hogar, la que en un receso se acercó a mí y me preguntó “¿Es cierto que eres hija de la maestra D?”. Medité mis opciones de respuesta durante algunos segundos y finalmente le respondí que sí. De inmediato corrió a contarles a sus amigas y pronto era un hecho conocido por todos. Pude notar que se sentían un poco más cómodos en mi presencia, me preguntaban sobre mi vida familiar con mi mamá, si en casa ella era como en la escuela, me preguntaban mi edad y dónde vivía, además me hablaban de tú y no de usted.

En este caso, ya no era una maestra o una extraña que iba a verlos a la escuela; era una adulta, pero también era ya era una hija, y la hija de una de sus maestras. En la mencionada dicotomía entre distancia/cercanía en la que las investigadoras y los investigadores sociales intentamos navegar, fue el conocimiento de mi cercanía con el caso por parte de las personas con las que hacía la investigación, lo que facilitó que me permitieran conocerlas un poco más.

Muchas veces llegué a sentir que me equivocaba en mi manera de interactuar con los niños y que, en vez de acercarles, los estaba alejando de mí. Molloy (2015) también menciona que, para quienes decidimos hacer este tipo de investigación, las cuestiones de ética y de ingreso al campo son más complicadas de lo que los manuales de investigación sugieren; “más aún, una vez que uno ha pasado por situaciones complicadas y finalmente ganado acceso a los espacios de tales poblaciones, uno nunca puede recordar exactamente ni tampoco olvidar por completo las eventualidades a las que se enfrentó” (p. 476). El objetivo de los dos capítulos anteriores fue complejizar dicho acceso al narrar dudas, desaciertos y casualidades vividos en el proceso.

Reflexiones finales

De acuerdo con Ellis (2007), las relaciones que se forman en el campo complican cómo se negocian lealtades y confidencias. En este sentido, la ética relacional requiere que el investigador o investigadora centre la misma atención en el análisis de sí mismo que la que pone en el análisis de los otros. Además, la autora comenta que tener el tiempo para negociar estos aspectos con los y las participantes puede ayudar; en mi caso, la relación con las personas en la escuela se fue transformando con el tiempo. Las reflexiones surgidas de estas transformaciones y de los dilemas éticos que enfrenté dan cuenta de los conflictos que, según Ellis (2009), es necesario repensar y compartir. En este sentido, luego de reflexionar sobre la presentación en la escuela de distintos posicionamientos que forman parte de mi identidad he podido darme cuenta de lo que cada uno de estos proporcionó a mi investigación. Sin embargo, es necesario resaltar, como menciona Hemelsoet (2014), que las tensiones que están en juego no son solamente desafíos personales para el investigador, también arrojan luz sobre las diferentes posiciones en el campo, sus implicaciones éticas y políticas. Utilizando la autoetnografía como marco metodológico para la escritura de este texto, pude usar mis propias decisiones, acciones y actitudes tomadas en el trabajo de campo, como datos susceptibles de ser analizados para dar cuenta de las implicaciones éticas y políticas mencionadas por Hemelsoet.

El ejercicio de reflexión y de honestidad que me demandó escribir el presente capítulo, no fue sino un ejercicio de aprendizaje que considero necesario hacer una vez que se ha concluido una investigación, pues solamente a través de éstos podremos ir ganando una mayor vigilancia epistemológica, sobre todo quienes recién nos formamos en investigación. La autorreflexión crítica en torno a las desigualdades de poder es necesaria en toda investigación y más aún en aquellas en las que las formas de racismo, sexismo, homofobia o adultocentrismo puedan presentarse, como puede ser el caso de la investigación con infancias en situación de vulnerabilidad, a quienes su misma condición de niños les sitúa dentro de un grupo social minoritario y excluido, acentuándose por factores como la pobreza, violencia, orfandad y otras más. La principal diferencia entre las personas que viven el caso que decidí estudiar (tanto docentes como niños y niñas) y yo, es que, para mí, el caso concluyó una vez que salí de la escuela y regresé a la situación de “seguridad confortable” de las aulas universitarias, lo que me colocó, desde un inicio, en una situación social significativamente distinta a aquella del colectivo docente y aún más que la de las y los niños. Coincido con Liebel y Markowska-Manista (2020) cuando afirman que, si se evita describir situaciones difíciles en la propia investigación, lo desagradable o inválido se vuelve invisible, permanece oculto y, por consiguiente, no molesta.

En el contexto de los programas de posgrado en ciencias sociales, es necesario discutir y profundizar sobre las cuestiones que esbozo en este capítulo con los y las investigadoras en formación y en los cursos de metodología. Hay una impredecibilidad y falta de control inherentes al trabajo de campo, frente a las cuales los manuales no pueden dar respuesta. En este sentido, la formación de la creatividad del estudiante para sortear y trabajar con la incertidumbre, así como la autorreflexión sobre cómo posicionarse son acciones que, como indica Hemelsoet (2014), abren oportunidades para cambios más dirigidos e intencionados. Finalmente, coincido con Ellis (2007) cuando afirma que, como personas investigadoras, deseamos hacer investigación ética que haga una diferencia; y para acercarnos a esta meta, constantemente tenemos que considerar qué preguntas hacer y qué preguntas hacernos sobre las investigaciones que llevamos a cabo. Por lo anterior, considero que la reflexión sobre los múltiples posicionamientos dentro del campo es una veta de investigación en ciencias sociales que es necesario seguir explorando; utilizando para ello la potencialidad que metodologías tales como la autoetnografía, las entrevistas diádicas o las etnografías reflexivas (Ellis, Adams y Bochner, 2010) brindan para el análisis del sí mismo en la investigación con otros y otras.


Referencias

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Acerca de la autora

Estefanía Díaz (estefania.di812@gmail.com) es maestra en Investigaciones Sociales y Humanísticas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes (México) y licenciada en Educación Primaria por la Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de Durango. Actualmente es asistente de investigación en los departamentos de Comunicación y Sociología de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Sus intereses de investigación son los estudios sobre infancias, estudios de medios y autoetnografía. (ORCID 0000-0002-3444-6575).




Recibido: 13/04/2021

Aceptado: 17/02/2022









Cómo citar este artículo

Díaz, E. (2023). Una investigadora en la escuela: reflexiones sobre el posicionamiento a través de un relato autoetnográfico. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 26(48). https://doi.org/10.33064/48crscsh











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