El odio a la mujer, ¿efecto del mal-decirla?


The Hatred of Women, an Effect of Ill-Saying her?




DANIEL GERBER

Universidad Nacional Autónoma de México, México




Resumen

Este ensayo aborda la cuestión de la mujer y sus oposiciones a la lógica fálica, su énfasis en la singularidad. No hay denominador común para la diversidad de las mujeres existentes: esto es lo característico de lo femenino. Lacan habla de las mujeres como seres cuyo goce las hace eminentemente singulares, ahí donde los hombres estarían más inclinados a la particularidad, a ser partes que deben ensamblarse perfectamente en el todo. Las mujeres pueden vivenciarse como “Otras que ellas mismas”, es decir, no coincidir completamente con lo que ellas son. En este sentido, la práctica del análisis “feminiza” a quien se involucra en él. En la relación que los hombres mantienen con las mujeres tendrán que soportar el encuentro del Otro goce, el goce femenino,que es no todo, que hace objeción al para todos. El psicoanálisis abre la posibilidad de bien-decir la mujer, diciéndola a medias, para dejar de odiarla, de mal-decirla, por no poder decirla toda.

Palabras clave: mujer; singularidad; no fálico; goce Otro.




Abstract

This essay addresses the issue of women and their oppositions to phallic logic, their emphasis on singularity. There is no common denominator for the diversity of existing women: this is what is characteristic of the feminine. Lacan speaks of women as beings whose jouissance makes them eminently singular, where men would be more inclined to particularity, to be parts that must be perfectly assembled in the whole. Women can experience themselves as "Other than themselves", that is, not completely coincide with what they are. In this sense, the practice of analysis "feminizes" those who are involved in it. In the relationship that men maintain with women they will have to endure the encounter of the Other jouissance, the feminine jouissance, which is not everything, which objects to the for everybody. Psychoanalysis opens the possibility of well-saying the woman, saying it halfway, to stop hating her, to stop saying her badly, for not being able to say her whole.

Keywords: woman; singularity; non-phallic; jouissance Other.









Se la dice mujer, se la difama1
Lacan, 1975, p. 79.




Desde la antigüedad, la mujer ha estado relacionada con la idea del mal. En los mitos, la religión, el arte, la literatura, diversas figuras femeninas fueron asociadas con el mal: Eva, Lilith, Judith, Dalila, Salomé, Pandora, Medea, Circe, la Esfinge, las sirenas, las amazonas.

La iglesia católica habló de la inferioridad física o mental de las mujeres, considerándolas más susceptibles a la influencia del demonio, además de señalarlas como portadoras de una lujuria y carnalidad insaciables. Desde finales del siglo XII hasta terminar el siglo XV, una serie de textos, escritos por hombres de la iglesia y por laicos formularon valores y normas de conducta para las mujeres. Los criterios con los que las clasificaban se derivaban de los modelos éticos vigentes: las vírgenes, las viudas y las casadas eran mencionadas constantemente; la sexualidad de estas mujeres era situaba en un espacio ubicado entre el rechazo y el control, y limitada exclusivamente a la procreación. Sea por el rechazo o el control, lo fundamental era el predominio de lo espiritual y racional sobre lo corporal y lo sensual. La figura ideal de la mujer casada era el modelo de comportamiento para todas las mujeres, cuyas funciones en el grupo familiar debía limitarse a la de esposas y madres.

En las Sagradas Escrituras y posteriormente en los textos de los padres de la iglesia, se afirma que las mujeres están gobernadas por su sexo, y esta es la causa por la que han entrado en el mundo la muerte, el sufrimiento y el trabajo. Por esto, es necesario controlar y, llegado el caso, castigar a las mujeres. Ante todo, este control y aplicación del castigo—que debe realizarse en su cuerpo y su sexualidad, que aparece como desconcertante y peligrosa—es una tarea de los hombres. Se sostiene que ese cuerpo, en la medida en que no puede permanecer indefinidamente casto, debe limitarse a cumplir la función de procreación.

En este contexto, la maternidad es presentada como una forma de domesticar y amarrar el goce femenino, que aparece como desprovisto de límites y errante. Los escritos de la iglesia describen a la mujer como inquieta y caprichosa, inconstante, como una cera líquida que está siempre lista para cambiar de forma de acuerdo con el sello que la imprima; también inestable y mudable como la copa de un árbol agitada por el viento.

Hay en la mujer algo ilimitado, es lo que sostienen estas visiones. Por esto tendrá que ser custodiada, confinada a la casa y al claustro, a espacios acotados e interiores, vigiladas como un peligro siempre al acecho. Para esta concepción ellas encarnan la figura del exceso.

Las transformaciones que produjo la modernidad no cambiaron radicalmente este modo de pensar. Persistió la asociación entre la mujer y el mal. En la literatura y el cine surgió la figura de la mujer fatal que lleva a los hombres a la perdición. Pero también, en el sentido opuesto, cobró fuerza la idealización de la mujer, ya presente en el amor cortés medieval. El cuerpo femenino comenzó a ser cada vez más fetichizado para llegar hasta la actualidad en la que coexisten la ideología igualitaria con el odio encarnizado cuya expresión extrema son los feminicidios de nuestros días. Miedo y odio hacia la mujer en tanto ella está, parcialmente, fuera del orden fálico al que cuestiona con su sola existencia, y esto es causa de inquietud, temor y aversión entre los hombres.

Es preciso entonces considerar la cuestión del goce y la sexuación, campo en el que se puede distinguir, de un lado, el goce fálico, que pasa por el lenguaje para acceder a objetos de satisfacción, como un goce sometido a un límite, al orden significante. Del otro lado, el goce femenino, que excede a lo fálico, goce no complementario de este sino suplementario: “si ella está excluida por la naturaleza de las cosas, es justamente por la razón de que por ser no toda tiene, con relación a lo que designo goce por la función fálica, un goce suplementario. Observen que dije suplementario. Si hubiera dicho complementario, ¡dónde estaríamos! Se recaería en el todo (Lacan, 1975, p. 68). Desde la óptica del varón este goce Otro aparece como idealizado y a la vez peligroso, lo que lleva al intento de aplastarlo, reducirlo totalmente a lo fálico.

Ahora bien, eso que Lacan entrevió por el sesgo del goce femenino lo generalizó hasta formularlo como el régimen del goce como tal. Por el camino del goce femenino, Lacan estableció lo que define al goce en general. Hasta entonces el psicoanálisis había pensado el régimen del goce a partir del lado hombre. Lo que Lacan introduce es la concepción del goce femenino como el principio de todo lo vinculado con el goce.

¿Qué quiere decir esto? Que este goce femenino puede definirse como el goce “no edípico”; sustraído, fuera de la maquinaria del Edipo, reducido a lo que Lacan llama el “evento del cuerpo”. Su referencia al goce “edípico” puede encontrarse al final de su texto Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, de 1960 donde afirma que ”el goce debe ser rechazado para que pueda ser alcanzado” (Lacan, 2016, p. 786). El goce debe pasar por un no para ser positivado enseguida, prohibido para ser permitido por la intervención del Nombre-del-padre que es el No del padre (Nom-du-Pere)2; permitido a condición de pasar primero por el no de la prohibición. Años después Lacan introduce una modificación: aísla una parte de goce que no responde a este esquema, no simbolizable, indecible, con afinidades con el infinito, fuera de la castración, del significante. Esto significa que algo en la mujer escapa a la castración, toda ella no está incluida en sus efectos: en el seminario Encore Lacan (1975) afirma que las mujeres mantienen una relación privilegiada con la Alteridad del goce ya mencionada, íntima Alteridad a la que también le llama “goce femenino”, antes de hacer de ésta el régimen mismo del goce como tal.

Este goce tomará secundariamente formas singulares, para las mujeres y los hombres. Las mujeres que dan testimonio de este goce y enseñan a Lacan de su existencia, parecen tener un acceso más directo a él que la mayor parte de los hombres, o tal vez se defienden de él menos espontáneamente que ellos, o por otros caminos que dejan entrever. Se vivencian así más directamente Otras para ellas mismas; encarnan así la diferencia absoluta, la que ninguna norma puede absorber completamente.

Si Lacan presenta primero este goce Otro como especificidad femenina, incluye sin embargo un cierto número de hombres en él, y al mismo tiempo considera que las mujeres también acceden al goce fálico, el que “normaliza”, que vuelve normal (norme mâle)3, para subrayar el parentesco que hay entre el goce “masculino” y la norma, que un análisis pretende poner en cuestión.

Es posible así comprender todo el alcance de esta afirmación de Lacan dice: “todas las mujeres son locas […] Es por esto que son no todas, es decir, no locas en absoluto”4 (Lacan, 1974, p. 63). Formulación esencial que permite entender la especificidad de las mujeres, o de lo femenino. “Todas son locas”, no psicóticas, porque objetan gustosamente los conjuntos cerrados y su norma con relación a la cual se juzga la “locura” supuesta de alguien. “Locura” entonces en relación con el goce fálico del lado hombre como goce “normal”, “locura” del goce femenino como goce Otro que objeta la norma.

Se puede decir que todas las mujeres son locas al mismo tiempo que no son locas en absoluto. Esta aparente contradicción supone esto: no enloqueciéndose por establecer y sostener conjuntos cerrados (tout) en los que prevalece una norma válida para todos los elementos de este conjunto, no siendo locas por estos todos que estos conjuntos constituyen, ellas serán consideradas como locas en el sentido de “anormales”. O también, otro modo de entenderlo: por no ser locas por el todo (du tout), es decir, por tratar de lograr que todos los elementos del conjunto respondan a una norma—pretensión esencialmente masculina—las mujeres son consideradas como locas.

Lacan hace así de las mujeres seres cuyo goce las hace eminentemente singulares, ahí donde los hombres estarían más inclinados a la particularidad, a ser partes que deben ensamblarse perfectamente en el todo, a la participación en conjuntos en los cuales los elementos particulares responden a una ley universal. Lo particular se refiere siempre al todo, y a lo universal que funda el todo;5; designa pues la manera como un elemento se relaciona con el conjunto del que forma parte. La singularidad, por el contrario, pone el acento sobre lo que hay de incomparable en un elemento.

Esto no quiere decir que las mujeres no puedan formar parte de diversos conjuntos, de diferentes todos. También forman parte de ellos pero están a la vez en posición de hacer valer los aspectos en los que se distinguen de tales todos. Y ellas se distinguen gustosamente de esos todos, porque ahí donde el elemento que define al conjunto es idéntico a él mismo las mujeres pueden vivenciarse como “Otras que ellas mismas”, es decir, no coincidir completamente con lo que ellas son. Es en este punto que un análisis “feminiza” a quien se involucra en él o que el análisis apunta a lo femenino, que no tiene nada que ver con la feminidad aparente.

Es con relación a este punto que Lacan sitúa el odio que las mujeres suscitan, no solamente por parte de los hombres sino también de las mujeres mismas, especialmente cuando ellas se defienden de esta Alteridad que las habita y de la que tienen una percepción más o menos confusa. Por otra parte debe destacarse que, si “hay hombres que también se sitúan como las mujeres [del lado del no-todo]. Eso ocurre” (Lacan, 1975, p. 70), también hay mujeres que no se sostienen a la altura de esa Alteridad. Sea como sea, las mujeres suscitan el rechazo en el punto preciso en que les recuerdan a aquellos que se les aproximan esa alteridad en ellos mismos.

Es por esto que pas folle du tout (no locas en absoluto - no locas del/por el todo) puede entenderse como lo contrario a la proposición: “las mujeres son locas”: ser loca, en el sentido de objetar el todo, puede ser a veces la única manera de no ser completamente loco, loco de la locura que caracteriza a los adeptos del todo, siempre numerosos. Algunas posiciones políticas dan testimonio de esto cuando plantean la nación como el lugar donde reinaría la homogeneidad de los goces, con familias heteronormadas, mujeres en el hogar, donde todos marcharían con el mismo paso y la diferencia tendría que reducirse cada vez más y nunca lo suficiente.

Hay también una locura muy femenina que conduce, a veces gustosamente, al estrago—generalmente amoroso—, pero también usos muy “saludables” de esta locura femenina, especialmente cuando los todos tienen tendencia a extender su exigencia de uniformidad y, correlativamente, de exclusión de los elementos que ahí hacen mancha.

Es necesario entonces que hombres y mujeres tengan el gusto de la Alteridad que los habita, y así consientan en hacer buen uso de ella, cuestionando toda búsqueda de normalizarse a todo precio. Porque, incluso para las mujeres, estar “locas” en el buen sentido, es decir, sin encontrarse marginadas, no es cosa “natural”. Las mujeres, o al menos algunas de ellas, pueden hacer objeción espontáneamente a los conjuntos, pero hasta un cierto punto, por consideraciones de prudencia o temor. Ser mujer no basta por sí mismo para oponerse a la exclusión implicada por la lógica fálica de Todos porque las mujeres no son ni todas juntas ni todas enteramente adeptas al no-todo, por esto también entre ellas se cuentan las partidarias del odio.

Si fue con las mujeres que Lacan descubrió el goce Otro, antes de hacer de él el régimen mismo del goce con el cual todo cuerpo hablante tiene que enfrentarse, no fue completamente por azar. Del mismo modo que Freud descubrió el inconsciente escuchando a las mujeres en una época en que nadie las tomaba muy en serio, y en la que—especialmente cuando ellas sufrían—se las excluía, con las mujeres Lacan descubrió este goce Otro del que un cierto número de ellas daban testimonio más y mejor que los hombres, y porque también las tomaba en serio. Así fue como a partir de lo que ellas le enseñaron que modificó cierto número de sus tesis e instrumentos conceptuales.

Aquello de las mujeres que a algunos asombra, que convierte en impotencia su afán de dominio, que llega a angustiar, es su relación con la Alteridad que las habita, a veces palpable, que les recuerda la de ellos y los lleva a rechazar tajantemente la posibilidad de caer bajo su encanto, a maltratarlas a menudo, a difamarlas por no poder decirlas todas. De este modo, la violencia hacia las mujeres—se trate de violaciones, de acoso sexual, de insultos o de agresiones físicas—da un sentimiento de potencia al agresor, sentimiento tan engañoso como efímero porque, como dice Lacan, la función del falo imaginario, erigido como significante del poder, está presente en todas partes, salvo ahí donde se espera, en el acto sexual. Es lo que determina que la angustia del hombre esté ligada a la posibilidad de no poder, posibilidad que no deja de presentársele en el acto sexual mismo, donde la detumescencia del órgano marca la caída de su potencia vital: no por azar se habla de la “pequeña muerte” para designar el momento que sigue al orgasmo. Lacan califica de castración real esta caída del órgano masculino que puede asociarse con la muerte y hace del sexo masculino el verdadero sexo débil, si se toma en cuenta que, en lo real, la mujer no tiene nada que perder. De este modo, la potencia fálica del hombre violento o del violador es consecuencia de la postura, incluso la impostura, de su “parada” o alarde fálico, semblante con el que intenta contrarrestar la angustia de no poder.

La violencia hacia las mujeres tiene su causa en esa impotencia estructural inherente al sexo masculino, pero también hay violencia hacia los hombres porque el goce fálico concierne también a las mujeres, porque incluso si ellas son “no todas” de ese lado no dejan de estar allí y también porque aun cuando su angustia no concierne a la pérdida del órgano, de una manera más radical involucra al propio ser. Así, del lado mujer, un modo de contrarrestar la angustia es situarse en la dimensión del goce fálico por medio de la seducción histérica, que se puede calificar de mascarada, sirviéndose de los atributos femeninos para encarnar la potencia del símbolo fálico deseado por el hombre.

Por otra parte, el goce fálico no se confunde con el amor; sin embargo los dos está anudados, lo que explica que cuando el goce del poder fálico de un enamorado o una enamorada es puesto en peligro—real o imaginariamente—ellos pueden devenir violentamente peligrosos para su partenaire. Pero, fuera del amor, la violencia del poder fálico se manifiesta en muchos otros dominios y especialmente en las diversas manifestaciones de la rivalidad: política, del tener—siempre muy nutrido por el discurso capitalista—o rivalidad en los juegos y deportes de competencia, donde la victoria de unos se sostiene en la derrota de otros.

La relación que los hombres mantienen con las mujeres, en la que tendrán que soportar el encuentro del Otro goce, no es sin incidencia política porque, cualquiera que sea la relación que cada mujer u hombre mantiene con el goce femenino, la democracia es el régimen político que ofrece el mejor lugar a las minorías, y a las mujeres que, aunque no son minoritarias, necesitan la protección de la que todos los objetos electivos del odio tienen necesidad. La democracia las acoge en su seno, sin duda imperfectamente, a veces muy imperfectamente, pero abre la posibilidad de que vivan en tanto puede promover la equidad. Por esto la democracia puede limitar la expresión del odio, aunque este afecto puede devenir mayoritario e imponerse a veces en las urnas, como ocurrió la Italia fascista o la Alemania nazi, y en otros lugares en distintas épocas.

Y en cuanto al régimen de goce propio de las mujeres, este determina que ellas estén más dispuestas que los hombres a excluirse de la lógica de los conjuntos cerrados. Es un régimen de goce que Lacan descubre del lado de ellas antes de generalizarlo a todo ser hablante que las hace más y mejor Otros para ellas mismas, para encarnar así esa Alteridad respecto de la cual el que odia se sitúa rechazando la suya para situarla en otro, electivamente en las mujeres.

Lacan afirma que el goce femenino es no todo, hace objeción al para todos. Las mujeres hacen objeción a toda definición universal que pretenda asignarles un lugar preciso, a toda “esencialización”. No hay esencia de la mujer: este es el sentido del aforismo de Lacan que afirma que “la mujer no existe”. La negación recae sobre el artículo La, que siendo artículo definido introduce una definición, una esencia. Por esto, cuando se dice La mujer, se supone un denominador común para todas las mujeres, una definición posible de La mujer a la que todas la mujeres responderían. Pero si hay, por supuesto, una definición de la mujer en el plano anatómico, una definición que la distingue tanto del hombre como de la niña, de la planta o de cualquier otra cosa, desde el punto de vista del discurso analítico, lo que se afirma con este La tachado es que no hay denominador común para la diversidad de las mujeres existentes: esto es lo característico de lo femenino.

“La mujer no existe” quiere decir entonces que las mujeres no son todas semejantes entre sí. No lo son porque tampoco son semejantes a ellas mismas. Cada una es ella misma y Otra de ella misma. Esto lleva a preguntar si, por el hecho de que las mujeres están más próximas a la Alteridad. bastaría con ser mujer para amar a las mujeres en esa dimensión, así como también para afirmar que si una mujer lucha por el derecho de las mujeres testimonia de este modo su amor por esta Alteridad. Para aclararlo sería preciso hacer una reflexión sobre el movimiento Me Too y la lucha emprendida por las mujeres contra la misoginia.

Las luchas de las mujeres tienen muchas décadas. En nuestro tiempo se manifiesta, entre otras formas, con el movimiento Me Too, muy respetable en la medida en que la denigración de las mujeres es todavía una característica de la actitud de muchos hombres. El discurso feminista se remonta al siglo XIX y se hace más presente después de la segunda guerra mundial, cuando las mujeres salen cada vez más de su reserva a enfrentar el desprecio, el acoso y toda clase de violencias que llegan hasta el crimen.

Estas mujeres—que son acompañadas por algunos hombres que se pliegan a su causa—rechazan el yugo que muchos hombres, poco seguros de serlo, les imponen. No puede relativizarse la importancia de este movimiento, pero hay que decir que no siempre ha escapado a la tentación de “esencializar” a las mujeres para oponerlas a los hombres, incluso a otras mujeres que no se adhieren al modo de lucha que adoptan.

Se tiene que celebrar que la impunidad de los hombres impotentes para amar a las mujeres, presionados por esto a dominarlas o maltratarlas, se vea actualmente seriamente cuestionada. La puesta en público de muchos abusos les ha impuesto en alguna medida un límite necesario. Es de suma importancia en esta época que lo que sucede con las mujeres impacte en el mundo occidental como para rechazar las ideologías que hacen de la negación de las mujeres su eje central, pues estas ideologías son enemigas no solamente de las mujeres sino, a través de ellas, del género humano.

El movimiento Me Too denuncia claramente que en un número importante de países lo cotidiano de las mujeres está marcado por crímenes tolerados y hasta alentados. Pero este movimiento, como otros de carácter feminista, presentan una manera de intentar liberarse del yugo de los hombres de un modo que puede llamarse, paradójicamente, masculino; esto es, tratando de hacer existir el conjunto de las mujeres, la norma femenina, dando libre curso a cierta esencialización de las mujeres para oponerlas a los hombres.

Quiere decir que, si es necesario terminar la era de los hombres contra las mujeres, a veces se tiene la impresión de que hay quienes pretenden que a esa era siga la de las mujeres contra los hombres. El problema es que de este modo, la misoginia sería sustituida por la “misoandria”. Es preciso entonces señalar que la causa de las mujeres se apoya en la rabia, pero la rabia no es el odio

La rabia es ante todo el nombre de una enfermedad que afecta al sistema nervioso y transforma radicalmente el comportamiento. En este sentido, el término se hace extensivo para describir el estado de un sujeto rebasado por algo incontrolable que lo transforma en Otro que él mismo. Como pasión se le atribuye de entrada un valor negativo, pero puede tener también un valor positivo porque se trata de un exceso respecto de la subjetividad; pero sin un cierto exceso que lo rebase en alguna medida, un cuerpo hablante no reacciona ante ciertas situaciones de opresión, sometimiento o humillación. Tiene entonces un papel importante para luchar contra toda opresión; pero imitar a los hombres que odian a las mujeres, aun cuando se trate de denunciar los abusos, va en sentido contrario a demostrar que se ama a las mujeres en tanto que tales.

Es cierto que es inherente a la naturaleza misma del colectivo, necesario para llevar una lucha—el número hace la fuerza—imponer conjuntos cerrados que se enfrentan unos a otros: los que defienden el derecho de las mujeres contra los que abusan de ellas, por ejemplo. Pero si en la escena política, donde todo combate se libra efectivamente, es necesario hacer consistir los todos en tanto son medios de presión, conviene no reducir las mujeres a elementos de un conjunto pues el único valor de esta reducción reside en realidad en el peso político que permite adquirir.

En consecuencia, si el movimiento feminista opone las mujeres a los hombres, toma un camino equivocado, porque si se sostiene que lo que distingue a las mujeres (tal vez no a todas las mujeres y tal vez no solamente a las mujeres), a lo femenino, es que objeta toda esencia, es tan vano querer que las mujeres sean inferiores a los hombres—como lo pretenden los misóginos—como pretender que ellas sean hombres o que ellas se opongan a ellos francamente. De lo que más bien se trata es de considerarlas una por una, de tal modo que así harán volar en pedazos todos los conjuntos en los que se pretende limitarlas. Puede decirse entonces acerca de ellas: ni idénticas, ni por, ni contra, ni inferiores, ni superiores, ni siquiera esencialmente iguales; más bien Otras y, ante todo, Otras para ellas mismas, para lo que es necesario que sean iguales en derecho.

La causa de las mujeres es una causa digna, necesaria, esencial, en lo que se refiere a reivindicar una igualdad efectiva de los derechos de hombres y mujeres. Pierde valor cuando pasa por una reducción de la feminidad a su sola oposición a la virilidad y cuando imita, no tanto a los hombres sino a aquellos que tienen una posición contra las mujeres.

El odio al Otro, se señaló, es de algún modo odio a eso de uno mismo que no puede admitirse. El odio a las mujeres es efecto de que ellas encarnan la “diferencia absoluta” (Lacan, 1973, p. 248), aquella por la cual un cuerpo hablante se vivencia diferente de él mismo. Es esto lo que aquél que odia no puede admitir en el momento en que se precipita en esa pasión que implica el rechazo de la Alteridad que lo habita, dominado por el afán de asegurar al mundo estrecho que es el suyo una consistencia homogénea, análoga a de la interioridad que él cree que es suya. El mundo soñado por el que odia está hecho de una materia sin agujeros ni asperidades, sin desgarramiento ni sutura, es un mundo unificado, ordenado, y sin diferencia; un mundo que se quiere tener al abrigo de cualquier efracción. Un mundo análogo a la imagen en el espejo a partir de la cual el cuerpo del niño toma su consistencia unitaria. El amor y el odio del semejante proceden también de esta relación imaginaria con el otro yo del espejo.

El odio mantiene afinidad con los conjuntos homogéneos. La nación “pura” suele ser erigida como paradigma. Ahí encuentra su razón de ser. Lacan da cuenta de esta tendencia a la uniformización cuando señala que querer el bien del otro es querer el otro a imagen y semejanza: “Es un hecho de experiencia, lo que ya quiero es el bien de los otros a imagen del mío” (Lacan, 1986, p. 220). Las ideologías totalitarias son testimonio de esto.

En sentido contrario a esa posición hay que recordar que “el inconsciente dice mal el sexo”. Lo dice mal porque el lenguaje sólo tiene un significante para designarlo, el falo; falta el significante del sexo femenino como tal. Esto motiva la pregunta histérica: ¿qué es una mujer (más allá de la referencia fálica que la limita a ser el objeto de satisfacción y a ser satisfecha por un hombre)? Es la pregunta que impulsó a Freud en su búsqueda y que no terminó de responder en la medida en que no puedo ajustar cuentas plenamente con la idea de considerar que el único destino conveniente para una mujer era ser la mujer de un hombre o ser madre.

Para las mujeres, como para los hombres, hay una búsqueda de satisfacción que pasa por el lenguaje: se trata del goce fálico que implica el acceso a objetos de satisfacción como la pareja sexual, los bienes, los hijos, el éxito, etc. Pero hay un límite para esto: la castración. Otra parte del impulso a la satisfacción no queda capturada en esa dimensión: el goce femenino suplementario, más allá del falo. Así, lo que se llama coloquialmente machismo es precisamente la insistencia de ciertos hombres—y también, por qué no, de algunas mujeres—por aplastar eso no-fálico, no-todo propio de las mujeres, sometiéndolo a lo fálico.

Debe tenerse presente también que en el inconsciente sólo hay inscripción del Uno fálico, no de lo Otro (femenino) que tiene el lugar de lo real innombrable en torno al que se despliega el discurso. Esta relación estrecha de lo femenino con lo real genera el miedo y el odio a las mujeres: lo que se sitúa fuera del orden fálico es, más radicalmente, causa de angustia, y constituye la base del rechazo a lo Otro. Por esto, el “macho” es por excelencia el sujeto que no admite el “Otro goce” y exige que ella sea toda fálica. Es así como en su obsesión por aplastar lo específicamente femenino se vuelve eventualmente feminicida.

La igualdad entre hombres y mujeres es un ideal de la modernidad y una conquista muy importante de la sociedad democrática. Pero, no obstante su enorme valor, puede llevar paradójicamente a la exclusión de lo Otro cuando, en nombre de la igualdad se pretenda borrar la alteridad del sexo. El efecto unisex, producto conjunto de la ciencia y el capitalismo, recubre la diferencia sexual con la consigna de que todos deben someterse al goce fálico, único contable y capitalizable. Puede imponerse porque el Otro goce, el goce femenino, no es universalizable; es lo singular de cada ser humano, lo que nos diferencia frente a la lógica fálica que nos uniformiza. Para la lógica del mercado de esta época es un goce que “no vende”: para que esto fuera posible habría que elaborar un producto singular para cada quien, pero como este goce no se dice, esto es imposible.

En nuestra contemporaneidad las mujeres se incluyen más que nunca en la dimensión fálica. La igualdad con el hombre—absolutamente legítima—es igualdad en el plano de lo fálico. La pregunta que esto abre es: ¿qué pasa en este contexto con el Otro goce? Los hombres se sienten inquietos frente a las mujeres y a veces. en rivalidad con ellas, suelen ser arrebatados por la envidia y el odio. De modo que el reto que desde el psicoanálisis se plantea es dejar existir lo Otro—anudándolo con el Uno—, admitir que la relación sexual no existe, que no hay complementariedad entre los sexos (tampoco entre quienes son del “mismo” sexo). Uno no se libera del Otro por hacer sin lo Otro, porque esto Otro retorna de todos modos cuando no va aparejado a lo Uno.

El psicoanálisis abre la posibilidad de bien-decir la mujer, diciéndola a medias, para dejar de odiarla, de mal-decirla, por no poder decirla toda.


Referencias

Lacan, J. (1973). Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts foundamentaux de la psychanalyse. Seuil.

Lacan, J. (1974). Télevision. Seuil.

Lacan, J. (1975). Le Séminaire. Livre XX. Encore. Seuil.

Lacan, J. (1986). Le séminaire. Livre VII. L’étique de la psychanalyse. Seuil.

Lacan, J. (2016). Escritos 2. Siglo XXI.




Notas

1 “On la dit femme, on la diffâme”. Lacan utiliza la homofonía en francés entre dit femme (dice mujer) y diffâme (difama), intraducible al español.

2 En francés Nombre-del-Padre se dice Nom-du-Pere. Nom suena ahí como Non (no).

3 Otra homofonía con la que juega Lacan, en este caso entre normal (normal) y norme-mâle (norma macho).

4 Traducimos pas folles-du-tout como no locas en absoluto que es la expresión equivalente en nuestro idioma, pero también cabe pensar que Lacan, como se comentará más adelante da a entender que ellas son no locas del (por el) todo.

5 Es importante señalar que, etimológicamente, universal significa “lo que tiende al uno”.


Acerca del autor

Daniel Gerber (danielgerberinfo@gmail.com) es docente en la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuenta con más de treinta años de experiencia en la práctica clínica. Es miembro activo del Círculo Psicoanalítico Mexicano. Imparte seminarios en diversos programas de posgrado en México y el extranjero. Es autor de los libros El psicoanálisis en el malestar en la cultura y De la erótica a la clínica, el sujeto en entredicho.




Recibido: 12/05/2022

Aceptado: 27/05/2022









Cómo citar este artículo

Gerber, D. (2022). El odio a la mujer, ¿efecto del mal-decirla?. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(46). https://doi.org/10.33064/45crscsh4175











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