Historizando el amor y la dominación patriarcal: Reflexiones para repensar el amor en la actualidad
Historizing Love and Patriarchal Domination: Reflections to Rethink Love in Actuality
KATIA CECILIA URESTI MALDONADO1
GLORIA ELIZABETH GARCÍA HERNÁNDEZ2
MARÍA GABRIELA LUNA LARA1
1Universidad de Guanajuato, México
2Universidad Autónoma Metropolitana, México
Resumen
Para repensar y proponer nuevas definiciones del amor en el presente, es necesario mirar el pasado y sus herencias culturales, poniendo énfasis en el papel del patriarcado y los mecanismos a partir de los cuales han logrado subordinar y dominar a las mujeres. El presente artículo, tiene por objetivo historizar el amor en la Antigua Grecia, la Edad Media, la Época Prehispánica, el México colonial y contemporáneo. Se evidencia el amor como una construcción histórica, social, económica y política, cuyos discursos, imaginarios y prácticas giran en torno al matrimonio, la maternidad, el control de la sexualidad, y la heterosexualidad. Se plantea como una clave para la resistencia, las redes de mujeres que se acompañan y fortalecen en la escucha y el consejo, así como en la transmisión de sus saberes históricamente negados.
Palabras clave: amor; patriarcado; sexualidad; mujeres; apropiación.
Abstract
To rethink and propose new definitions of love in the present, it is necessary to look at the past and its cultural heritage, emphasizing the role of patriarchy and the mechanisms through which it has managed to subordinate and dominate women. This article aims to historicize love in Ancient Greece, the Middle Ages, the pre-Hispanic era, colonial and contemporary Mexico. Love is evidenced as a historical, social, economic, and political construction, whose discourses, imaginaries, and practices revolve around marriage, motherhood, control of sexuality, and heterosexuality. It is proposed as a key for resistance, the networks of women who accompany and strengthen each other in listening and advice, as well as in the transmission of their historically denied knowledge.
Keywords: love; patriarchy; sexuality; women; appropriation.
El patriarcado es la primera estructura de dominación y subordinación de la historia, y aún en la actualidad es el sistema básico de dominación (Guzmán, 2019). Para el logro de sus intenciones, ha materializado la invisibilidad y exclusión de las mujeres a través de narrativas históricas (da Silva et al., 2019) en donde el amor ha sido uno de los procesos más esenciales a través del cual se ha reproducido (Jónasdóttir, 1993).
El amor es un fenómeno situado social e históricamente, una ideología cultural que se concreta en experiencias semiótico-materiales encarnadas, puesto que relaciona aspectos simbólicos (discursos, narrativas, imágenes), materiales y afectivos que pasan por el cuerpo (García y Montenegro, 2014). Pese a esta evidencia sociohistórica del amor, en la psicología ha predominado una tendencia a naturalizarlo (Conde y Machado, 2011; Esteban, 2008) con la consecuencia de invisibilizar la base patriarcal sobre la que se asienta su construcción. Dado que es la perspectiva feminista la que va “desenmascarar” la sexualidad y el amor como una forma de dominación sobre las mujeres (García y Cedillo, 2011) es necesario repensarlo bajo esta mirada.
Para combatir esta naturalización, Mari Luz Esteban (2011) invita a redefinir y reconceptualizar el amor, teniendo como punto de partida su deconstrucción histórica y cultural de la noción europea/norteamericana hegemónica. Esta historización implicaría, de acuerdo con Martha Castañeda (2008), mostrar los mecanismos tanto sutiles como explícitos a través de los cuales se ha subordinado a las mujeres y lo femenino a partir de las tecnologías de género en los distintos momentos históricos.
Es así como para comprender cómo en la actualidad las mujeres significan y experimentan el amor, es necesario mirar el pasado y sus herencias culturales, particularmente los discursos, imaginarios y prácticas que en “nombre del amor” han facilitado nuestra dominación. Por ello, en este texto realizaremos un breve recorrido histórico sobre las construcciones del amor iniciando con la Edad Antigua y la Edad Media con la intención de bosquejar algunas herencias occidentales. Posteriormente revisaremos este concepto en la época prehispánica, siguiendo con el México colonial y finalmente el tiempo contemporáneo. Cerramos con algunas reflexiones que nos permitan identificar algunos mecanismos a partir de los cuales se ha posibilitado la subordinación y dominación de las mujeres a la luz de una mirada feminista, mismas que a su vez nos permitan en estudios posteriores, repensar la vida amorosa y sexual de las mujeres en la actualidad.
Entendemos que cualquier intento de revisar el amor a través del tiempo, será siempre una tarea inacabada; pues es de esperar que existan registros del pasado no recuperados, ocultos, borrados, así como también nuevos hallazgos que puedan ser analizados desde distintas miradas. Esta revisión no pretende ser exhaustiva, sino aportar elementos para desvelar el amor como una construcción histórica, social, económica y política, en tanto dispositivo que ha facilitado la dominación patriarcal sobre las mujeres en la historia.
Eros: la pasión patologizada en las mujeres de la Edad Antigua
Nuestro recorrido inicia por la Grecia de la Edad Antigua, pues es una de las primeras civilizaciones en donde encontramos el origen de gran parte de la cultura occidental. Los antiguos griegos reflexionaron y teorizaron sobre el amor basados en la mitología. Si bien Afrodita, diosa del amor, la reproducción y la belleza es bastante conocida (Munguía, 2017), Eros es la figura mitológica de la que heredamos la representación del enamoramiento como un fenómeno irracional y de pasión repentina que se manifiesta en forma de locura (Kreimer, 2012).
No obstante, Platón advirtió en su obra El Symposium (“El banquete”), cómo Eros amenaza la ética del amor, ya que el placer corporal corrompe el supuesto amor verdadero, ese que conduce a la verdad, la belleza y la bondad (Hernández, 2002). Es así como este pensador identificó el amor con el deseo, pero a su vez, asoció el deseo con la ausencia, la incompletitud y la insatisfacción (Kreimer, 2012).
A partir del discurso de pensadores como Aristófanes y Sócrates, Platón concluyó una idea del amor. Del primero, retomó la concepción del amor como el anhelo por la otra mitad, mismo que Aristófanes expone a partir del mito del andrógino, en el que narra que cuando los primeros seres humanos fueron separados, sintieron la necesidad de encontrar su otra mitad (Singer, 1992), lo que conocemos actualmente como el “mito de la media naranja” (Kreimer, 2012). De Sócrates recuperó la idea de que el amor siempre busca la bondad. De esta forma, Platón concluyó que el amor no sólo es el anhelo de alguien más, sino el deseo de poseer lo que es bueno, la belleza absoluta (Singer, 1992).
El amor platónico no es entonces un amor carnal, sino la posesión de lo bueno y lo bello. Más allá del placer, el ideal es el conocimiento, por ello ocurre en el plano de las ideas (Munguía, 2017), en donde la belleza física es sólo un medio para alcanzarlo (Kreimer, 2012). Lo que Platón no explicitó fue que el camino al amor verdadero era la homosexualidad y la pederastia, pero el mito del andrógino dejaba en claro esta consideración. De acuerdo con Aristófanes, los varones que suspiraban por su otra mitad masculina eran superiores intelectualmente a los seres femeninos; por ello el amor de un hombre más joven tenía un componente espiritual superior (Eslava, 1997).
Las mujeres por su parte se consideraban deficientes mentales (Eslava, 1997), concepción que fue impulsada por la medicina griega, particularmente por la teoría que formulaba que los humores o líquidos del cuerpo que condicionan la salud, se encontraban desequilibrados en las mujeres, lo que las hacía anatómicamente inferiores. Había que evitarlas porque el excesivo contacto con ellas podía perjudicar la perfecta esencia del hombre (Pastor, 2017). Enamorarse entonces era cosa de mujeres, una enfermedad que entrañaba la manía o la locura (Eslava, 1997), y este amor pasional debía ser castigado por los dioses (Pastor, 2017).
Derivado de estas concepciones, encontramos que en la práctica la pederastia fue elevada al rango de institución (Eslava, 1997), y formaba parte del rito de integración de los jóvenes al mundo adulto. Es así como en esta época, el adulto (erastés) instruía al muchacho (erómenos) en las virtudes necesarias para ser un ciudadano ejemplar (Singer, 1992), mientras que éste último pagaba con su belleza, ofreciendo el disfrutar de su compañía y juventud (Pastor, 2017).
El amor y el matrimonio eran cosas distintas. El primero se disfrutaba por un hombre con otro hombre, mientras que el segundo correspondía a la unión con una mujer para fines de procreación (Hernández, 2002). Casarse y tener hijos e hijas era necesario para preservar la Ciudad-Estado, también para garantizar nuevos devotos a los dioses. El sexo dentro del matrimonio era una responsabilidad y la única función de la esposa era engendrar hijos. El matrimonio tenía lugar entre un hombre en sus treinta y una mujer adolescente virgen. En realidad, se trataba de un contrato privado entre dos hombres: el que se casaba y el que cedía a la novia (padre, tutor, hermano). Ambos debían ser de la misma clase para que el patrimonio se mantuviera en la familia (Eslava, 1997).
En la noche de bodas el matrimonio iniciaba con una violación ritualizada (Eslava, 1997). Dado que lo femenino era considerado algo desequilibrador y difícil de controlar, los griegos entendían el acto sexual como una lucha de fuerzas en la que el hombre debía dominar a la mujer (Pastor, 2017). El resto de la vida matrimonial transcurría en el gineceo, sirviendo al esposo y a los hijos al margen de la vida social. Más allá de las destrezas domésticas, las mujeres griegas no recibían educación. Una buena esposa debía ser fiel, el marido en cambio podía tener diversas concubinas. Tampoco se permitían demasiadas visitas de otras mujeres porque se consideraban mala influencia para la conyugue (Eslava, 1997).
Se cree que al igual que en los hombres, la homosexualidad femenina pudo haber tenido un carácter propedéutico (Eslava, 1997), pues los registros señalan que Safo, quien vivió en la isla de Lesbos en el siglo VI a.C., dirigía una institución en la que preparaba a las mujeres para el matrimonio (Kreimer, 2012). Si bien existe una escasa presencia del amor entre mujeres en los mitos, la literatura y la cerámica (Eslava, 1997), los poemas de Safo resultan una excepción, pues sus escritos expresaban erotismo, amor y renuncia hacia estas mujeres (Kreimer, 2012).
Amor cortés: un juego para hombres de la Edad Media
La Europa de la Edad Media es otro contexto sociohistórico del cual obtenemos gran parte de la herencia cultural en torno al amor y la sexualidad. Durante esta época, el amor platónico de la Antigua Grecia se cristianizó con las Confesiones de San Agustín, quien de manera similar a las concepciones de Platón respecto a que todos los hombres amaban “el bien”, argüía que todos los hombres aman a Dios (Singer, 1992). De acuerdo con este pensamiento, el amor era entonces la adoración a Dios y el bien hacia los semejantes (Kreimer, 2012).
El cristianismo dictaba que el amor entre esposos debía ser como el amor a Dios: espiritual, contenido y recatado. Por ello el sexo se domesticó mediante el matrimonio indisoluble, y éste último se bendijo como sacramento. Las relaciones sexuales debían ser estrictamente con fines reproductivos, la virginidad se postuló como una virtud y todo lo que no estuviera destinado a la procreación se consideró pecado (Kreimer, 2012).
Pero la aristocracia tenía una idea del matrimonio sumamente distinta, como oposición a la concepción cristiana surgió el “amor cortés”, que defendía la idea de la libre elección, por considerar al amor como una fuerza ingobernable que no aceptaba los límites impuestos por el orden social (Kreimer, 2012). El amor cortés se consideraba ilegítimo y furtivo, tenía como características la inferioridad del amante, el rango elevado de la amada y el sometimiento a pruebas de destreza para ganarse el afecto de la mujer (Moore, 2012).
A partir del siglo XI, los trovadores divulgaron el amor cortés por toda Europa. Se exaltaba el amor en un lenguaje metafórico-bélico, asociando la conquista militar a la conquista amorosa (Pimenta, 2021). En un ambiente aristocrático, se trataba de una mujer noble casada con un señor noble, haciendo del amor cortés un amor adúltero y transgresor (Vinyoles, 2020). El amante pasaba por alto el estatus de casada de su amada y en ese riesgo residía su atractivo (Duby, 2012).
Las mujeres de esta época participaban de la vida social, puesto que muchas de ellas gobernaban sus castillos o haciendas en ausencia de los hombres que habían ido a la guerra. Las mujeres eran cantadas, servidas y admiradas por los trovadores (Vinyoles, 2020) y, aunque esto les confería un aparente poder, en realidad las confinaba a una relación basada en el juego y lo imaginario (Duby, 2012).
El amor cortés era en realidad un juego creado por y para los hombres; ocurría en la corte. Comenzaba con un flechazo, el asedio de la amada y la entrega del hombre a la manera de un siervo. La meta era someterla cariñosamente, dado que era un amor transgresor, lo siguiente eran los encuentros discretos y la comunicación cifrada. El código amoroso exigía que la mujer se entregara por etapas, y la satisfacción del hombre residía en la espera (Duby, 2012).
Había una división de los hombres en clases sociales: los caballeros, los nobles, los clérigos y los villanos (hombres sin recursos). En las mujeres, a las villanas se las podía acosar y hacer con ellas su voluntad, eran las damas y doncellas quienes participaban en el juego de la conquista. Si bien, los hombres tenían relaciones sexuales con prostitutas, sirvientas o incluso campesinas, a quienes generalmente violaban, éstas se consideraban “presa fácil”. La gloria se alcanzaba cuando lograban seducir a una mujer, y aún más, cuando ésta era la mujer de un hermano, un tío o el señor de poder, siendo así una hazaña simbólica que denotaba haber enfrentado un peligro extremo (Duby, 2012).
Para la iglesia, el acto sexual en el marco de la conyugalidad no se consideraba pecaminoso. Por ello formuló que el matrimonio tenía que ser un acuerdo de afectos (Duby, 2012), aunque al final se trataba de un acuerdo económico entre dos familias. A partir del siglo XIII, se produjeron cambios importantes, como el resurgimiento de la filosofía aristotélica, el derecho romano, la voz de la iglesia y la literatura misógina que impactaron en el valor que se les atribuía a las mujeres. El monto económico que se demandaba de parte de la familia de las mujeres para el matrimonio era cada vez mayor; por lo que sin una buena dote no podían casarse, así fue como pasaron a ser consideradas una carga para la familia (Vinyoles, 2012).
Muchas de ellas se casaban, pero al ser infelices en el matrimonio después se enamoraban de algún hombre joven. Otras celebraban matrimonios clandestinos, enfrentándose a sanciones severas de la autoridad paterna. Algunas otras recurrieron al convento para huir de algún contrato conyugal. Entre las que se unían en matrimonio, la violencia era aceptable, pues se consideraba que el esposo tenía la responsabilidad de corregir y educar a la esposa. Respecto a la maternidad, muchas mujeres se veían orilladas a abandonar a sus bebés recién nacidos a causa de la pobreza, enfermedad o la ilegitimidad de los hijos como fruto de amores prohibidos o violaciones. La maternidad era una tarea colectiva, pues las amigas, parientas o vecinas se involucraban en la educación de niños y niñas (Vinyoles, 2012).
Algunos registros de mujeres letradas religiosas dan evidencia de una transmisión cultural de género que incluía consejos sobre asuntos sexuales y amorosos (Vinyoles, 2012). Aunque no existen registros de erotismo entre mujeres, en una de sus cartas San Agustín advertía que el amor entre ellas debía ser espiritual y no carnal, lo que lleva a pensar en su existencia (Kreimer, 2012).
La vida sexual y amorosa en la época prehispánica: entre el miedo y la transgresión
Hasta aquí hemos revisado algunas herencias occidentales de la Grecia antigua y la Europa medieval. No obstante, como bien menciona Adriana Guzmán (2019), sería un error asumir que la historia de los pueblos de Abya Yala, territorio comprendido por el continente americano (Carrera y Ruiz, 2016), se ha construido sólo en referencia a la historia eurooccidental, como si no hubiésemos existido antes de “la conquista”. Por ello, invita a descolonizar la temporalidad, es decir, a mirar nuestra historia desde nuestro propio contexto histórico y desde nuestra propia concepción del tiempo.
En este sentido, encontramos que los diferentes grupos que ocuparon Mesoamérica crearon tradiciones culturales, lenguajes y sistemas políticos con sus propias características (Rodríguez-Shadow, 2007). Sin embargo, la mayor parte de la información de la Época Prehispánica proviene de las crónicas de evangelizadores como fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán (Trejo, 2007) quienes, vale la pena advertir, consideraron pecaminosa la concepción de sexualidad de los pueblos mesoamericanos (INAH, 2010).
Poco antes de la llegada de los españoles a Abya Yala, existía un contexto bélico y de militarismo expansionista, donde el significado devaluado de la sexualidad femenina favorecía la estructura de poder masculina (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011). La cosmovisión dual y complementaria característica de los pueblos mesoamericanos, se relacionaba con la división sexual del trabajo. Así, aunque las mujeres fueron capaces de ocupar puestos importantes, jamás igualaron a los hombres, pues se consideraba que el gobierno femenino quebrantaba las leyes divinas (López, 2010). La ideología religiosa mantenía una posición de rechazo hacia la feminidad (Rodríguez-Shadow, 2000).
El posclásico tardío (1200-1521 d.C.) es el periodo del que se posee más información. Durante esta época, se sabe que los géneros y el papel social estaba destinado desde el momento del nacimiento. Mientras que a los niños se les preparaba para la guerra, puestos políticos, funciones administrativas y rituales, a las niñas se les preparaban para desempeñarse en el ámbito doméstico (cocinar, tejer, hilar). De esta forma, los hombres tuvieron acceso a la riqueza social y al poder político (Rodríguez-Shadow, 2007).
Entre los ocho y quince años, los infantes abandonaban el seno familiar para ir a centros comunitarios que los españoles denominaron “casas de jóvenes”. El Tepochcalli fue un centro educativo destinado a los hijos de familias campesinas y artesanas, en donde adquirían formación militar. Aunque se promovía la abstinencia sexual, los jóvenes con destreza militar eran retribuidos con premios materiales, ascensos y recompensas sexuales (Dávalos, 1998).
En este contexto de lucha por el poder, las élites se valieron del matrimonio para dominar y someter a las comunidades mesoamericanas. Los matrimonios eran poligínicos y exogámicos entre los nobles, es decir, los hombres podían tener varias mujeres y se propiciaba el matrimonio entre personas de culturas diferentes (mixtecas, zapotecas, mayas, etc.) para crear alianzas entre los gobiernos. En el caso de los tributarios, el matrimonio era monógamo y endogámico, y de forma adicional se permitía el concubinato (con mujeres nobles y tributarias), la prostitución y la violación sexual (sólo con mujeres pobres) (Rodríguez-Shadow, 2007; Rodríguez-Shadow y Campos, 2011).
La sexualidad femenina era reprobada por los dioses y toda conducta sexual no permitida era sancionada con el repudio social, el castigo divino o la pena de muerte (Rodríguez-Shadow, 2000; Rodríguez-Shadow y Campos, 2011). La menstruación, la preñez y la lactancia se consideraban contaminantes, y la lujuria de las mujeres era temida porque pensaban que podía enfermar o matar a los hombres (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011). Este temor a la sexualidad femenina también se documenta en el mito de la vagina dentada de los aztecas y otros pueblos americanos, provocando miedo a la castración y la inversión sexual (Balutet, 2011).
Las mujeres debían tener una actitud de recato y pudor, pero al mismo tiempo debían permitir el acercamiento de los hombres. Las madres recordaban a sus hijas la importancia de la virginidad con la amenaza de que perderla provocaría la ruina y la vergüenza familiar (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011). Las jóvenes solteras tenían prohibido el ejercicio de su sexualidad, mientras que los hombres jóvenes podían practicar con prostitutas. El matrimonio y la fidelidad eran obligadas (Trejo, 2007), al ser sociedades patrilineales (la filiación se determina por línea masculina) y patrilocales (las mujeres se van a residir con la familia del esposo) el matrimonio aseguraba la legitimidad de la prole a la vez que se garantizaba la herencia del poder (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011).
Cuando los padres de los jóvenes decidían que ya era tiempo de casarse, se recurría a alcahuetas y casamenteras que se encargaban de buscarles mujer. La petición de la novia incluía diversos ritos entre los que se encontraba bañar a la joven en temazcal, antes de encerrar a los novios en un cuarto durante cuatro días (Trejo, 2007). Una vez consumado el acto sexual, se acostumbraba a exhibir la sangre de la mujer como prueba de su virginidad (Dávalos, 1998).
A pesar de que el matrimonio en la época prehispánica era indisoluble, existen evidencias de divorcio. Éste podía solicitarse por pereza de la mujer, esterilidad femenina, adulterio femenino, malos tratos y abandono familiar. Sólo se castigaba el adulterio femenino, la mujer infiel producía un intenso temor pues según los mexicas, ésta producía fuerzas nocivas, provocaba desgracias y generaba escándalo y abominación (Rodríguez-Shadow, 2000).
La maternidad no sólo era alentada sino obligatoria y glorificada simbólicamente. Se promovía una política pro-natalista dado que la estructura económica se fundamentaba en la explotación del trabajo de los grupos tributarios. La esterilidad no sólo era una ofensa social sino también un castigo de los dioses. Desde niñas, a las mujeres se les enseñaba que su propósito en la vida era la procreación, la educación de los menores y el servicio a los otros (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011).
Cada cultura tenía una actitud particular frente al erotismo. Los huastecos y otomíes justificaban el acto sexual al decirse creados por dioses lujuriosos. Los nahuas y mexicas, por su parte, veían en el placer sexual un don divino equiparable al alimento, la alegría, el vigor vital y el reposo cotidiano, la cuestión era moderar el disfrute como se hacía con cualquier otro regalo de los dioses (López, 2010). Los nahuas establecían que las parejas durmieran separadas para no caer en los excesos, y que la mujer no usara el cabello suelto ni pintura en el rostro y cuerpo (Dávalos, 1998). Los mayas tenían mayor variedad de prácticas sexuales, incluso la evidencia se refiere al acto mismo de hacer el amor, sin especificar su carácter homosexual o heterosexual (Houston y Taube, 2010).
La actitud de las diversas sociedades hacia prácticas como la homosexualidad, el lesbianismo y travestismo fue bastante variada, algunas veces generaba desprecio, mientras en otras era tolerada (Rodríguez-Shadow, 2007). Es difícil valorar la homosexualidad en el México prehispánico, dado que los españoles la catalogaron como “pecado nefando”. No obstante, los registros mayas la refieren como parte los ritos de paso, en los que un niño se convertía en hombre (Houston y Taube, 2010).
Se identifican dos diosas de la sexualidad en el pueblo mexica: Xochiquétzal (“flor preciosa”) quien era la metáfora de la mujer joven que daba placer sexual, libre y espontáneo, y que hacía caer en la tentación a los hombres jóvenes y castos. La otra diosa era Tlazoltéotl, quien representaba la pasión y la lujuria; adorada y temida, pues provocaba el apasionamiento en el amor y el apetito desenfrenado de los deseos carnales, provocando el adulterio (Trejo, 2007).
De la época se sabe de la existencia de conjuros y brujerías para lograr el amor deseado. Por ejemplo, entre los nahuas, los hombres debían reunir veinte pajas de la escoba que hubiese sido usada por la mujer que pretendían y posteriormente, invocaban la ayuda de Tezcatlipoca, raptor mítico de Xochiquétzal. En el caso de las mujeres estas debían agregar sangre de su menstruación a los alimentos del hombre que deseaban poseer (Dávalos, 1998).
Se consideraba transgresión sexual todo acto que infringiera la norma sexual, tales como prácticas incestuosas, homosexuales y adúlteras. Ésta última eran la más perseguida, incluso se castigaba de oficio. Entre los nahuas y otros grupos, las transgresiones sexuales constituyeron una resistencia frente al control que pretendía ejercer el Estado sobre la sexualidad y el cuerpo. De forma general, se creía que las transgresiones sexuales alteraban el orden cósmico y producían caos en la humanidad (López y Echeverría, 2010).
Entre los antiguos nahuas, las prostitutas eran conocidas como auianime (“las alegres”) ellas intercambiaban favores sexuales por dinero u otra clase de bienes (Dávalos, 1998). Si bien la prostituta era estigmatizada socialmente, su práctica era tolerada por el Estado como entretenimiento sexual. Las mujeres eran orilladas a tal práctica debido a la pobreza, otras eran entregadas por su familia como tributo, botín de guerra y algunas por voluntad propia (López y Echeverría, 2010).
Colonización de Abya Yala: la nueva restricción sexual y amorosa
Nuestros pueblos originarios tenían sus propias tradiciones culturales, así como una variedad de imaginarios, discursos, y prácticas amorosas y sexuales. Pese a tener nuestra propia historia, resulta innegable la influencia europea en nuestra cultura. Entre múltiples herencias occidentales, Abya Yala heredó de la Grecia Antigua y la Europa medieval el amor platónico y el amor cortés, mismos que se fueron mezclando y adaptando a nuestras propias cosmovisiones y costumbres a partir del proceso de colonización.
Algunas autoras asumen que el patriarcado fue una imposición europea (Mogrovejo, 2016), en tanto otras, como Adriana Guzmán (2019), defienden la existencia de un patriarcado pre-colonial o ancestral en donde si bien las mujeres de Abya Yala gozaban de mayor acceso a la tierra y participación social, igualmente sufrían discriminación y opresión. En el México prehispánico, la evidencia arqueológica apoya esta última postura pues, aunque se constata la existencia de una organización social basada en relaciones de cooperación comunitaria e intercambio en la Etapa lítica (30,000-2,500 a.C.), ésta se fue debilitando en el Pre-clásico medio (1,200-400 a.C.) instaurándose paulatinamente un poder político, social y religioso completamente masculino (Rodríguez-Shadow, 2007).
En esta instauración del patriarcado, el imaginario cultural ambivalente en torno a la sexualidad y lo femenino (atracción/rechazo, deseo/temor), así como la creación de instituciones como el matrimonio, el concubinato, la prostitución y la violación sexual de las mujeres, resultaron clave para la dominación (Rodríguez-Shadow y Campos, 2011). La hipótesis es que los patriarcas occidentales pactaron con los patriarcas andinos, combinándose, complementándose y negociando sus mujeres para perseguir puestos de poder, algo que se ha denominado entronque patriarcal (Guzmán, 2019).
La colonización de Abya Yala planteó algunos problemas para la iglesia y el estado ibéricos, pues contrario a las tradiciones europeas, nuestros pueblos originaros mostraban toda una variedad de prácticas sexuales autóctonas. El objetivo fue entonces formar familias bajo el modelo ibérico como núcleo social básico, con la intención de reproducir comunidades culturales, legales, sociales y económicas con base en sus intereses. El Estado se encargó en el “nuevo mundo” de los comportamientos sexuales y la institución matrimonial, en tanto la iglesia logró inmiscuirse en la vida íntima de las personas (Lavrín, 1991).
La obra de Santo Tomás de Aquino generó el discurso oficial amoroso en el que Dios era el centro de todo. Fue así como se institucionalizaron dos formas de amor: el amor de pareja o conyugal y el amor consagrado por voto de castidad (Rocha, 1996). El “amor honesto” fue una clase de amor defendido por la iglesia católica para legitimar un modelo de matrimonio monógamo, indisoluble y heterosexual. Iniciaba con el cortejo y tras la voluntad de los cónyuges se contraía matrimonio, germinando así en un amor conyugal asociado a la reproducción como máximo valor (Castañeda, 2016).
El catecismo de Ripalda fue el texto básico de instrucción religiosa utilizada por los novohispanos. En él se proclamaba que las mujeres debían tratar a sus maridos “con amor y reverencia”, como la iglesia a Cristo, mientras que los hombres debían comportarse con sus esposas “amorosa y cuerdamente”. La superioridad del hombre sobre la mujer era indiscutible, ellas debían a sus maridos amor, respeto, fidelidad y sumisión (Gonzalbo, 1998). El coito y el placer se justificaban en tanto medios para la procreación y educación cristiana de la descendencia. Así, las virtudes morales más valoradas fueron la virginidad, la fidelidad y el pudor (Rocha, 1996).
Aunque son pocos los datos sobre el galanteo, algunos registros señalan un periodo de enamoramiento en el que la mujer se enaltecía, lo que representaba la oportunidad para poner a prueba el carácter de hombres y mujeres. Particularmente el hombre podía comprobar en esta etapa el honor de la mujer y la preservación de su virginidad (Lavrín, 1991).
El hombre honesto debía expresar su amor en signos exteriores que recibían el nombre de “esponsales” y existían dos tipos. Los “esponsales de futuro”, que representaban la promesa de matrimonio, eso bastaba para tener relaciones sexuales sin ser moralmente condenados. No obstante, dado que el acto sexual lo convertía en matrimonio consumado, la iglesia los consideró matrimonios clandestinos, llegando a prohibirlos. Los “esponsales de presente” o “desposorios” por su parte, constituían un matrimonio legítimo y formaban parte del ritual católico. Para estas uniones se llevaban a cabo las amonestaciones, las cuales eran tres proclamas públicas para dar a conocer los nombres de los contrayentes y descartar algún impedimento (Castañeda, 2016).
Consumado el matrimonio se temía por la ociosidad de las mujeres, por lo que se proclamaba que debían tener manos y mente ocupadas en labores domésticas para evitar tentaciones. En este sentido, las mujeres españolas tuvieron un papel fundamental, pues servían de ejemplo a las nativas para implantar el modelo de familia cristiana, así como un modelo de comportamiento femenino: hijas obedientes, doncellas honestas, esposas sumisas y viudas respetables (Gonzalbo, 1998).
Los registros de los confesionarios y archivos inquisitoriales muestran como la iglesia amonestaba a quienes desafiaban sus normas morales, valiéndose principalmente del catecismo y los confesionarios. Los mandamientos sexto y noveno advertían sobre los pecados de adulterio y lujuria, por su parte los confesionarios servían para estudiar la naturaleza de las “debilidades humanas”. Tanto la confesión como la penitencia eran los instrumentos de la iglesia católica para buscar el camino de la salvación (Lavrín, 1991).
Hacia finales del siglo XVI se habían desarrollado diferentes modelos de relaciones, muchos de ellos de transgresión sexual (uniones consensuales, bigamia, brujería sexual, favores sexuales en los confesionarios, etc.). Pese al excesivo control por parte de la iglesia, la tarea de imposición no fue fácil, pues los registros dan cuenta de que las personas actuaban según sus deseos e ignoraban las consecuencias (Lavrín, 1991). Los registros de bautizos y matrimonios de mediados del siglo XVII y finales del XVIII, dan cuenta de la ilegitimidad y mestizaje que distinguió a las poblaciones urbanas de la Nueva España. Impulsadas por sus propios deseos e intereses tanto españolas como mestizas, optaban por tener hijos fuera del matrimonio, dando mayor valor a la compañía, el afecto y el apoyo económico por sobre el ideal católico de castidad (Gonzalbo, 1998).
Las mujeres veían en la iglesia un símbolo paterno y confiaban en que ésta haría que el hombre respondiera ante el incumplimiento de la promesa de matrimonio (Lavrín, 1991). Dado que los padres no podían decidir sobre el matrimonio de sus hijos e hijas, la iglesia los apoyaba efectuando las uniones a puerta cerrada y sin las proclamas públicas, llamándolos “matrimonios de conciencia”. Con el tiempo, estos matrimonios fueron prohibidos, apelando al cuarto mandamiento que hacía alusión a la obediencia de los padres (Castañeda, 2016).
Otro de los aspectos a los que se enfrentó la iglesia fue la brujería de tipo sexual. En el norte de Europa, la ilegitimidad del poder que esta práctica confería a las mujeres era blanco de persecución y exterminio mediante la cacería de brujas. En el México colonial, la superstición, la brujería y la magia se consideraban pecados y debían ser confesados y denunciados ante el santo oficio (Behar, 1991).
Con la brujería sexual las mujeres deseaban invertir la subordinación respecto a los hombres, así como obtener control sobre sus maridos o amantes. Existían redes de mujeres de todas las clases y castas que se transmitían información sobre estos remedios. La actitud de la iglesia podía tener dos efectos sobre las mujeres: quienes continuaban transmitiendo alternativas mágicas o instauraban una ideología religiosa alternativa, como pactos con el diablo para desafiar al poder de la iglesia, o bien, quienes internalizaban las ideas de la inquisición y se enojaban consigo mismas por sus actos. A menudo éstas ultimas traicionaban en el confesionario a otras mujeres, siendo así sus propias inquisidoras. A pesar de estas sanciones y traiciones, el domino simbólico que la brujería sexual les proporcionaba a las mujeres de esta época resulta innegable (Behar, 1991).
Si bien las mujeres españolas ocupaban un estrato superior a las demás, en ciertos espacios tanto públicos (tianguis, talleres, calles, plazas, iglesias, paseos) como privados (cocinas, recámaras) las mujeres convivían en una red de intercambios mezclando gustos, creencias, tradiciones y costumbres. A pesar de la condición subordinada de las mujeres novohispanas podemos encontrar prácticas de resistencias y rebeldía, pues existen abundantes testimonios de mujeres empresarias, comerciantes, propietarias, hacendadas, trabajadoras, dueñas de obrajes y talleres artesanales, así́ como maestras y costureras que realizaban su jornal fuera del hogar (Gonzalbo, 1998).
Construcción del amor romántico en el México contemporáneo
La colonización de nuestros territorios supuso también la imposición de una nueva restricción sexual y amorosa a la cual nuestros pueblos originarios se adaptaron a la vez que opusieron resistencia. Vemos entonces como no sólo vamos heredando imaginarios, discursos y prácticas en torno a lo sexual y amoroso, sino que además se van adaptando a nuestras formas y contexto.
Para entender cómo el amor romántico se va inmiscuyendo en el imaginario y las prácticas de las y los mexicanos hasta lograr instaurarse, es preciso remontarnos a la Europa de finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX en donde surge el Romanticismo, un movimiento cultural y político que rompe con el racionalismo de la Ilustración y del Clasicismo (Cruz y Rodríguez, 2020). El romanticismo proponía ver la realidad desde la libertad, la igualdad y el amor, como valores que potencian el alma humana (Yegres, 2015) por lo que fue un periodo crucial para la construcción del discurso amoroso. En este sentido, se retomó la concepción griega del amor como una fuerza dulce y arrolladora, y del amor cortés recuperó el sufrimiento como una virtud que aparecerá reiteradamente como una pasión trágica y asociada a la muerte (Kreimer, 2012).
En el contexto europeo el “amor romántico” surge a partir de otras influencias importantes, como la creación del hogar, el cambio de relaciones entre padres e hijos y la “invención de la maternidad” (Giddens, 1995). Sin embargo, Latinoamérica recibe un romanticismo reinterpretado por España y sus ideales. A diferencia de los románticos alemanes, ingleses y franceses; hispanos y latinoamericanos tuvieron una vivencia del amor caracterizada por la ambivalencia entre la “mujer amante” (protagonista del enamoramiento, la pasión y el pecado) y la “mujer esposa-madre” (protagonista del hogar e inmaculada) (Hernández, 2002).
En el caso de México, el amor romántico se desarrolló parcialmente debido a una fuerte influencia de la iglesia católica y la moral victoriana (Esteinou, 2009). Si bien el México de finales del siglo XIX destacaba como progresista y moderno en las esferas político y religiosa, culturalmente aún era un país conservador que cuidaba sus tradiciones y buenas costumbres. En la época del porfiriato, la iglesia siguió teniendo un importante papel en el orden social, conservando su poder de vigilancia sobre la vida cotidiana y la familia (Rocha, 1996).
Aunque el amor romántico aún no permeaba del todo, el concepto de amor se movía en la esfera del romanticismo. Era un amor jerárquico que se expresaba en la posesión y dominio del hombre, y la entrega y sumisión de la mujer. El noviazgo era lícito, era la oportunidad para ahondar en el afecto y el conocimiento mutuo de la pareja, aunque siempre bajo la vigilancia de los padres. La misa dominical, los bailes y celebraciones eran espacios de encuentro y era aquí donde los hombres iniciaban el cortejo y solían hacerse las declaraciones amorosas. La educación moral que recibían las mujeres exaltaba la maternidad y las madres eran a su vez las encargadas de vigilar la pureza de las hijas (Rocha, 1996).
Algunos manuales de bodas que los higienistas obsequiaban a los recién casados recomendaban prácticas favorables para que el acto sexual resultara en la fecundación, especialmente para asegurar el nacimiento de un varón. Se sugería además moderación en la frecuencia de la cópula para evitar el desgaste del cuerpo, especialmente del hombre. Estos tratados enfatizaban la peligrosidad del deseo femenino y hacían recomendaciones para regularlo. Las mujeres debían mantener sobriedad en el placer para conservar su atractivo y se les persuadía para conformarse con la satisfacción que el esposo les diera (López, 2019).
El periodo de la revolución, ya en el siglo XX, fue un importante parteaguas que modificó la vida cotidiana. Con la reconstrucción y afianzamiento del estado nacionalista se iniciaron proyectos legislativos, educativos y culturales que buscaban regir el destino del pueblo mexicano (Rocha, 1996). En 1917 por ejemplo, la Ley de Relaciones Familiares reiteró la libertad de voluntades para contraer matrimonio, así como la voluntad de disolverlo. En 1930 el estado estableció́ que el matrimonio civil debía anteceder al religioso (Esteinou, 2017) y la iglesia católica promovía el matrimonio asociado a la reproducción (Esteinou, 2009).
Se pasó también de una producción de base artesanal a otra de tipo industrial, lo que favoreció la división de los roles hombre-esposo-padre-proveedor y mujer-esposa-madre-ama de casa. Entre los años 1900 y 1950, los discursos sobre la mujer, la familia y el amor, marcaron las formas de relación y la intimidad de la pareja (Esteinou, 2017). Los periódicos y revistas incluían secciones de consulta amorosa en donde se daba por hecho que la máxima aspiración de toda mujer era casarse y tener un matrimonio feliz. No sólo se estimulaba la ilusión del vestido, la ceremonia, la luna de miel y la vida doméstica, además se reiteraban atributos femeninos como ser sumisa, callada, frágil, dulce, virgen y especialmente enfocada a la maternidad (Rocha, 1996). Incluso, en 1922 el periódico Excélsior y la Secretaría de Educación Pública (SEP) fijaron el 10 de mayo como celebración del día de las madres (Esteinou, 2017) esto ocurrió como una respuesta a los movimientos feministas nacientes en el sur del país, que exigían contundentemente derechos para las mujeres.
Es en este contexto en donde podemos ver de manera más clara la presencia del amor romántico en nuestro país. De acuerdo con Giddens (1995) en el amor romántico, amor y libertad aparecen unidos por primera vez. Implica una atracción instantánea y tiene como elementos el afecto, la absorción del otro y la búsqueda constante de la persona amada. La sexualidad se relaciona más con una cuestión de intimidad, de comunicación psíquica y encuentro reparador del espíritu.
El amor romántico coincide con el surgimiento de la novela como género literario, primera escritura dirigida a las masas en donde las protagonistas mujeres logran disolver la indiferencia del hombre y reemplazarla por su devoción (Giddens, 1995). Esto se reflejó en el México contemporáneo en una socialización en el amor que favorecía a los hombres asignándoles el papel del amo. Mientras que las mujeres debían amoldarse y reprimirse para encontrar al hombre (amo) con quien compartir su vida (Esteinou, 2017), en los hombres se justificaba el desenfreno sexual (Esteinou, 2009) apelando al estereotipo de “hombre vivido” y experimentado que lo convertía en un candidato ideal (Rocha, 1996).
Contrario al discurso amoroso de la época, la interacción de las relaciones de pareja más que en intimidad se basaban en la obediencia. La confianza generada durante el cortejo era superficial y aún en el matrimonio esta no se lograba. Mientras que las mujeres recurrían a sus amigas para compartir sus reflexiones más íntimas, los hombres se comunicaban mejor con las prostitutas. La distancia física y emocional daban lugar al desprecio, la devaluación y otras formas de violencia contra las mujeres (Esteinou, 2017).
Entre 1950 y 1970 la industrialización, la urbanización y el consumo acelerado, alteraron la vida de la población (Esteinou, 2009; Rocha, 1996). Las mujeres de clase media accedieron al trabajo y la educación, apareciendo nuevos modelos de mujeres trabajadoras. Esta mayor independencia les confería más libertad en las relaciones. El noviazgo ya no era un compromiso definitivo sino un preámbulo para un posible matrimonio. Se podían tener múltiples noviazgos y las expresiones de amor podían hacerse públicas, la sexualidad comenzó a ejercerse independiente a la procreación (Rocha, 1996). Las parejas establecían vínculos afectivos más duraderos y la vida en pareja ponía énfasis en el amor y cuidado mutuo, persiguiéndose un ideal de compañerismo orientado fuertemente por el amor romántico (Esteinou, 2009).
Durante esta época, la sociedad mexicana tuvo una importante influencia que condujo al consumismo: los modelos norteamericanos de conducta (Rocha, 1996). En Estados Unidos, a principios del siglo XX las empresas e industrias promovían una fórmula romántica basada en el consumo, codificando el amor romántico en imágenes de intimidad erótica, ocio y lujo, promovidos mediante el cine y la publicidad (Illouz, 2009). En México se utilizó a la mujer como instrumento de propaganda, se estimulaba a la adquisición de aparatos electrodomésticos y se ligaba el consumo de productos cosméticos a la seducción, el éxito en el amor y la felicidad. También se promovían los encuentros en fiestas, centros de trabajo, paseos en automóvil y salidas al cine (Rocha, 1996).
La modernización del país y la influencia del extranjero propiciaron un discurso alternativo de la sexualidad y el amor, en donde esta vez el placer tenía un lugar privilegiado. No obstante, el discurso moralizador de la iglesia continuaba presente. Las relaciones sexuales antes del matrimonio, el divorcio, la poligamia y el amor libre eran denunciadas como desviaciones del verdadero amor. Los consultorios sentimentales obedecían a este discurso y advertían sobre los peligros de estas transgresiones. Con el tiempo estos consultorios fueron reemplazados por profesionales de la conducta humana tales como médicos, psicólogos e higienistas (Rocha, 1996). Pese a la idea de que en el amor romántico las parejas se complementaban, esta complementariedad más bien develaba las desigualdades y jerarquías al interior de las relaciones (Esteinou, 2009).
De 1970 al 2000 ocurrieron algunos cambios económicos, demográficos y socioculturales aún más drásticos. El tamaño de la familia se redujo, tenían un promedio de vida más larga lo que daba lugar a mayor cohesión, pero también a la aparición de tensiones y conflictos. Si bien se mantuvo la libre elección para el matrimonio y las relaciones eran duraderas, cada vez más las personas evaluaban su vida en pareja en función de la satisfacción emocional que les brindaba, buscando mayor intimidad, empatía, comprensión emocional y satisfacción sexual en sus relaciones, dando lugar a una variedad de estilos y significados de la pareja. A pesar de estos cambios, las desigualdades al interior de la pareja continuaban y podían reflejarse en los conflictos respecto a la negociación en la distribución de los roles, el trabajo extra doméstico de las mujeres y en las dificultades de comunicación (Esteinou, 2009).
Acercándonos a la época contemporánea, Pedroza (2015) menciona que las relaciones de pareja cada vez establecen menos compromiso a largo plazo y se suele prestar mayor atención a las propias necesidades. Es así como un rechazo a la institucionalización del amor ha cobrado fuerza diversos tipos de relación como el amor libre, el poliamor y las relaciones abiertas (Alberich, 2019). Respecto al amor romántico, en la actualidad existen algunas tensiones respecto a su vigencia. Por un lado, algunos estudios insisten en la vigencia de los ideales románticos tradicionales (Cubells y Calsamiglia, 2015; Ferrer-Pérez et al., 2010; Flores, 2019; García et al., 2019; Marroquí y Cervera, 2014), en tanto otros plantean la transición hacia nuevas concepciones y prácticas de lo amoroso (Aldana, 2018; Carlos et al., 2019; Pérez y Palma, 2018; Rodríguez, 2019; Rodríguez y Rodríguez, 2016; Sánchez-Sicilia y Cubells, 2018; 2019; Soriano-Ayala y García-Serrán, 2019; Tenorio, 2012). Una reflexión importante en trabajos futuros será dar cuenta de qué tanto estas formas de relación contrahegemónicas, realmente se apartan de las concepciones patriarcales que facilitan la dominación de las mujeres.
Como lo vimos a lo largo de esta revisión, las concepciones, imaginarios, discursos y prácticas amorosas se adaptan a las transformaciones demográficas, económicas y políticas de cada sociedad en una época determinada. El patriarcado logra adaptar la construcción sociocultural del amor para sus fines en donde la dominación también toma formas diversas a veces sutiles y otras explícitas a las que nuevamente las mujeres resistimos. En la actualidad, para aproximarnos al amor y la dominación patriarcal, será necesario considerar el papel que juegan las tecnologías de la información y la virtualidad, la reciente pandemia mundial por COVID-19, así como la fuerza que han cobrado los movimientos feministas en la lucha por la transformación social de las mujeres, por mencionar algunos ejemplos.
Algunas reflexiones en torno a la relación del amor romántico con la dominación patriarcal
Hasta aquí hemos revisado la historia del discurso amoroso y su relación con la sexualidad y la dominación patriarcal. Si bien algunos mecanismos de subordinación de las mujeres han sido evidentes, a continuación, enfatizamos algunos de ellos. El amor es una construcción histórica, social, económica y política en la que el papel del patriarcado es fundamental pues es éste quien determina sus significados, discursos, imaginarios y prácticas en función de sus intereses. De forma general, podemos decir que a) el poder y organización social ha estado históricamente en manos masculinas y que b) en esta dominación patriarcal el amor ha sido un mecanismo que facilita el control y apropiación de las mujeres. No obstante c) ha existido una resistencia colectiva frente a ella pues las mujeres hemos buscado nuestra supervivencia creando redes de apoyo y acompañamiento.
El poder y la organización social en el dominio masculino
Como evidencia de que el poder y la organización social ha estado históricamente en manos masculinas, en la presente revisión dimos cuenta de que en la Grecia Antigua son las voces de pensadores hombres como Sócrates y Platón las que resultan privilegiadas, sin mencionar que la homosexualidad masculina y la pederastia son muestra de las alianzas y transmisión generacional del poder entre hombres. Durante la Edad Media, pese a la diferencia de clases, las grandes esferas del poder se encontraban en manos de señores, nobles, clérigos y militares; en tanto en la Época Prehispánica el poder político, social y religioso fue negociado entre los hombres de los pueblos originarios y los colonizadores.
Pero el patriarcado no actúa solo, se vale de estrategias y diversas instituciones para lograr mantenerse. Con la llegada de los españoles un nuevo patriarcado se fue instaurando, valiéndose del Estado, la formación de la familia patriarcal y principalmente de la iglesia para instaurar un orden social. Esto es lo que Kate Millet (1969) llama “triada familia-sociedad-Estado”, en donde el apoyo de la iglesia es fundamental. Millet explica que la familia constituye una unidad patriarcal cuya principal aportación es la socialización de hijas e hijos de acuerdo con su categoría sexual, así como para mediar y gobernar por medio de los jefes de familia a quienes la iglesia otorga autoridad familiar.
Es entonces la familia, la principal instancia encargada de una socialización diferencial. Dicha diferenciación, es para Susan Cavin (1985) una “segregación sexual”, es decir, una práctica socialmente rígida que organiza y separa a las personas bajo el criterio de su sexo. Esta puede ser de tipo horizontal (cuando se da una separación física y del espacio) o de tipo vertical (cuando dicha separación es social, económica o política por medio de la estratificación social). Como ejemplo de segregación horizontal, vemos como en la Grecia Antigua los hombres eran consignados a la institución pederastica en tanto las mujeres recibían enseñanzas domésticas y de cuidado dentro del gineceo. En la época prehispánica, las niñas y los niños acudían a centros educativos para ser instruidos en habilidades diferenciadas. Desde entonces los hombres han sido socializados hacia el espacio público, en tanto las mujeres lo son en el espacio privado, siendo la madre la principal responsable del cumplimiento de estos mandatos, especialmente en torno a la vida sexual y amorosa.
Pero esta segregación, también ha sido vertical pues a lo largo de la historia el patriarcado ha contado con la colaboración de diversas instituciones que dividen a hombres y mujeres con claras desventajas para nosotras. Iniciando con la iglesia, esta logra inmiscuirse en la vida privada a partir de sus leyes y sanciones, así como por medio de los jefes de familia. En este sentido, resulta interesante cómo en las primeras civilizaciones, tanto europeas como latinoamericanas permea una religión politeísta (Grecia) y de cosmovisión dual (Mesoamérica), misma que se convierte en monoteísta en la Europa de la Edad Media y el México colonial. Es así como la iglesia no sólo impone una misma cosmovisión en ambos contextos, sino que también sus leyes explicitan y justifican la subordinación de las mujeres para el mantenimiento del patriarcado. Como instrumentos de control social, la iglesia utilizó los confesionarios y el catecismo para estudiar y moldear el comportamiento durante la época colonial, sin mencionar las sanciones de la santa inquisición. Más tarde, como contrapeso al poder de la iglesia en el México del siglo XX, el Estado desarrolló diversos proyectos educativos, culturales y legislativos para regular el matrimonio y enaltecer la maternidad. Para 1950 la colaboración del capitalismo cobró fuerza bajo la influencia estadounidense en la medida en que el consumismo ayudó a orientar un orden social hacia los intereses del patriarcado.
De igual forma, el discurso científico ha sido relevante para oprimir a las mujeres, pues a través del mecanismo de bio-poder descrito por Foucault (citado en Giddens, 1995) se han creado discursos que patologizan a las mujeres y la sexualidad femenina. Como evidencia encontramos que, desde la Grecia Antigua, la medicina concebía a las mujeres como naturalmente inferiores y enfermas. En la época prehispánica, condiciones biológicas como la menstruación, preñez y embarazo se consideraban aberrantes y contaminantes. En el México de los siglos XIX y XX, el discurso científico no sólo patologizó a las mujeres, sino que sus cuerpos y prácticas sexuales giraban en torno al placer de los hombres y la reproducción, lo que fue impulsado en principio por higienistas con ayuda de consultorios amorosos y más tarde abrirían la puerta a los profesionales de salud.
Este discurso científico misógino, bien puede enmarcarse en lo que Amelia Valcárcel (1993) identifica como misoginia romántica, un pensamiento que no sólo ha reproducido la idea de que la desigualdad entre hombres y mujeres es natural, sino que también descalifica a las mujeres con base en rasgos generales menospreciativos supuestamente compartidos por todas. Amelia Valcárcel ubica su desarrollo en el Romanticismo, bajo el impulso de autores como Rousseau, Hegel y Schopenhauer a lo largo del siglo XIX. Surge como reacción al discurso Ilustrado sobre la igualdad de los sexos y a las vindicaciones que plantearon las mujeres durante la Revolución Francesa. El Romanticismo retomó el naturalismo no sólo para identificar a la mujer y su supuesta inferioridad con la naturaleza, sino además para esencializarla. Si bien, para la autora la misoginia romántica constituirá un entramado filosófico que ha legitimado la inferioridad de las mujeres y ha justificado su exclusión del espacio público (Valcárcel, 1993) en la presente revisión ha quedado en evidencia que tanto la filosofía como el discurso científico se tiñen de misoginia para el mantenimiento del patriarcado.
Finalmente, en la instauración y mantenimiento del patriarcado, las mujeres hemos sido objetos de transacción. Los matrimonios, la prostitución y las violaciones de mujeres han sido utilizados para intercambiar tierras, bienes o pactar acuerdos entre grupos dominantes. El derecho que los hombres se adjudican sobre las mujeres es legitimado con lo que Carole Pateman (1995) denomina contrato original, un pacto socio-sexual que establece el derecho político de los hombres sobre las mujeres y el acceso público a nuestros cuerpos.
En este sentido, Colette Guillaumin (2005) explica que, al ser concebidas las mujeres como bienes materiales, nuestra apropiación toma la forma de un contrato. Es así como el matrimonio es un contrato individualizado que legaliza y confirma una relación social que existe antes y por fuera de él: la apropiación material de la clase de las mujeres por la clase de los hombres (sexaje). Esto se observa con claridad en la Edad antigua, la época medieval, prehispánica y el México colonial pues los contratos matrimoniales representaban un acuerdo económico para preservar el poder de los varones entre las familias. Particularmente en la época prehispánica, se buscaba que estos intercambios se dieran entre culturas diferentes para crear alianzas. No obstante, como revisaremos en el siguiente apartado, este contrato se romantiza para disfrazarse de una libre elección, aunque de fondo la intención patriarcal de subordinar a las mujeres se mantenga en esencia.
El amor como dispositivo que facilita la dominación sobre las mujeres
Las construcciones sociales que se han hecho sobre el amor y la sexualidad han sido también un dispositivo patriarcal. La vida sexual y amorosa se configura a partir de discursos, imaginarios y representaciones a los que las personas se adaptan, pero frente a las cuales generan resistencias. Alexandra Kollontai ya denunciaba en 1923 que en todas las épocas la humanidad ha dictado normas que determinan cuando y en qué condiciones el amor se considera legítimo en la medida que se alinea a los objetivos de la sociedad (Kollontai, 2017).
Es así como las concepciones en torno al amor han ido cambiando en el tiempo. El amor platónico se cristianizó en la Edad Media al poner en el centro a Dios como valor máximo. En oposición a la idealización de lo divino surgió el amor cortés, el cual no sólo se centró en la idea del amor apasionado y de libre elección, sino que además se creó la falacia de enaltecimiento hacia las mujeres con el fin de conquistarlas. La intención nunca fue subvertir la subordinación de las mujeres, el lenguaje metafórico que asocia la conquista militar a la conquista amorosa es delator de su intención de dominación.
Aunque en la época prehispánica, el amor y la sexualidad tenían para entonces concepciones y prácticas distintas a la moralidad sexual europea, estas herencias prehispánicas se mezclaron con la herencia occidental y se mantienen hasta nuestros días. Aún en la actualidad el amor se asocia al flechazo de Eros, con encontrar la media naranja (mito del andrógino), con los caballeros que cantan a la dama y enaltecen el amor imposible, transgresor y teñido se sufrimiento. Por ello es preciso decir, que en la época colonial no sólo ocurrió la colonización de nuestros territorios sino también de la vida sexual y amorosa en donde un solo Dios se volvió el centro de todo y se buscó un amor honesto que condujera a la reproducción como bien verdadero.
Ya en el siglo XIX, con un romanticismo digerido por los españoles, México comienza a vivir un amor jerárquico que demarcaba la división sexual del trabajo enfatizando la entrega y sumisión de las mujeres. Aquí la concepción del amor cambió, disfrazándose de libre elección, de intimidad y flexibilizando las prácticas de cortejo. Para el siglo XX, bajo un discurso amoroso que idealizaba el matrimonio, la celebración de la boda enalteció lo femenino asociado a la vida doméstica. Con la supuesta libre elección y la libertad sexual, se instauró el amor romántico en donde el consumismo se encargó de elevar los ideales y aspiraciones del amor asociado al placer, la felicidad y el éxito. No obstante, si bien la meta era encontrar la satisfacción y la felicidad, al interior de la pareja ocurrían conflictos, tensiones y violencias.
Tal parece que la construcción sociocultural del amor se adapta a las transformaciones demográficas, económicas, políticas y tecnológicas de cada época. Como muestra, recordemos que en su origen el matrimonio no estaba ligado al amor, lo vemos en la antigua Grecia y en la Edad media en donde el matrimonio era un deber para con los dioses y la defensa del Estado. En el México colonial, el amor honesto orientado hacia el matrimonio y la reproducción comienza a ser mayormente impulsado por la iglesia, pero es hasta el siglo XX con el amor romántico y su libre elección, búsqueda de intimidad y consumo romántico que el vínculo amor-matrimonio queda establecido.
En este sentido, el matrimonio no deja de ser como bien lo señalaba Colette Guillaumin (2005) un contrato individualizado que legaliza y confirma la apropiación material de las mujeres por la clase de los hombres, pero que se flexibiliza y adapta a las nuevas demandas de la época. Es así como el matrimonio se idealiza y se disfraza de libre elección. De acuerdo con Ana de Miguel (2015), en sociedades que se orientan hacia una igualdad formal, la desigualdad y dominación patriarcal ya no se reproduce sobre la coacción explícita de las leyes ni por la aceptación de las ideas sobre la inferioridad de la mujer, sino por la “libre elección” de aquello a lo que en realidad se nos orienta a partir de mecanismos estructurales e ideológicos.
Para esta autora, el amor romántico es uno de los muchos ejemplos de este aparente consentimiento (de Miguel, 2015). Otro ejemplo que ha quedado en evidencia en la presente revisión es la maternidad, pues al igual que el matrimonio, no siempre estuvo ligada al amor, aunque sí a la identidad femenina y al deber político y religioso. Para que el cumplimiento de la reproducción surtiera efecto, tanto la iglesia como el estado se han valido de la glorificación simbólica e idealización de la maternidad, lo que siguiendo a Ana de Miguel (2015) puede conducirnos a una aparente libre elección. No obstante, como bien lo señala Guillaumin (2005), pese a que somos las mujeres quienes sobrellevamos la carga material que implica la tarea de reproducción, cuidado y crianza, los hijos e hijas son considerados pertenencias y posesiones del patriarcado, pues la apropiación de las mujeres implica también que los hombres se apropian de nuestros cuerpos y los productos de estos.
Ahora bien, estas concepciones del amor han logrado crear representaciones que subordinan, rechazan, temen y patologizan no sólo a las mujeres y lo femenino, sino también nuestra sexualidad y formas de vivir el amor. En la edad antigua, el amor apasionado se patologizó en las mujeres considerándonos no sólo inferiores e intelectualmente limitadas, sino enfermas al no controlar nuestros impulsos sexuales. En la época prehispánica, la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos no sólo polarizó a hombres y mujeres, sino que también rechazó todo lo femenino, instauró una división sexual del trabajo con desventaja para las mujeres y creó una sexualidad femenina sucia, patológica y transgresora llegando a ser temidas y asociando múltiples mitos y representaciones divinas a este miedo.
Lo anterior deja en evidencia que, a través de la historia, las mujeres hemos sido vistas como “lo otro” tal como lo planteaba Simone de Beauvoir (1949), y en términos del amor y la sexualidad esto no ha sido la excepción. De acuerdo con de Beauvoir (1949) los hombres no sólo no se identifican con el sentimiento de “los otros” al ser ellos el centro del mundo y quienes detentan el poder, sino que este poder les ha permitido crear una cultura que en lo que respecta a lo amoroso ha sido diferencial y ventajoso para ellos, mientras que para nosotras el amor representa la dimisión total en beneficio de un amo.
En este sentido, aunque Ana de Miguel (2015) afirma que el amor romántico tuvo un importante papel en la rebelión de las mujeres al defender el derecho a elegir pareja, reconoce que el problema principal con el amor reside en la ausencia de reciprocidad, pues mientras que para los hombres el amor es parte de un proyecto de vida global, en las mujeres el amor se ha asociado con la entrega absoluta dando lugar a la explotación de nuestras capacidades. Por ello, Marcela Lagarde (2012) denuncia que la opresión de las mujeres encuentra en el amor uno de sus cimientos, porque la entrega, la servidumbre, el sacrificio, la obediencia y la amorosa sumisión a otros, conforman desigualdades y formas extremas de opresión en donde el amor es vivido en un continuum junto al poder.
Podemos ver hasta aquí cómo los discursos, imaginarios y prácticas del amor, se han construido en torno al matrimonio, la maternidad y el control de la sexualidad femenina. Particularmente, existe un elemento de fondo: la heterosexualidad. Lo que han dado por hecho todos estos imaginarios y concepciones del amor, es su carácter heterosexual. Para Monique Witting (1992) la heterosexualidad es un régimen político que se basa en la sumisión y apropiación de las mujeres. Al ser ordenadora de la sociedad, la heterosexualidad permite al patriarcado apropiarse de nuestro trabajo productivo y reproductivo.
La heterosexualidad por sí misma no es opresiva para las mujeres, lo que resulta opresor es su obligatoriedad social (Garzón, 2011). Para Adrienne Rich (1981) la imposición de la heterosexualidad es difícil de reconocer como consecuencia del control que se ejerce sobre nuestra subjetividad, pues recurre a estrategias como la erotización de la subordinación de las mujeres para su control sexual, así como la idealización del romance heterosexual y el matrimonio. Este adoctrinamiento en el amor inicia desde la infancia, a partir de los cuentos de hadas, la televisión, el cine, la propaganda, las canciones, los espectáculos matrimoniales, etc. Es como propone Mari Luz Esteban (2011), un ideal amoroso en forma de esquema cultural que se internaliza y se ritualiza a lo largo de toda la vida, una performatividad amorosa.
Para Monique Witting (1992), la heterosexualidad como régimen establece una serie de categorías que funcionan como conceptos primitivos para diversas disciplinas y teorías, lo que denomina “pensamiento heterosexual”. Inspirándose en ella, Mari Luz Esteban (2011) propone el término “pensamiento amoroso” entendido como una ideología cultural, una forma particular de entender y practicar el amor que surge en la modernidad y va transformándose y reforzándose hasta nuestros días. Una configuración simbólica y práctica que influye directamente en la producción de símbolos, representaciones, normas y leyes, y orienta la conformación de las identidades sociales y genéricas, los procesos de socialización y las acciones individuales, sociales e institucionales.
El pensamiento amoroso, se transforma y adapta al contexto histórico, social, económico y político moldeando la subjetividad de las mujeres siempre en función de intereses patriarcales. Una consideración para tener en cuenta en futuras investigaciones es justamente cómo el amor en tanto construcción patriarcal se adapta a las nuevas demandas y características de la época.
Resistencia colectiva de las mujeres frente al dominio patriarcal
A pesar de que el patriarcado se ha valido de discursos, imaginarios y representaciones del amor que facilitan la dominación, las mujeres no hemos permanecido pasivas, la resistencia colectiva ante la imposición de una vida sexual y amorosa es clara en las distintas épocas revisadas. Catalogar todo lo que se saliera de la norma como una transgresión y crear estrategias discursivas de control y sometimiento como “castigos de los dioses”, “pecado”, “inmoralidad sexual” y “enfermedad”, da cuenta de la resistencia a la que se enfrentó el patriarcado.
Pese al imaginario amoroso predominante de cada época, las personas parecían tener concepciones del amor y modelos de relación distintos a los impuestos por el patriarcado, por lo que se rebelaron a través de prácticas de resistencia como: matrimonios clandestinos, esponsales de futuro, vinculaciones sexoafectivas diversas, entre otras. De igual forma, prácticas como conjuros y la brujería sexual aparecen como formas de resistencia para buscar el amor deseado o subvertir la dominación patriarcal al interior de las relaciones.
Vale la pena resaltar que estas resistencias no sólo ocurrieron en lo individual, sino también en lo colectivo. A lo largo de la historia, a las mujeres se nos han negado espacios de encuentro, únicamente nos han sido permitidos en la medida en que estos confieren servicios a los hombres. Para Susan Cavin (1985) la heterosexualidad obligatoria es el mecanismo mediante el cual las mujeres no sólo somos atadas a un hombre, sino también separadas de otras mujeres. La hostilidad entre nosotras es una condición que permite al patriarcado la explotación de nuestra capacidad productiva y reproductiva.
En el caso de la Grecia antigua, por ejemplo, las mujeres fueron confinadas al gineceo y se les prohibían las visitas e interacción social con otras mujeres. La enemistad entre mujeres es evidente en la época colonial, cuando la iglesia promovía la traición y la denuncia entre mujeres de actos de brujería en los confesionarios. Aquí la promoción en la internalización de la inquisición y una socialización femenina en torno a la culpa, fueron claves para la enemistad histórica entre nosotras. De igual forma, las pocas evidencias del amor entre mujeres dan cuenta de un registro parcial de la historia que ha borrado la existencia del lesbianismo.
A pesar de lo anterior, las relaciones homosociales de mujeres, aquellas en las que se mantienen lazos, resultan fundamentales en la formación y conservación de la familia, la comunidad y la sociedad (Cavin, 1985). No por nada a pesar de la opresión masculina algunas mujeres nunca, ni siquiera por un tiempo, nos alejamos de otras mujeres que nos son significativas (Rich, 1981). Si bien en esta revisión ha sido evidente la insistencia del patriarcado por separarnos y enemistarnos, también podemos observar cómo las mujeres hemos generado la creación de espacios de encuentro y redes de apoyo, en los que la escucha y el acompañamiento, incluso entre mujeres de diversas clases y etnias han tenido lugar. En la Edad Media, esta oportunidad ocurría tras las paredes de los conventos al ser recluidas por alguna transgresión. La maternidad colectiva durante esta época también es muestra de una red de apoyo. En el caso del México colonial, si bien las mujeres españolas servían como modelos de comportamiento a seguir para el nuevo orden social, existe evidencia de convivencia tanto en espacios públicos como privados, incluso una transmisión de alternativas mágicas y de brujería sexual para resistir y rebelarse ante la dominación. Es por eso por lo que, en la resistencia a la imposición sexual, amorosa y a la dominación patriarcal, las redes entre mujeres resultan clave para la transformación social y la liberación de la mitad de la humanidad.
Historizar el amor y la dominación patriarcal nos permite repensar la vida amorosa y sexual de las mujeres en la actualidad. Contrario a la tendencia universal y naturalizadora del amor en la psicología, es necesario que este campo de conocimiento integre una mirada critica e histórica particularmente feminista en la subjetividad de las mujeres, nuestro sufrimiento y nuestra resistencia en un mundo en el que continuamos siendo subordinadas, violentadas y asesinadas en nombre del amor. Desvelar la base patriarcal sobre la que se asientan las concepciones, discursos, imaginarios y prácticas amorosas, nos permite señalar el problema y desarrollar estrategias para la transformación social.
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Acerca de las autoras
Katia Cecilia Uresti Maldonado (psic.kurma@gmail.com) es estudiante del Doctorado Interinstitucional en Psicología (DIP) adscrita a la Universidad de Guanajuato (México). Tiene maestría en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Autónoma de Tamaulipas (México), y es licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Tamaulipas (México). Actualmente es docente e investigadora en la UAT, colaborando en proyectos de Psicología Clínica y de la Salud, y Estudios de Género. Contribución al artículo: conceptualización, investigación, redacción (borrador original). (ORCID 0000-0002-3414-5684 ).
Gloria Elizabeth García Hernández (eligarciah@hotmail.com) es doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Sociología por el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, A.C (México). Es licenciada en Psicología y maestra en Psicología social por la Universidad Nacional Autónoma de México (México). Actualmente es docente e investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, y miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel II, con Perfil PRODEP. Contribución al artículo: supervisión, redacción (revisión y edición). (ORCID 0000-0002-6386-3431).
María Gabriela Luna Lara (gabyluna@ugto.mx) es doctora en Psicología por la Universidad de Barcelona (España). Es licenciada en Psicología y maestra en Psicología social por la Universidad Nacional Autónoma de México (México). Actualmente es docente e investigadora en la Universidad de Guanajuato. Contribución al artículo: supervisión, redacción (revisión y edición). (ORCID 0000-0002-4198-3950).
Recibido: 26/05/2022
Aceptado: 25/10/2022
Cómo citar este artículo
Uresti, K. C., García, G. E. y Luna, M. G. (2022). Historizando el amor y la dominación patriarcal: Reflexiones para repensar el amor en la actualidad. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 26(47). https://doi.org/10.33064/48crscsh3729
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