Digitalizar la etnografía en pandemia. Ajustes metodológicos en una investigación sobre grupos de ayuda mutua en salud mental


Digitalizing Ethnography during the Pandemic. Methodological Adjustments in a Research about Mutual Help Groups in Mental Health




JESÚS MARTÍNEZ SEVILLA

Universidad de Granada, España




Resumen

En este artículo reflexiono sobre los ajustes metodológicos provocados por la pandemia de la COVID-19 en mi investigación sobre prácticas de cuidados en Grupos de Ayuda Mutua en salud mental. Señalo tanto los cambios como las continuidades que la necesaria adaptación a escenarios digitales ha supuesto en la investigación. Primero esbozo el punto donde se encontraba el proyecto antes de la pandemia. Después hago una narración situada del impacto de la pandemia en mi vida personal y profesional, resaltando cómo afectó a mi investigación. A continuación profundizo en mis reflexiones metodológicas: ilustro cómo el uso de herramientas digitales implicó una adaptación (no una reinvención) de la mirada etnográfica; cómo se reconstituyó el campo de observación; y comento la necesidad de abordar dichas herramientas como objeto de reflexión en sí mismo. Muestro asimismo los caminos que dicha adaptación abrió para mi investigación. Concluyo señalando las principales lecciones que extraigo del proceso.

Palabras clave: etnografía digital; COVID-19; Grupos de Ayuda Mutua; cuidados.




Abstract

In this article I reflect on the methodological adjustments prompted by the onset of the COVID-19 pandemic in my research about care practices in mental health Mutual Aid Groups. I highlight the changes and continuities that the necessary transition to digital platforms as a locus of research has entailed. I start by outlining the point my project was at before the pandemic hit. Then I offer a situated account of the impact of the pandemic on my personal and professional life, pointing to its effects on my research. I then expound on my methodological reflections, showing how the use of digital tools required an adaptation, not a reinvention, of the ethnographic gaze; caused a reconstitution of the field; and created the need to reflect on these tools themselves. I also show the paths this adaptation opened for my research. I conclude by presenting the main lessons learned from the process.

Keywords: digital ethnography; COVID-19; Mutual Aid Groups; care.









La pandemia de la COVID-19 y las medidas políticas y sanitarias con las que se ha respondido a la misma han supuesto un cambio trascendental en los patrones de relación de los seres humanos. La distancia social y la reducción de la movilidad se han convertido en la “nueva normalidad”, y como consecuencia de ello el uso de las tecnologías digitales ha aumentado cuantitativa y cualitativamente, abarcando cada vez más ámbitos (Vargo, Zhu, Benwell y Yan, 2021). Las consecuencias para la vida social están siendo enormes. Necesariamente, esto también está suponiendo un cambio en las formas de investigar de las ciencias sociales. No solo la propia realidad a estudiar está cambiando: nuestras herramientas para investigarla también. En este artículo reflexiono sobre los ajustes metodológicos que he realizado en mi investigación doctoral a consecuencia de la aparición de la pandemia de la COVID-19, resaltando tanto los cambios como las continuidades que se han producido. Quiero hacerlo además de manera situada, contextualizando mi investigación en mi situación vital, que evidentemente se vio también afectada por las circunstancias.

La forzosa adaptación a escenarios digitales de mi investigación me ha invitado a reflexionar sobre la etnografía digital; sin embargo, considero que sería un error presentar esta transición a lo digital como absolutamente novedosa o rompedora. En primer lugar, porque lo que provocó esa transición fue la respuesta social a la pandemia, cuyos efectos fueron más amplios que el mero traslado a lo digital de muchas de las actividades sociales que previamente se hacían en diversos espacios físicos. En segundo lugar porque, dado que uso la etnografía como marco, la flexibilidad metodológica, la reflexividad y la atención al detalle ya formaban parte de mi acercamiento a mi objeto de estudio. En este sentido coincido con Edgar Gómez Cruz (2018), quien sugiere, mediante el concepto de “etnografía celular”, que lo que necesitamos es desarrollar una “reflexividad tecnológica”, integrando las herramientas y escenarios digitales, sus posibilidades y limitaciones, en el proceso reflexivo de la etnografía simpliciter. Comparto el espíritu de lo que dice el propio Gómez Cruz: de fondo, el criterio clasificatorio más importante es si la etnografía “se hace bien, o se hace mal” (2018, p. 81).

Para mí, la etnografía que se hace bien es la que aplica la reflexividad a todo el proceso, desde el planteamiento de las hipótesis hasta después de publicados los resultados (nuestras investigaciones terminan, pero las personas con las que trabajamos siguen ahí), e incluyendo a la propia persona investigadora en su escrutinio. Es la que entiende esta reflexividad en clave política, poniendo las relaciones de poder en primer plano del análisis. En definitiva: es la que aplica las contribuciones epistemológicas de la antropología feminista (Gregorio Gil, 2006). En concordancia con estas ideas, este artículo no será una presentación idealizada de unos resultados, sino que intentaré mostrar todo el proceso, es decir, haré una presentación situada de mi investigación que permita comprender mis motivaciones, abriendo así la investigación al examen propio y ajeno. He querido además incluir lo que solemos suprimir porque no encaja, los momentos de duda, desorientación y atasco, “aquellos [momentos] que no se describen ni siquiera en la metodología, pero que conforman el encuadre oculto de la misma”: lo que Ruiz Trejo y García Dauder agrupan bajo el concepto “epistemologías del fuera de campo” (2018, p. 71). Mi intención es que este ejercicio de apertura radical sirva de referencia metodológica, en la línea que señala Gómez Cruz: frente a las “propuestas anquilosadas que se basan en responder a la cuestión de cómo hacer un estudio”, como si pudiera dictarse una receta a replicar paso por paso, este texto es metodológico porque toma “el camino de la reflexión sobre cómo se [ha] hecho [mi investigación] y qué podemos aprender de ell[a]” (2018, p. 84).

Empezaré el artículo esbozando mi investigación doctoral hasta llegar al punto en que me encontraba antes de la pandemia. En la siguiente sección haré una narración situada del impacto de la pandemia en mi vida personal y profesional, explicando cómo y por qué mi investigación se vio afectada y las oportunidades que surgieron con estos cambios. La cuarta sección concentrará las reflexiones metodológicas, ilustrando cómo el traslado a escenarios digitales implicaba una adaptación (no una reinvención) de la mirada etnográfica, y mostrando los caminos que dicha adaptación abrió para mi investigación doctoral. Por último, presentaré unas conclusiones en las que reflejaré las principales lecciones que extraigo de este proceso.

Una hipótesis para una tesis: cuidados y grupos de apoyo mutuo en salud mental

Mi proyecto doctoral se centra en investigar las prácticas de cuidado que se producen en los Grupos de Apoyo Mutuo (GAM) de salud mental. Mi interés por este tema surge de mis investigaciones previas en este ámbito. Durante el transcurso de mi trabajo etnográfico en un hospital de día (Martínez Sevilla, 2018), conocí la existencia de movimientos protagonizados por personas diagnosticadas de trastornos mentales graves que están reivindicando el valor epistemológico de su experiencia en primera persona (Corstens, Longden, McCarthy-Jones, Waddingham y Thomas, 2014). Cabe destacar que el concepto de “Trastorno Mental Grave/Severo” no está en realidad bien definido: es un término genérico para referirse a trastornos diversos. En la práctica se usa a menudo como eufemismo para hablar de quienes se convierten en pacientes crónicos, en particular (pero no exclusivamente) quienes padecen síntomas psicóticos (Alegre Agís, 2016).

Estos movimientos denuncian el enfoque epistemológico y terapéutico de las disciplinas psi, que sitúa siempre a los profesionales psi en el lugar del saber y a quienes sufren en el lugar del no saber (García-Valdecasas y Vispe, 2017), construyendo el significado de sus padecimientos desde sus discursos expertos, sin permitir que se articulen significados subjetivos (Correa-Urquiza, 2018), si bien hay que señalar que, al menos en Reino Unido (donde los movimientos descritos son especialmente fuertes y están bien organizados e implantados), las disciplinas psi están produciendo documentos en los que se recogen lecciones aprendidas a través de la escucha de estas experiencias y proponiendo cambios acordes en el enfoque terapéutico (Cooke, 2017). La construcción de este tipo de alianzas con profesionales críticos y la reflexión sobre los riesgos asociados forman parte de la estrategia de dichos movimientos (Martínez-Pereda, 2016).

Frente a este enfoque de las disciplinas psi, estos movimientos consideran que la experiencia de padecer un gran sufrimiento mental o tener “creencias o experiencias psíquicas inusuales” (Knight, 2019) son (o pueden llegar a ser) formas de conocimiento valiosas a la hora de enfrentarse a dicho sufrimiento. En otras palabras: más allá de las construcciones teóricas de las disciplinas psi (psicopatología, nosologías, conocimientos nuerocientíficos, hipótesis etiológicas...), reivindican que pasar por las experiencias que esas construcciones teóricas intentan describir proporciona información valiosa sobre cómo convivir con ellas. La cuestión de en qué sentidos puede la experiencia constituirse en fuente autorizada de conocimiento viene siendo debatida desde hace décadas en el feminismo (Scott, 1991) y otras corrientes del pensamiento crítico (Lukács, 1923, 1971). Este debate ha llegado recientemente al propio ámbito académico de los “estudios locos” (Voronka, 2016), pero no es mi objetivo en este artículo resolver o clarificar esta compleja cuestión.

Desde estos movimientos, por tanto, se coincide a la hora de cuestionar la autoridad absoluta de las disciplinas psi y particularmente de la psiquiatría respecto al sufrimiento psíquico y las posibilidades de recuperación. Varios de estos movimientos, como los GAM o el movimiento de escuchadores de voces, subrayan además cómo la puesta en común entre iguales puede transformar dichas experiencias de traumáticas a significativas, de estigmatizantes a transformadoras. Frente a la tendencia de los saberes psi a individualizar el sufrimiento y tratar el síntoma como algo a eliminar, desde estos enfoques se considera que la socialización de los síntomas entre quienes los experimentan permite reducir la angustia y, en último término, dar un sentido a experiencias atípicas y difíciles de sobrellevar, pero no necesariamente patológicas, como la de oír voces (Dillon y Longden, 2012). Al mismo tiempo, estas prácticas ayudan a reducir el impacto del estigma, cuyo peso en la experiencia de quienes son etiquetados como “locos” o “enfermos mentales” las disciplinas psi tienden a infravalorar (Sampietro y Sicilia Matas, 2019; Deegan, 1993).

Los GAM constituyen un espacio definido por ser colectivo y horizontal, en el que lo único que cualifica para ser miembro es “el saber [que] aporta la experiencia”; en el caso de los GAM de salud mental, esta experiencia se define como “haber vivido un problema de salud mental y las consecuencias psicosociales que puede comportar” (Sampietro y Sicilia Matas, 2019, p. 8-12). Por supuesto, esto supone una diferencia importante con respecto a las relaciones que se dan en el marco terapéutico con profesionales psi: en general individuales, marcadas por la verticalidad, con el requisito de que el o la profesional posea conocimientos técnicos, pero no necesariamente experiencia vivida, situando a quien sufre en el intrínsecamente pasivo rol de enfermo (Sampietro y Sicilia Matas, 2019; Fernández Liria, 2018). Pero, como investigador formado en estudios de género, hay algo más que me llama la atención en esta formulación: esta forma de concebir los GAM evoca muchos elementos de la noción de “cuidados”.

Este concepto se ha vuelto central para los feminismos en el contexto hispanohablante, tanto a nivel activista como académico; quizás, incluso, demasiado central (Esteban, 2017). Ante los riesgos de esencialización e idealización del concepto, conviene entender “cuidados” como referente a las distintas formas en que las sociedades humanas organizan, en momentos y lugares concretos, “el conjunto de actividades dirigidas a proporcionar bienestar físico, psíquico y emocional a las personas” (Comas d’Argemir, 2014 p. 169). En nuestra sociedad, debido a las especificidades de la división sexual del trabajo bajo el capitalismo, estas prácticas han estado y continúan estando feminizadas, en tres sentidos: material (las realizan mayoritariamente mujeres), subjetivo (la construcción social de la identidad femenina lleva a muchas mujeres a asumirlas como su responsabilidad) y simbólico (están simbólicamente relacionadas con la feminidad y, por tanto, devaluadas) (Pérez-Orozco, 2014). Aunque la economía y otras disciplinas las han ignorado, constituyen la base de la reproducción social, pues son las prácticas que mantienen el tejido relacional y afectivo de la vida, posibilitando que esta se sostenga. Se trata, por tanto, de un “otro oculto” del mercado que aglutina las “actividades residuales” a este (Pérez-Orozco, 2014).

Lo que acerca este concepto a los planteamientos de los GAM tiene que ver tanto con el mapa social que dibujan como con los valores que promueven. Desde ambos puntos de vista, los grupos humanos aparecen no como un conjunto de individuos separados que se asocian, sino como redes ya existentes que vinculan a sus integrantes. Se considera, por tanto, que la interdependencia es una realidad definitoria de las relaciones humanas. Al mismo tiempo, se defiende que esta interdependencia invisibilizada (por las disciplinas psi y por la economía hegemónica, respectivamente) debe ser reconocida y abordada en términos de responsabilidad compartida para con nuestra mutua vulnerabilidad. Así lo sintetiza Pérez-Orozco al preguntarse: “¿Cómo gestionar la interdependencia en términos de reciprocidad y no de explotación y desigualdad? ¿Cómo hacemos para dar y recibir de manera justa?” (2014, p. 238). Para los GAM, uno de los objetivos esenciales es dar y recibir apoyo, desde “la reciprocidad del intercambio voluntario” (Sampietro y Sicilia-Matas, 2019, p. 11). No en vano, “apoyo mutuo” y “reciprocidad” son dos de los conceptos que sugiere Esteban (2017) para superar los problemas analíticos del concepto “cuidados”.

Ante esta concordancia, me propuse hacer un análisis de las prácticas de los GAM de salud mental desde el enfoque de los cuidados. La hipótesis de la que parto en mi tesis es que estas formas de cuidar y autocuidarse frente al sufrimiento mental tienen un triple potencial transformador: suponen una alternativa democratizadora a las formas habituales de cuidado que se reciben tanto desde los servicios de salud mental como desde las familias, marcadas por la coerción, la pérdida de autonomía de las personas diagnosticadas y la estigmatización (Verbeke, Vanheule, Cauwe, Truijens y Froyen, 2019; Alegre Agís, 2016; Alegre Agís, 2017); tienen un enorme potencial subversivo desde el punto de vista de género, al llevar a los hombres a reconocer su vulnerabilidad y valorarse como cuidadores (contra la masculinidad hegemónica) y a las mujeres a poner límites a la hora de cuidar y poner en valor sus propias necesidades y deseos (contra la feminidad normativa que fomenta la sumisión y la abnegación) y, con su énfasis en la interdependencia y la vulnerabilidad, las formas de relación que aquí se construyen pueden contribuir a cuestionar el modelo social depredador que promociona el capitalismo colonial y patriarcal, favoreciendo una transformación social en línea con objetivos políticos feministas.

Para abordar estos objetivos, decidí acercarme a una asociación que conocía gracias a mi investigación previa, la cual organiza dos GAM. Para marzo de 2020, había trabado buena relación con la Junta Directiva y las trabajadoras sociales de la asociación, así como con varias personas “usuarias”, terminología empleada por la propia asociación, autodenominada como “asociación de usuarios/as de salud mental”. Participé en la elaboración de dos proyectos de intervención que fueron concedidos y coordiné varios talleres en los que trabajamos las relaciones entre género y salud mental. Sin embargo, me encontraba con varias dificultades metodológicas que obstaculizaban mi trabajo de campo. La primera es bastante obvia: como he apuntado, los GAM son, por definición, espacios cerrados, conformados solo por pares, en este caso personas que han vivido lo que supone tener gran sufrimiento mental y ser diagnosticadas. Se trata, además, de un espacio íntimo, en el que se comparten duras experiencias personales, por lo que la confidencialidad es esencial para crear el “clima de confianza” que favorece ese intercambio (Sampietro y Sicilia-Matas, 2019). Mi presencia, por tanto, me parecía potencialmente disruptiva y probablemente no bienvenida. Así pues, ni siquiera había dado el paso de preguntar si sería posible hacer observación participante en algún GAM cuando llegó la pandemia.

Este problema habría resultado menor de no retroalimentarse con otra dificultad. Cuando es imposible hacer observación participante, la respuesta evidente es sustituirla por entrevistas. Sin embargo, mi experiencia en investigaciones previas en este ámbito, así como el consejo que me dio en este sentido un facilitador de este tipo de grupos cuando le planteé los objetivos de mi tesis, a quien desde aquí agradezco que me señalara estas potenciales dificultades, me indicaba que esto no resultaba tan conveniente como podía parecer. En efecto, las personas diagnosticadas de trastornos mentales están habituadas a otro tipo de entrevista: la entrevista clínica. Dicho marco, atravesado por relaciones de poder por las que el/la profesional puede tomar decisiones que afecten directamente a múltiples aspectos de la vida del/de la paciente (desde la medicación hasta el acceso a pensiones por incapacidad), condiciona enormemente la dinámica de la conversación, incluso aunque el interlocutor no sea profesional de la salud mental (Martínez Hernáez, 1998; Pols, 2005; Martínez Sevilla, 2018). Además, Velpry (2008) ha mostrado cómo los profesionales de salud mental actúan de manera implícita para construir estándares de lo que sus pacientes deben pensar y decir. Es probable que estos sesgos artefacten las entrevistas sin que la propia entrevistadora se dé cuenta, especialmente sin el contexto interpretativo que proporciona la observación (Pols, 2005); exactamente la situación en la que temía encontrarme.

Por último, me encontraba un tanto paralizado por un dilema epistemológico-político respecto al tipo de ejercicio que estaba haciendo con mi tesis. Me preguntaba, empujado por el trabajo de Sam Fernández Garrido (2021), si estaba reproduciendo la dicotomía conocimiento experto/conocimiento lego. Esta dicotomía atraviesa mucha de la literatura que intenta conceptualizar el “conocimiento de los/as pacientes” (Prior, 2003), así como el concepto de “conocimiento experiencial” (Borkman, 1976) que en principio podría usarse para describir el conocimiento que se produce en los GAM. El problema es que la dicotomía tiende a reificar estas formas de conocimiento que desarrollan quienes, en los procesos salud/enfermedad/atención, son posicionados como pacientes en el marco del modelo médico hegemónico (Menéndez, 1984). Se tiende a atribuir irreflexivamente a este tipo de conocimiento características opuestas a las que se le presuponen al (también reificado) conocimiento experto: falta de sistematicidad, carácter pragmático en lugar de teórico, holismo en lugar de especialización… Esto no es sorprendente: la propia formulación “conocimiento lego” insinúa que no es del todo conocimiento, que es deficiente respecto al “verdadero conocimiento”, el experto (Wehling, Viehöver y Koenen, 2015). Así, se reifican las propias posiciones de profesional y paciente que ocupan los actores sociales estudiados, dificultando la transformación de los aspectos de esta relación considerados injustos.

Esta era la cuestión de fondo: en el contexto de mi investigación, este problema no se limitaba a la cuestión de cómo concebir el conocimiento de los GAM que pretendía estudiar; se trataba también de pensar en cómo concebía mi propio conocimiento y, en paralelo, cómo concebía mis relaciones con las personas con las que estaba trabajando. Porque en este caso no solo existe el conocimiento experto de profesionales psi: también existe el riesgo de reificar mi propio “conocimiento experto” como antropólogo, construyendo relaciones de manera extractivista y obteniendo reconocimiento académico mediante la representación de ese otro conocimiento, ese “conocimiento otro”, que constituiría mi “objeto de estudio”. Mi deseo de escapar de este modelo se topaba con una falta de referentes epistemológicos para pensar modelos alternativos. ¿Cómo concebir mi tesis para que no fuera, por así decirlo, el acto de imponer un “sello de calidad” experto al “conocimiento lego” de mis “informantes”?

Aparición de la pandemia: cómo afectó a mi investigación, cómo me afectó a mí

En estos dilemas andaba cuando llegó marzo de 2020. En ese momento me encontraba fuera de España: estaba de vacaciones en Guatemala, visitando a mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, que residían allí. Yo mismo había vivido allí seis meses, entre 2015 y 2016. El objetivo de mi viaje era, por tanto, menos turístico que familiar: quería pasar tiempo con mis sobrinos, de cuatro y dos años de edad en ese momento. Cuando volé, el 9 de marzo, la expansión del coronavirus en España empezaba a ser preocupante, pero ni por asomo imaginábamos lo que iba a pasar en apenas unos días. Al llegar al aeropuerto, nos tomaron la temperatura a todos los pasajeros del avión, medida que me pareció exagerada e inefectiva. Mi cuñada, al recogerme, me anunció que mi hermano estaba muy preocupado por si no me dejaban entrar al país por venir desde España. A ambos nos parecía una preocupación surrealista y, de camino a casa, en el coche, llamamos a mi hermano para gastarle una broma: ella dijo que no había podido pasar, que me habían retenido. Mi hermano se lo creyó, pero no alargamos mucho su sufrimiento: me eché a reír y se dio cuenta de que le estábamos tomando el pelo.

Dos días después se prohibió la entrada en Guatemala de personas con pasaporte español. Iberia canceló todos los vuelos de la conexión Madrid-Guatemala, incluido mi billete de vuelta. Me encontré varado en Guatemala hasta nuevo aviso y, con el paso de los días, se hizo evidente que pasaría mucho tiempo hasta que se restableciese la normalidad en el tráfico aéreo. Por supuesto, estar con parte de mi familia, en su domicilio en una urbanización de clase alta de la ciudad de Guatemala, hacía mucho más agradable mi situación. Pero lo cierto es que la mayoría de mis seres queridos (mi pareja, el resto de mi familia y amistades) estaban a siete horas de diferencia horaria, en un país al que no sabía cuándo podría volver. Mi trabajo docente, que había dejado en suspenso durante unas semanas, se había vuelto muy complejo con la cancelación repentina de las clases presenciales. Las decisiones del gobierno español me fueron llegando por Twitter y WhatsApp. Las impresiones de mis seres queridos me desazonaban; la percepción de peligro aumentó de manera radical en cuestión de días.

En Guatemala, aunque el primer positivo por COVID-19 no se dio hasta el 13 de marzo, también se tomaron medidas estrictas. El gobierno pidió a las familias que se confinasen voluntariamente (más tarde declararían un toque de queda). Se canceló el colegio de mis sobrinos, y mi hermano y mi cuñada pasaron a teletrabajar. Dada la gravedad de la situación, le dijeron a su empleada doméstica que no viniese a trabajar (manteniendo su sueldo). Como resultado de todo esto, quedé como encargado principal del cuidado de mis sobrinos durante muchas horas al día, a miles de kilómetros de mi casa y con cambios inauditos sucediéndose a un ritmo vertiginoso. Me invadió una sensación de irrealidad que hizo que, junto con la distancia física, sintiera una enorme distancia emocional respecto a mi investigación. ¿Qué sentido tenía estudiar lo antes descrito cuando el mundo estaba de pronto patas arriba, irreconocible? Perdí el contacto con la asociación, salvo por algunos mensajes de WhatsApp intercambiados con uno de sus integrantes. Me sentía como flotando, sin referentes para orientarme e interpretar lo que pasaba a mi alrededor, atrapado en un no-lugar por tiempo indeterminado. ¿Cómo volver a aterrizar?

Pues bien, para empezar, aterricé literalmente en Barajas: a finales de marzo, tres semanas después de mi llegada a Guatemala, la Embajada de España en el país organizó un vuelo de repatriación para los españoles atrapados en Centroamérica. Esto supuso por una parte un alivio, pues puso fin a la incertidumbre respecto a cuándo podría volver, y se produjo justo a tiempo para poder hacerme cargo de mi docencia sin que hubiera una diferencia horaria que la habría hecho muy difícil. Pero al mismo tiempo, era consciente de dejar a mi hermano y cuñada en una situación delicada, teniendo que cuidar de dos niños pequeños y teletrabajar sin ayuda de nadie. Con estas contradicciones volví a España, y me emocioné profundamente cuando, la tarde de mi llegada a las ocho, oí por primera vez en directo los aplausos de mis vecinos y vecinas al personal sanitario.

Aun así, seguía sin saber cómo retomar la investigación para la tesis. Ni siquiera sabía si la asociación seguía operando (¿cómo podían hacerlo en medio de un confinamiento total?). Me llegaban por varias vías informaciones fragmentarias acerca del impacto de la pandemia en los servicios de salud mental y la salud mental de la población, pero me veía incapaz de sistematizarla o de ponerla en relación con mi investigación en concreto y con los GAM, como lo ha hecho de forma profunda y crítica Christel Keller Garganté (2020), denunciando los discursos del terror y la visión patologizante del sufrimiento mental que han sido dominantes durante la pandemia y señalando, análogamente a lo que planteaba en la primera sección, la cercanía entre los planteamientos de la salud mental colectiva y la economía feminista. Ella ha estudiado la adaptación a la pandemia de los GAM organizados por ActivaMent, en Cataluña, con conclusiones similares a las mías en este artículo, pero más detalladas y sistemáticas, dada mi focalización en las cuestiones metodológicas. El marco había cambiado tanto que no sabía ni por dónde empezar. Afortunadamente, la propia asociación contactó conmigo, sacándome de mi aturdimiento: me informaron por teléfono y WhatsApp de que estaban volviendo a arrancar la actividad de la asociación vía Zoom. Me invitaron a unirme y me dijeron que había un espacio los lunes y viernes al que estaban llamando la “Tertulia”, en el que intentaban que la gente se conectara simplemente para charlar, rompiendo el aislamiento. Estaban buscando gente que interviniese en esas tertulias, dándoles una mínima estructura, y me propusieron que hablase un día sobre el impacto de género de la pandemia.

Acepté gustoso. El espacio de la tertulia resultó fundamental para mí durante el confinamiento, y no solo porque me permitiera salir de mi parálisis investigadora. En este nuevo espacio vi que mi desorientación era compartida, y encontré un lugar desde el que crear nuevas coordenadas para situarme, nuevos significados que dar al mundo post-COVID. Fue así, en el contacto cotidiano con las personas que supuestamente son mi “objeto de investigación”, como mi tesis volvió a cobrar sentido para mí: pude remendar esa dolorosa distancia que me separaba de mi propio tema de tesis y, al mismo tiempo, encontrar un espacio en el que crear nuevos significados que explicaran los violentos cambios del mundo.

Al mismo tiempo, esta dinámica sirvió para difuminar las preocupaciones epistemológico-políticas que expuse en la sección anterior. En el contexto de las tertulias, estaba en una posición muy similar a la del resto de participantes y estábamos creando conjuntamente el espacio partiendo de las mismas necesidades. Necesitábamos, por una parte, romper el aislamiento que nos imponía la distancia social que se había convertido en la nueva norma. Pero por otra, y esto es crucial, necesitábamos también crear una rutina que diera estructura al tiempo, que el confinamiento había vuelto tan aplanado y amorfo, con los días sucediéndose sin nada que los diferenciase. Evidentemente, también hablaba con familiares y amistades durante este periodo, pero esas conversaciones no estaban estructuradas ni eran rutinarias, por lo que, aunque me transmitían el necesario calor humano, satisfaciendo la primera necesidad de la que hablaba, no terminaban de cumplir la segunda función: crear una nueva cotidianidad. Todos los lunes y viernes nos reuníamos para charlar, comprobar que estábamos bien, pensar sobre algún tema o recomendarnos películas y series con las que entretenernos. De esta manera pudimos construir unas relaciones que, más que de “confianza”, como mandan los cánones etnográficos, eran de cuidado mutuo, en línea con las preocupaciones epistemológico-políticas de la etnografía feminista (Gregorio Gil, Pérez Sanz y Espinosa Spínola, 2020).

Ajustes metodológicos: etnografía digital en tiempos de confinamiento

A principios de abril de 2020 mi trabajo de campo etnográfico se trasladó temporalmente a plataformas digitales. Al inicio del curso 2020/21, los talleres se volvieron presenciales, pero manteniendo la posibilidad de asistencia a través de Zoom. Esto dio lugar a sus propias particularidades en el desarrollo de los talleres y en mi observación etnográfica, pero en este texto me centraré en lo sucedido durante los meses de confinamiento estricto (marzo-junio de 2020). Esto, lógicamente, implicó cambios importantes en mi forma de investigar. Estos cambios no se debían únicamente a la mediación digital, de pronto imprescindible: como vengo mencionando, los cambios sociales más amplios eran vastos y sin precedentes, con la obligatoriedad del confinamiento y la distancia social como ejemplos destacados. En términos de los distintos usos de la tecnología digital para hacer “etnografía a distancia” que ha analizado John Postill, mi caso se parecía al de Jonathan Skinner y los habitantes de la isla de Montserrat que, diseminados por medio mundo tras una erupción volcánica que arrasó la isla en los noventa, empezaron a relacionarse usando plataformas digitales en la era pre-Facebook: “el antropólogo, al igual que sus informantes, socializaba a través de una tecnología compensatoria que recreaba la experiencia previa de estar ahí” (Postill, 2017, p. 64). Podríamos decir que empleé una forma peculiar de lo que Gómez Cruz llama “métodos vernáculos”: más que diseñar técnicas “[inspiradas] en formas en las que mis informantes utilizan las tecnologías digitales” (Gómez Cruz, 2018, p. 85), las personas con las que investigaba y yo nos vimos lanzados a un nuevo uso de las tecnologías digitales, y fuimos aprendiendo en tiempo real a emplearlas para objetivos comunes (y, en mi caso, también para investigar ese mismo proceso).

Así, tuve que adaptarme simultáneamente a una nueva herramienta de observación y un nuevo contexto. Esta combinación provocó que, en cierto, sentido el campo mismo se reconstituyera. Siguiendo la tipología de Gómez Cruz (2018), mi etnografía se volvió digital no tanto por su objeto (no pretendía estudiar Zoom en sí), cuanto por su método (el uso de aparatos y plataformas digitales se volvió indispensable para hacer esta etnografía) y por ser digital el campo en el que ocurría aquello que quería estudiar (no porque desde un principio fuera este mi objetivo, sino porque el desarrollo de los acontecimientos llevó a la reconstitución de este campo). Sin embargo, por ser este un texto de reflexión metodológica, abordaré lo digital en sus tres vertientes: empezaré señalando los efectos en mi investigación del uso de plataformas digitales como herramientas, después comentaré los efectos que tuvo el paso a Zoom sobre los grupos humanos que constituían mi campo y terminaré presentando algunas reflexiones sobre el “objeto” Zoom y las maneras en que es más (y menos) útil estudiar su uso.

Lo digital como método: Zoom, WhatsApp y la mirada etnográfica

Hay un sentido en que el cambio metodológico es muy obvio: una de las herramientas etnográficas esenciales, la mirada, tenía que adaptarse, puesto que lo que había que mirar era muy distinto. No estar físicamente en compañía del resto de personas participantes en la videollamada, sino en el salón de mi propia casa, mirando una pantalla en la que sus rostros aparecían en mosaico, implicaba una reorientación en los cuatro ámbitos de la mirada que señala Del Valle (2012). En primer lugar, a nivel de la pura percepción visual, el peso de esta (junto al oído) se incrementaba en detrimento de los demás sentidos, dado que era imposible compartir la percepción de olores o sabores, así como tocar objetos o cuerpos. Esto no solo afectaba a la observación, sino que era una característica intrínseca al uso de Zoom que, sin embargo, pudo compensarse puntualmente. Por ejemplo, en una tertulia la persona invitada nos habló sobre el baile como herramienta para la movilización de emociones. Al hacer demostraciones de esta función, poniéndonos a bailar distintos tipos de música, el empleo del cuerpo facilitó la ilusión de estar juntos, como si compartiésemos espacio físico pese a la mediación de las cámaras.

En segundo lugar, en cuanto a la observación de interacciones, el formato Zoom de hecho facilitaba que se pudiera prestar atención a todas y cada una de ellas: al no poder darse conversaciones simultáneas porque las voces se entrecortaban, cada interacción pública quedaba a la vista de todos y nunca se generaban grupos con conversaciones paralelas, aunque Zoom permite usar el chat para escribir “en privado” a una sola persona, en lugar de a todo el grupo, por lo que pudo haber interacciones privadas también. Yo no utilicé esta función, pero es posible que otras personas participantes se comunicaran por esta vía de forma invisible para mí. Esto constituye un punto ciego de mi mirada etnográfica: no puedo saber el contenido de esas hipotéticas conversaciones, las razones por las que se mantenían en privado, ni siquiera constatar si de hecho ocurrieron; pero tampoco puedo ignorar la posibilidad de que se dieran.

En tercer lugar, si hablamos del ámbito de lo simbólico, de aquellas “dimensiones de la cultura que hablan de centralidades y periferias relacionadas con personas y grupos” (Del Valle, 2012, p. 3), Zoom manifestaba la existencia de roles distintos en la asociación de manera muy explícita, pero fácil de ignorar. En Zoom, quien actúa como “anfitrión” tiene la capacidad de silenciar a otras personas. La cuenta oficial de la asociación, administrada por una de sus trabajadoras sociales, cumplía esta función, silenciando a quien tenía el micrófono abierto y generaba ruidos molestos. Pero al pasar las semanas, saturada por otras tareas, la trabajadora dejó de participar activamente en las videollamadas: iniciaba la reunión, nos enviaba las claves de acceso y apagaba cámara y micrófono, quedando a la espera por si necesitábamos asistencia técnica. Esto hacía que, si la necesitábamos, tuviéramos que llamarla y pedirle que interviniera; una presencia fantasmal que, sin embargo, tenía el poder de silenciar a quien impidiera el correcto desarrollo de las reuniones.

Por último, en términos de la “búsqueda de fisuras que aparecen en el sistema dominante” (Del Valle, 2012, p. 3), la mirada etnográfica en este contexto tenía que buscar otros márgenes, otros “intersticios” (Del Valle, 2012; Gómez Cruz, 2018) que sugirieran posibles puntos de fuga pero que, en lugar de manifestarse a través del espacio, aplanado aquí por pantallas y cámaras, pudieran detectarse en otras dimensiones. Un ejemplo serían las distintas formas de participar: había quienes se conectaban a las videollamadas pero nunca hablaban, en algunos casos incluso apagando la cámara si les invitaban a intervenir. ¿Qué motivaba esta conducta? ¿Era una forma de protesta? También era relevante la información que se podía recoger cruzando varias plataformas digitales: para informar sobre los talleres de Zoom, se creó un grupo de WhatsApp del que formábamos parte todas las personas vinculadas a su desarrollo. La cantidad de personas que formaban parte de este grupo era mucho mayor que la de quienes de hecho participaban de las actividades, lo cual invitaba a investigar qué estaba provocando esa discrepancia.

En un caso aún más claro, un miembro de la asociación, con quien yo tenía buena relación (fue el único con el que mantuve el contacto en el mes de marzo), pero cuya forma de interactuar a menudo conducía a conflictos, no participaba de las actividades en las que yo me conectaba. Al preguntarle al respecto, evitó contestarme, mandándome memes (algunos muy machistas) por toda respuesta. Cuando se salió del grupo de WhatsApp, me preocupé, pero él siguió sin hablarme de este tema. Posteriormente volvieron a meterlo en el grupo y participó puntualmente en la tertulia, pero habló poco y mantuvo su cámara apagada (supuestamente porque no funcionaba). Al cabo de unos días, tuvo una intervención muy irrespetuosa con una compañera en el grupo de WhatsApp y fue expulsado del mismo por una de las trabajadoras sociales. De nuevo, estar atento a este tipo de situaciones e interacciones puede dar lugar a oportunidades de profundizar que revelen conflictos de fondo en el grupo, relaciones de poder o tensiones que pueden desencadenar procesos transformadores (o también explicaciones de otro tipo, como la simple timidez).

Lo digital como campo: la reconstitución de la asociación en Zoom

Una vez descritos los modos en que la mirada etnográfica cambiaba en escenarios digitales, pondré ejemplos de observaciones que me permitieron darme cuenta de que el campo se había reconstituido. Estas viñetas etnográficas me permitirán ilustrar las peculiares relaciones que existían entre las unidades de observación y reflexión (o “células”, en la propuesta de la etnografía celular) en las que me centré: estas serían la visualidad, la espacialidad, la (limitada) movilidad (Gómez Cruz, 2018) y, de forma distintiva en mi investigación, las presencias indirectas. Además, esto me permitirá conectar mis reflexiones metodológicas con mi tema de investigación, las prácticas de cuidados en los GAM, para señalar cómo el paso a una etnografía digital me sirvió para desatascar el proceso.

Uno de los temas de conversación habituales de las tertulias era comentar el espacio físico en el que se encontraba cada persona para hacer la videollamada, a menudo a raíz de que un/a participante preguntara a otro/a al respecto. Esta curiosidad estaba totalmente normalizada, así que en una ocasión, al ver que un participante estaba en un inmenso jardín, le pregunté dónde se encontraba. Se trataba de un miembro de la asociación a quien conocía más de oídas que personalmente, apenas habíamos coincidido. Me dijo que ese era el jardín de su casa, pues vive en un pueblo de los alrededores de Granada. Tiempo más tarde, supe que la asociación organiza una comida de fin de curso cada año en ese pueblo gracias a los contactos de esta persona, lo cual me informó acerca de la posición central que ocupa en la asociación.

Otro ejemplo tiene que ver ya no con el mero escenario que podíamos ver a través de las cámaras, sino con quién habita dicho espacio. Fue a través de estas tertulias que descubrí que dos integrantes de la asociación, a quienes conocía previamente, viven juntos. A veces los dos se conectaban por separado, pero un ruido proveniente de ambos micrófonos delataba que se encontraban en habitaciones distintas del mismo domicilio. Otras veces, uno de ellos se cruzaba en el campo de visión de la cámara de la otra mientras hacía tareas domésticas o simplemente se movía por la casa. Este es un buen ejemplo de cómo el uso de tecnologías digitales en una investigación ya iniciada “a menudo nos ayuda a observar a personas y cosas conocidas desde otra perspectiva, creando así una interacción más rica con nuestros participantes” (Postill, 2017, p. 67). Pero lo importante de este caso no es tanto que me diera información novedosa, cuanto que me permitió reflexionar sobre cómo esas presencias que se revelaban sutilmente en las videollamadas, las personas con las que cada uno/a convivía, tenían de hecho una influencia enorme en el desarrollo de las actividades de la asociación en Zoom. Veamos esta entrada de mi diario de campo del 18 de mayo:

Por otro lado, ha habido varios momentos en que el setting doméstico ha invadido el espacio de la llamada. El padre de Alberto (un hombre muy mayor) ha entrado en el plano varias veces, y en algunas ocasiones Alberto le decía que se apartara o cosas así con el micro abierto. Por otra parte, la ¿madre? de Alicia parece que tenía algún problema con ella justo en el momento de entrar en la videollamada (“ahora no, tengo una clase”; “ya estamos, ya estamos”; al responder Alicia ha silenciado [el micrófono]), y luego ha vuelto a aparecer mientras todxs callábamos y le soltaba algún bufido a Alicia, cuya respuesta ha sido algo así como “qué bonito es vivir contigo, ¿eh?”. Sonrisas tensas en este momento, de estar oyendo y viendo algo que no corresponde.

Así pues, una de las características definitorias del nuevo campo que estaba etnografiando, a diferencia de cuando las actividades eran presenciales, era que además de las personas participantes había una presencia indirecta, pero de efectos reales: la de las personas convivientes. Esto era crucial dada la situación de confinamiento, que hacía imposible que estas personas convivientes se ausentaran de casa. Además, debemos tener en cuenta el significado del contexto doméstico y las relaciones familiares para muchas de las personas participantes: con el cierre de los manicomios, las lógicas de estas instituciones se han trasladado al espacio familiar, dando lugar a lo que Alegre Agís llama la “institución doméstica total” (2017). La relación con la familia suele estar sometida al saber psiquiátrico y fuertemente atravesada por la vigilancia y el control, hasta el punto de que “la línea entre «atender/cuidar y controlar», en este tipo de casos, es muy difusa” (Alegre Agís, 2018, p. 216).

En el contexto de las tertulias, este efecto ocasionaba, como mucho, momentos incómodos como los descritos. En el caso de los GAM, en cambio, el efecto era más insidioso. Al entrevistarla, Andrea, facilitadora de uno de los GAMs de la asociación, usó una metáfora climática: el “clima de confianza” que existe en su GAM, palabras que utilizan Sampietro y Sicilia-Matas (2019) para describir el ideal al que deben aspirar los GAM, se vio matizado al realizar las reuniones por Zoom, porque esta plataforma genera un “clima más frío”. Conectarse al GAM, en teoría un espacio donde alejarte de tus problemas y comentarlos en confianza, mientras estás encerrado/a en casa con las personas con las que probablemente tienes muchos de esos problemas, dificulta la apertura y pone en entredicho la posibilidad misma de llevar a cabo los cuidados característicos de estos grupos, percepción confirmada tanto por mi trabajo de observación posterior como conversaciones con otras personas vinculadas a GAMs. En las tertulias, Andrea recordaba constantemente el horario de celebración del GAM: la asistencia al mismo se había reducido. Al preguntarle al respecto, ella lo atribuyó a las dificultades de diverso tipo que tenían algunas personas para conectarse, lo cual también debió afectar (sobre esta forma de brecha digital reflexionaré más adelante); pero si recordaba la posibilidad de asistir, debía ser porque había quienes participaban de la tertulia pero decidían no asistir al GAM. En una ocasión en que Andrea hizo este recordatorio, una participante en la tertulia que no pertenecía a la asociación (ver más abajo la política que se siguió respecto a otras asociaciones) pidió asistir al GAM. La trabajadora social intervino: recordó que había que preguntar a quienes facilitan, porque los GAM son grupos cerrados. Pero Andrea dijo que le dieran el enlace a la reunión de Zoom, incluso que lo pasaran por el grupo de WhatsApp común. Esto sugiere que, en las circunstancias algo desesperadas generadas por la pandemia y el paso a Zoom, las normas de asistencia se relajaron; lo cual a su vez podría contribuir a hacer más difícil la apertura de los/as participantes.

Lo digital como objeto: Zoom como instrumento para la realización de determinadas prácticas

Es importante hacer una matización: que Andrea hable de un clima más frío no debe llevar a hacer una generalización precipitada, afirmando que el uso de la tecnología implica inevitablemente una frialdad que contrasta con la calidez del cuidado y la cercanía física. Por una parte porque, como he mencionado antes, en espacios como las tertulias, donde se trataba más de tener una charla distendida que de abrirse emocionalmente y mostrarse vulnerable, Zoom cumplía estupendamente su función, y posibilitaba que se diera un contacto que resultó esencial para muchos participantes (yo incluido) en un momento de mucho aislamiento. Zoom resultó funcional incluso en algunos talleres donde, aunque no era imprescindible, algunas personas de hecho mostraron esta vulnerabilidad, como el “Taller literario”, del que participé puntualmente. Por otra porque estas dificultades, como he señalado, son tan atribuibles a las circunstancias sociales más amplias (distancia social, confinamiento) como a la tecnología en sí. Coincido aquí con las apreciaciones de Pols y Moser (2009) sobre la no conveniencia de oponer “tecnologías frías” y “cuidados cálidos”: la frialdad no es un atributo intrínseco de Zoom, sino que se percibió dentro de una práctica social concreta, a saber, un GAM realizado usando esa tecnología.

En ese sentido, es fundamental el principio metodológico propuesto por Pols (2011) al estudiar el uso de webcams para la atención médica: no se trata de estudiar las tecnologías, sino de estudiar las prácticas en las que dichas tecnologías se emplean y los efectos que tienen las unas sobre las otras. De hecho, Miguel, facilitador del otro GAM que se organiza en la asociación, y en aquel momento presidente de la misma, señaló en una entrevista realizada cuando ya se empezaban a relajar las medidas de confinamiento que, de cara al futuro de la asociación, Zoom le había enseñado cosas con las que no contaba; por ejemplo: que el uso de videollamadas facilita la asistencia de quienes viven en pueblos de la provincia y no en Granada capital, donde se ubica la sede: “La pereza que a veces hace que no cojas un autobús una tarde con esto no está”.

El valor de este instrumento se percibe de forma aún más clara cuando comparamos lo sucedido en esta asociación, posiblemente la mejor organizada y con más recursos del contexto andaluz, con lo ocurrido en otras más pequeñas. Puesto que había sido la única asociación de la federación andaluza de la que forma parte que había logrado hacer la transición a plataformas digitales, la Junta Directiva decidió invitar a las demás asociaciones a participar en las actividades en Zoom durante el confinamiento. En una tertulia, una integrante de un GAM almeriense nos comentó que desde la declaración del Estado de Alarma no habían podido reunirse, porque algunas personas no sabían utilizar Zoom, otras no tenían PC, otras no tenían un espacio... Aunque hablaban por el grupo de WhatsApp y algunas personas se llamaron por teléfono entre sí, esto era percibido como insuficiente, comparado con el tipo de cercanía que permite un GAM. De hecho, quienes sí estaban en contacto entre sí no tenían noticias de algunas participantes del GAM desde hacía bastante tiempo y estaban preocupados/as.

En otras palabras, el cuidado que normalmente se lleva a cabo en estos grupos se estaba echando en falta y, al mismo tiempo, en medio de la angustia del confinamiento, no habían encontrado el modo de construir esa rutina que las tertulias por Zoom nos permitieron establecer en la asociación con la que trabajo. Aquí se hacen patentes los efectos de la brecha digital en el ámbito del asociacionismo y el apoyo mutuo en salud mental. De hecho, en el caso de la asociación con la que trabajo solo pudieron salvarse estos efectos gracias al trabajo de dos trabajadoras sociales, diez horas al día, siete días en semana durante dos meses, primero para organizar y coordinarlo todo, más tarde para explicar cómo utilizar Zoom a quien tuviera dudas. Esto sin contar a las personas que, aun así, no llegaron a conectarse, por no tener los medios técnicos o el espacio adecuado: Andrea señaló en la entrevista antes mencionada que algunas personas estaban en residencias, sin habitaciones individuales, y esto las coartó. Zoom fue, por tanto, una herramienta esencial, pero imperfecta, que permitió la continuidad de la actividad en la asociación y de hecho facilitó la participación de algunas personas, al tiempo que excluía a otras. Todo ello, no lo olvidemos, en un contexto nefasto, en el cual participar por Zoom en estas actividades fue un importante alivio para muchas personas.

Conclusiones: cuidando la investigación, disolviendo las dicotomías

Durante la entrevista con Miguel, él mismo relacionó las lecciones que habían aprendido en la asociación con el uso de Zoom respecto a las dinámicas que se dan en un GAM: “eso es un grupo: que se adapta, que no sea rígido, que no haya dogmas”. Me parece que estas palabras, pensadas aquí para describir unas prácticas de cuidado, también deberían ser aplicables a las metodologías que empleamos en la investigación social. Toda investigación se enfrenta a obstáculos diversos, y nuestra metodología tiene que ser capaz de dar cuenta de los cambios de circunstancias, adaptarse y usar recursos imaginativos. Este paralelismo entre las características de las prácticas de cuidados de quienes son posicionados/as como pacientes y las de la etnografía ya fue señalado por Pols (2014) como un buen motivo para emplear la metodología etnográfica a la hora de estudiar esas prácticas.

Creo que esta forma de enfocar la investigación, tan cercana a lo que el grupo “Sociología Ordinaria” de la Universidad Complutense de Madrid llama “epistemología del apaño” (Elena Casado, comunicación personal), es útil en cualquier circunstancia, pero especialmente en una investigación que se enfoca en prácticas de cuidados. De hecho, “apaño” es la traducción que hacen estas autoras de “tinkering”, concepto que Mol, Moser y Pols (2010) consideran definitorio de la lógica de las prácticas de cuidados: cuidar bien (y, se puede añadir, investigar bien) requiere un ajuste constante y sensible al contexto. Creo, además, que apreciar el valor epistemológico y metodológico del cuidado, la adaptabilidad y atención al detalle que lo caracterizan, contribuye a deshacer esa perniciosa dicotomía que he señalado en la anterior sección: la que separa tecnología y técnica, racionales y eficientes, del cuidado, irracional e innato. En su lugar, debemos apostar por concepciones híbridas y plurales (Romero-Bachiller, García Dauder y Santoro, 2018) de estos saberes desarrollados por pacientes: esas formas de conocimiento práctico, aplicado en la vida diaria, que Pols (2014) llama “know now”. Del mismo modo que el cuidado puede entenderse como algo técnico, frente a las idealizaciones emotivistas, nuestras metodologías deben ser cuidadosas, frente a las idealizaciones positivistas.

Considero también que con este giro se disuelve la otra dicotomía que, como señalé en la primera sección, estaba paralizando mi trabajo: la dicotomía conocimiento lego/conocimiento experto. Si los saberes asociados al cuidado tienen un valor epistemológico y técnico, entonces no se trata de que yo les dé, mediante mi investigación, un sello de calidad experto; más bien, se trata de que, mediante el encuentro en el campo, convierta sus “prácticas de conocimiento”, que tienen valor en sí mismas, “en conocimiento etnográfico” (Pols, 2014, p. 89), con el modesto objetivo de poder estudiarlas en profundidad desde otro punto de vista, difundirlas y hacerlas accesibles a un público distinto. Llegar a esta reflexión, gracias al giro que supuso compartir espacios digitales y realizar prácticas con los mismos objetivos que mis “informantes”, lo cual de hecho difuminó las diferencias de rol entre investigador e “informantes”, me ha proporcionado una hoja de ruta epistemológico-política en mi proceso doctoral.

Pero para que esta valorización epistemológica del cuidado sea posible, es necesario que nuestra reflexividad alcance no solo nuestros objetos de estudio, sino también nuestros métodos e instrumentos; siendo el principal la propia investigadora. Como nos enseña la antropología feminista, esto implica que las emociones tienen que formar parte de nuestro análisis (Gregorio Gil, 2006). He intentado, en particular en el segundo apartado de este artículo, aplicarme este principio, mostrando las emociones que atraviesan mi proceso de investigación y reflexionando sobre ellas. Esta apertura me ha permitido vivir la experiencia etnográfica como sanadora en un momento marcado por la distancia social.

Por último, quiero volver a subrayar que, si bien el traslado de buena parte de las actividades sociales, y con ellas la investigación sobre las mismas, a plataformas digitales obliga a realizar ajustes metodológicos, lo cierto es que la pandemia de la COVID-19 supone una serie de cambios sociales más amplios, acompañados de un aumento de las desigualdades, que no podemos soslayar. La flexibilidad metodológica es esencial para cualquier forma de investigación etnográfica; el aspecto digital simplemente añade elementos a los que es necesario aplicar nuestra reflexividad (Gómez Cruz, 2018). Haríamos un flaco favor a la etnografía y a las ciencias sociales en general si dejáramos que su carácter digital nos obnubilara y olvidásemos lo importante: que la investigación social consiste en estudiar prácticas en sus contextos. Toda nuestra imaginación metodológica y teórica debe estar al servicio de ese objetivo.


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Agradecimientos

Mis reflexiones sobre la relación entre lo digital y lo etnográfico han estado en gran medida enmarcadas por los conceptos y debates que se generaron y compartieron en un taller sobre etnografía digital impartido por Edgar Gómez Cruz y organizado por MediaLab UGR, celebrado a lo largo de noviembre de 2020. Agradezco a todas las personas participantes, y en particular a Edgar, el estímulo reflexivo y crítico que supusieron las sesiones para enriquecer este texto. Agradezco a Carmen Gregorio Gil su lectura de la primera versión de este texto, su aliento y su orientación durante el proceso investigador. Agradezco asimismo a la asociación por abrirme sus puertas para realizar esta investigación y por ayudarme a encontrar de nuevo el paso. En particular agradezco a Paola sus incansables esfuerzos y a “Miguel” y “Andrea” su tiempo para la realización de las entrevistas.




Acerca del autor

Jesús Martínez Sevilla (jesus.martinez.sevilla@gmail.com ) es contratado predoctoral y doctorando en Estudios de las Mujeres y de Género en la Universidad de Granada. Investiga sobre salud mental desde perspectivas despatologizadoras, sobre epistemologías feministas en la ciencia y sobre la situación de las trabajadoras de cuidados en el Estado español. Es maestro en Estudios de las Mujeres y de Género por las universidades de Granada y Hull y graduado en Filosofía por la universidad de Granada, España (ORCID 0000-0002-8796-5483).




Recibido: 21/01/2022

Aceptado: 17/09/2021









Cómo citar este artículo

Martínez Sevilla, J. (2022). Digitalizar la etnografía en pandemia. Ajustes metodológicos en una investigación sobre grupos de ayuda mutua en salud mental. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(46). https://doi.org/10.33064/46crscsh3349











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