Sentido de vida en torno a la enfermedad degenerativa infantil


Sense of life Around Childhood Degenerative Disease




CAROLINA MORA HUERTA

Universidad Autónoma de Aguascalientes, México




Resumen

Cuando ocurre un evento que trastorna la vida cotidiana, tal como una enfermedad degenerativa en la infancia, las personas se ven ante la tarea de reconstruir el sentido de la misma. Las metáforas constituyen piezas de comprensión a través de las que se vive y con las que se puede llevar a cabo esta empresa. El presente trabajo se centra en este fenómeno y tiene como objetivo analizar el vínculo entre esta situación de vida y el cuerpo, creencias y prácticas religiosas o seculares, estigma, maternidad e infancia, lo que permitirá el entendimiento de la enfermedad como un problema sociocultural de co-construcción del sentido. Este trabajo busca ahondar en la experiencia de la enfermedad y enfatiza la importancia de integrare estudio del sentido al análisis de procesos socioculturales.

Palabras clave: sentido; metáfora; creencias y prácticas religiosas; infancia; salud/enfermedad.




Abstract

When a situation that disturbs everyday life happens, such as progressive illness in childhood, people find themselves upon the task of rebuilding the meaning of it. Metaphors become then pieces of understanding through which people live and manage to accomplish this task. This paper focuses on this phenomenon and aims to analyze the relationship between this life situation and body, religious or secular beliefs and practices, stigma, motherhood and childhood. This will allow the understanding of the illness as a sociocultural problem of co-construct of meaning. This paper seeks to delve into the experience of the disease and emphasizes the importance of integrating the study of meaning to the analysis of sociocultural processes.

Keywords: meaning; metaphor; religious beliefs and practices; childhood: health/illness.









Las enfermedades degenerativas son padecimientos que pueden generar la pérdida del sentido en quienes lo padecen y en las personas que los rodean. El presente artículo tiene como objetivo realizar una revisión teórica desde la cual se pueda estudiar la reconstrucción del sentido en torno a una enfermedad degenerativa, grave y/o mortal en la infancia. Para una mayor claridad se divide el contenido en dos partes. La primera propone y discute el concepto de sentido y su relación con las metáforas. En la segunda se analizan los elementos socioculturales relacionados al fenómeno al que se ocupa este trabajo.

La construcción y reconstrucción del sentido

En el capítulo I de su Decálogo, el cineasta Krzysztof Kieślowski (1989) explora el significado del mandamiento bíblico: Amarás a Dios sobre todas las cosas. El director narra un segmento en la vida de un niño, Pawel, y su padre ateo. El padre sólo cree en los cálculos matemáticos, piensa que a través de ellos puede controlar y predecir los sucesos a su alrededor. Cuando la desgracia los alcanza, el padre debe transformar todas sus creencias. Los minutos finales del mediometraje relatan la forma en que el progenitor reclama a Dios su suerte. El episodio es una muestra de cómo una vivencia de sufrimiento puede desatar la búsqueda por reconstruir el sentido. Ésta cinta se encuentra colmada de metáforas sobre el sufrimiento.

Este tipo de comprensión metafórica suele darse no únicamente en el arte como reflejo de las situaciones de sufrimiento, sino también en la vida cotidiana cuando la realidad se vuelve difícil de explicar. Para una familia que tiene una niña o niño con una enfermedad degenerativa, la interpretación de su experiencia se modifica continuamente conforme la niña o el niño se deteriora y muere. Las preguntas sobre el origen del padecimiento, las culpas y/o las creencias aparecen y buscan respuesta. El sosiego o la angustia pueden hacerse presentes con el sentido que se le da a lo que se vive. En muchas ocasiones, se entiende esta situación como un quebranto, una pérdida, un regalo, etc. Estas construcciones de naturaleza metafórica permiten comprender la situación.

Cuando Johnson (1987) dice que sin imaginación no hay sentido se refiere a este tipo de entendimiento de la experiencia. La imaginación es una profunda estructura para el sentido por la que se vuelven coherentes, consistentes y unificadas las representaciones. Con ella se hacen las conexiones para las inferencias y la resolución de problemas a nivel racional (Johnson, 1987). Esto es posible debido a que la vida cotidiana está estructurada de manera metafórica, de tal forma que la manera en que se actúa y se piensa se relaciona con las construcciones sociales:

Nosotros hemos llegado a la conclusión de la que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica (Lakoff y Johnson, 1986, p. 39).

Una metáfora consiste en trasladar la estructura de un concepto en términos de otro (Lakoff y Johnson, 1986). Por ejemplo, cuando se define una enfermedad como una batalla, la estructura del concepto “batalla” se traslada al concepto “enfermedad”. La enfermedad, entonces, será entendida de acuerdo con todas las posibles ordenaciones que estén insertas en la noción de batalla: es el enemigo al que hay que vencer y no hay otro blanco más al cual atacar para salir victorioso. Esto aplica incluso si se habla de un padecimiento crónico o degenerativo. Así, las metáforas no están en las palabras sino en los conceptos, es decir, una metáfora no es una o varias palabras sino un concepto que define el modo en que se concibe una cosa o situación determinada (Lakoff y Johnson, 1986).

La dificultad de separar el “ser” de la metáfora es clara, hay incluso una propensión de hablar del “ser” metafóricamente. Incluso el hablar de la metáfora implica hacerlo de manera metafórica, por lo que parece imposible desprenderse de ella (Derrida, 1989). Al observar todas estas propuestas para describir la metáfora, se observa que su naturaleza la convierte en el vehículo que transporta al entendimiento, permite que el mundo sea accesible (Grondin, 2014) y “de cierta forma -metafórica, claro está, y como un modo de habitar- somos el contenido y la materia de ese vehículo: pasajeros, comprendidos y transportados por metáfora.” (Derrida, 1989, p. 35).

Las metáforas se describen a través de las siguientes características: son reales, pero no verdaderas, son sistemáticas, y son coherentes en su forma y consecuencias (Lakoff y Johnson, 1986). Las metáforas no buscan describir un evento en términos de verdades objetivas, sino que se estructuran para crear realidades. En este orden de ideas, el entendimiento de una enfermedad, de naturaleza metafórica, será una realidad subjetiva del individuo o de la comunidad en la que se encuentra inserto el individuo. Una campaña publicitaria relacionada al cáncer infantil donde se anuncie “Pequeños superhéroes cada día” se desprende de la estructura de una metáfora militar. La lucha contra el enemigo (el padecimiento), hace de niñas o niños héroes en el campo de batalla. Si se analiza con más detenimiento, la frase refiere a la posibilidad de ser una persona fuera de lo común a través de la desgracia, alguien que no únicamente supera la adversidad, sino que se transforma en un ser extraordinario. Esto constituye una realidad en la vida cotidiana para los que construyen así la experiencia. Pero no puede ser verdadero, debido a que existen otras interpretaciones a través de las que se construyen las ideas con las que se vive.

Las principales metáforas utilizadas en la salud son: el cuerpo es una máquina (se parte de la premisa de que el organismo es un artefacto que funciona en los engranajes de sus órganos y sistemas), la enfermedad es un enfrentamiento militar (se describe el proceso de búsqueda de la salud, y dota al enfermo de características y valores culturales que permitan una representación manejable del sufrimiento) y el cuerpo es una zona de inmunidad (la más reciente, busca establecer el cuerpo como territorio libre de riesgos, deterioro o muerte) (Nettleton, 2013). Este análisis de las metáforas relacionadas a los padecimientos se encuentra en el libro La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas:

La tuberculosis es una desintegración, es fiebre, es una desmaterialización; es una enfermedad de líquidos el cuerpo que se torna flema y mucosidad y esputo y, finalmente, sangre y de aire, necesidad de aire mejor. El cáncer es degeneración, los tejidos del cuerpo se vuelven duros. Un año antes de morir de cáncer, en 1892, Alice James escribía en su diario acerca de «esta impía sustancia de granito que llevo en mi pecho». Pero este bulto está vivo, es un feto con su propia voluntad (Sontag, 2003, p. 5).

Para Nettleton (2013), la manera en que se conceptualiza la salud o la enfermedad se relaciona con la capacidad de afrontamiento, el incremento o decremento de la salud, y el “equilibrio”. Estos tres elementos se encuentran insertos en un contexto sociocultural y están condicionados al tipo de padecimiento: es diferente el modo de concebir la situación cuando el diagnóstico de un recién nacido es pie equino varo y no Síndrome de Down, Parálisis cerebral (PC) o Síndrome de Prader-Willi. Por lo anterior, las enfermedades degenerativas se viven como una disrupción donde se pierde el sentido de la vida. De ahí que se inicie la reconstrucción de un sentido que permita continuar la existencia en una sociedad y una cultura determinada. Se habla de reconstrucción debido a que, cuando se recibe la noticia de una enfermedad grave, discapacitante o degenerativa, aquello que se daba por hecho se pierde. Viene una crisis de sentido y, a partir de ese momento, se empieza una nueva construcción de éste.

El sentido es un supuesto corporizado, simbólico y subjetivo sobre la realidad que permite la comprensión de la experiencia intersubjetiva. Es indeterminado y mutable por ser existencial, es decir, el sentido del que se habla aquí es el de la pregunta por la existencia del ser en sus circunstancias. El sentido se construye y, en su edificación, trasciende la lógica de lo cotidiano y de las formulaciones proposicionales. Se considera que en la construcción del sentido hay elementos principales: correspondencia y corporización o embodiment.

El sentido debe ser válido y aplicable a la experiencia y los objetivos de quien lo construye. En el caso de la enfermedad degenerativa, el proceso no conlleva simplemente el hecho de tomar un discurso de instituciones como la familia, la escuela o la religión. Se construye uno que permita el entendimiento a nivel de emoción y pensamiento; que vincule la experiencia con los contenidos sociales. A esto se le llama correspondencia. Las metáforas de las que se hablaba más arriba crean esos cruces capaces de conectar lo intersubjetivo.

A través de la metáfora se corporiza el sentido, pues la metáfora replantea el mundo en los términos de la experiencia sensible, es decir, borra el límite entre el contenido de la mente y el cuerpo. En este proceso de corporización se produce la acción social. El embodied meaning, o corporización del sentido, es el proceso de corporizar los significados creados a partir de la realidad (Johnson, 1987). La corporización también implica comprender la realidad a través del cuerpo. Esta definición difiere de la materialización o la somatización, donde el cuerpo se define como el receptor de los productos de la mente. En la presente propuesta se entiende que la mente y el cuerpo se conciertan para la construcción del sentido.

Para hablar del sentido es más acertado decir sentidos, en plural, ya que no se podría decir que existe uno solo de ellos para cualquier individuo o sujeto, sino que se construyen en relación con un lugar y un tiempo fijo. El sentido es indeterminado, esto es, que los sentidos son flexibles, adaptables y se transforman de manera continua. Estrada (2010) describe al ser humano como un animal social, que termina su gestación en el ámbito sociocultural. El entorno en el que se desenvuelve es su naturaleza, y por ello, cualquier teorización sobre el sentido debe considerar el contexto en el que se construye lo subjetivo. Por subjetivo se entienden las diferentes formas en las que el sujeto existe, en las múltiples perspectivas que cada uno tiene de la realidad (Grossberg, 2011).

En relación con la subjetividad y el sentido en la experiencia de la enfermedad, se considera que en su interpretación de Canguilhem, Bacarlett (2010) expone que el fenómeno de la enfermedad es en extremo único y novedoso. No hay dos personas que experimenten su padecimiento de igual modo, e implica la transformación de un ser sano en un otro enfermo. La manera en que se vive, no únicamente la enfermedad sino todos los aspectos de la vida, tienen un componente subjetivo que se desarrolla en una cultura particular. Aquí es necesario señalar que la subjetividad está entretejida con la cultura; se da en un tiempo y un espacio sociocultural determinado, por lo que hay coincidencias en las interpretaciones del mundo y en lo que le da sentido a la existencia. El pensamiento y sentimiento del sujeto absorbe y replantea su contexto sociocultural. La subjetividad es la fuerza motora que se compagina con el contexto para cambiar el mundo. Con base en esto, es necesario y pertinente estudiar la subjetividad como parte de lo sociocultural; y quizá también como método, pero no es oportuno desarrollar esa discusión en este trabajo. Lo que es necesario por ahora es remarcar que contexto y subjetividad hacen variable al sentido. Para Viktor Frankl (2001a) el sentido cambia con los días, e incluso con las horas, en cada individuo en un momento dado. A partir de esas consideraciones, cuando se hable de sentido, será desde su carácter social, plural y cambiante.

En la naturaleza polisémica del término, debe entenderse que el sentido tiene un carácter más profundo que los conceptos, las comprensiones proposicionales o la lógica de la vida cotidiana, además de que contiene correspondencia y corporización. Según Johnson (1987), es cierto que existe un significado de las palabras o las frases y que, como elemento lingüístico, ensancha las elaboraciones intencionales humanas. Sin embargo, éstas no significan por sí mismas, solo lo hacen a través de las personas y sus interacciones. Las palabras son instrumentos del entendimiento humano incluido en la comunidad, en una cultura y en un contexto histórico.

Por otra parte, el sentido permite trascender la comprensión meramente lingüística del mundo. Concebir la enfermedad como prueba, por ejemplo, permite dar orden y coherencia a lo que se vive. Si la enfermedad es una prueba de Dios, la persona sabe el para qué, y realizará diversas acciones diarias en la búsqueda por demostrar que puede sobrellevarla hasta la sanación o la muerte. Este proceso deja ver que el sentido no se refiere al significado de las palabras, sino que lo trasciende a un nivel emocional, cognitivo y sociocultural. Por ello, a través de los conceptos metafóricos se construyen sentidos, pues son capaces de estructurar emoción, pensamiento y acción social, “son metáforas mediante las que vivimos” (Lakoff y Johnson, 1986, p. 96).

Según Berger y Luckmann (1997), el sentido “no es más que una forma algo más compleja de conciencia: no existe de forma independiente. Tiene siempre un punto de referencia. El sentido es conciencia del hecho de que existe una relación entre las varias experiencias” (1997, p. 32). Sin embargo, este concepto es debatible. No es suficiente que el contenido de las experiencias, tejidas socialmente, sea razonado para la construcción del sentido. El sentido no es conciencia, pero debido a ella es posible y necesario.

Si bien los seres humanos tienen cierta noción de los hechos en la vida cotidiana, el sentido de la vida cotidiana está subordinado al sentido de la vida, ya que las acciones se relacionan con el propósito (Berger y Luckmann, 1997). Para Giddens (2006), la conciencia está limitada por algunas acciones no razonadas y por los resultados no esperados de los actos planeados. Es decir, que no todas las acciones se realizan con un análisis del pensamiento. Del mismo modo, para Viktor Frankl (2009) la conciencia es irracional y pre-lógica debido a que un examen moral sólo es posible a posteriori. Los juicios de ésta son, entonces, insondables.

El ser humano común tiene una idea vaga de lo que significa ser hombre, la existencia humana, o la vida como principio. El sentido es “…inconsciente en toda su magnitud y solo debe hacerse consiente allí donde hace falta; allí donde el hombre se sumerge en una crisis, donde dice que ‘la vida ya no tiene sentido’ porque se ha frustrado su voluntad de sentido…” (Frankl, 2001b, p. 44). En otras palabras, la conciencia del ser humano es pre-lógica gran parte del tiempo. Para él no es necesaria la conciencia ni la elaboración del sentido. En este orden de ideas, el hombre de la calle, como lo llama Frankl (1999), busca el sentido y lo encuentra de tres maneras principales:

…primero, cumpliendo un deber o un trabajo; segundo, experimentando algo o encontrando a alguien; en otras palabras, se puede hallar un sentido no sólo en el trabajo sino en el amor. Pero el más importante es el tercer camino: cuando nos enfrentamos a un destino que no podemos cambiar, estamos llamados a dar lo mejor de nosotros mismos, elevándonos por encima de nosotros mismos y creciendo más allá de nosotros mismos; en una palabra, a través de la transformación de nosotros mismos (Frankl, 2009, p. 198).

Por ejemplo, para las familias con una niña o niño que padece una enfermedad degenerativa, la necesidad del sentido se hace presente desde el momento en que perciben que su salud se deteriora. Se enfrentan con un destino inmutable y atemorizante que les exige ir más allá de las concepciones de la realidad que tenían hasta ese momento. La conciencia del sentido, que hasta entonces pertenecía a una noción vaga, innecesaria o inexistente, debe entrar en un análisis debido a esta situación tan dolorosa.

Según lo descrito por Frankl, el sentido se encuentra (Frankl, 1999) o se descubre, no puede darse o inventarse (Frankl, 2001). Sin embargo, es más preciso hablar de que el sentido se construye. Si bien ambas concepciones (encontrar y construir) se representan a través de metáforas, la primera acepción (encontrar), abre la interrogante de dónde está oculto el sentido. Para Frankl (2009) se encuentra enterrado en la conciencia. Esto vuelve problemática la acepción, pues habría que realizar un análisis de elementos contenidos en la sociedad y en la cultura que configuran la conciencia del sujeto. No hay que olvidar que dichos elementos se construyen socialmente y son conceptos a través de los que se vive y que organizan el pensamiento y las acciones. Según Watzlawick (1995), son supuestos construidos sobre la realidad. Como se menciona más arriba, hay que considerar que el sentido difiere del significado. El significado puede encontrarse, el sentido se construye y reconstruye cuando es necesario en la subjetividad y dentro una estructura social. Es importante aclarar que, si bien la realidad social y el sentido se construyen en la intersubjetividad, la base sobre la que se construye el modo de entender al mundo es la percepción de los objetos físicos ya existentes. La enfermedad pertenece también al mundo físico, y es absurdo suponer que es posible provocar o curar un padecimiento, como una enfermedad degenerativa, por consenso o interacción.

Hasta aquí se ha visto que: el sentido de la vida cotidiana se encuentra subordinado al sentido de la vida, no se encuentra, sino que se construye, se transmite en muchas ocasiones a través de la metáfora, es diferente al concepto de significado y trasciende las formulaciones proposicionales. Pero es necesario aclarar otro alcance del término: cuando se le utiliza como sinónimo de lógica, por ejemplo, cuando se afirma que tal o cual persona hace o dice cosas “que no tienen sentido”. La relación entre un concepto y el otro se localiza en el contexto de la práctica, es decir, se enuncia lo dado por hecho como un sentido, porque no coincide con el deber ser. Por ejemplo, si se cree que la persona enferma debe buscar la salud como algo “lógico”, y no lo hace, lo que significa el acto del descuido es una incoherencia con respecto a las acciones que debiera emprender, por ello se cree que esto “no tiene sentido”. En realidad, a lo que se refiere esta afirmación es a que sucede algo que no tiene una lógica en la vida cotidiana. Pero el sentido de la vida cotidiana no es el sentido de la vida. Aunque en lo cotidiano se diga que tal o cual cosa no tiene sentido, se quiere decir que no tiene lógica porque el significado contradice el deber ser. Pero el sentido no es sinónimo ni de lógica ni de significado.

El sentido establece la lógica de la acción social que se instaura en las relaciones intersubjetivas (Weber, 1992). La razón de cierto acto, verbal o no, está sujeta al sentido que dirige dicho acto, pero este sentido se refiere a las interacciones que se dan en la vida cotidiana. El sentido dirige la acción social, pero no son sinónimos. ¿En dónde radica cuál es el sentido en las interacciones de la vida cotidiana? o ¿cuál es el margen desde el cual se puede establecer que un acto o verbalización tiene lógica? Un buen ejemplo es el narrado por Renato Rosaldo (2000) sobre los cortadores de cabezas: los ilongots de Filipinas. Para este grupo, si se sufre la muerte de un ser amado, se procede a la cacería de otro ser humano para cortarle la cabeza. Para ellos este acto es natural y tiene como finalidad el desahogo de un dolor profundo. El estudio de Rosaldo lleva a determinar que el contenido de la cultura es lo que determina la lógica de las acciones. La lógica depende de un sentido, como lo señala Weber, y no todos los sentidos conllevan un acto normalizado. Es decir, es posible que un comportamiento tenga una razón y un sentido en determinado contexto sociocultural, pero puede haber comportamientos incoherentes que estén llenos de sentido para determinado sujeto o grupo social.

En muchas ocasiones, las características propias de cierto acto o verbalización pueden parecer desatinadas debido a las situaciones específicas de vida, incluso dentro de un grupo establecido. Las experiencias asociadas al dolor, a la enfermedad o la muerte vienen acompañadas de emociones y pensamientos que pueden comprometer la coherencia de los sujetos. Pero nuevamente, el sentido no se refiere a la lógica. En Amarás a Dios sobre todas las cosas, el comportamiento del padre se vuelve de pronto insensato para los que lo conocen, esto debido a que su mundo se vuelve impredecible y sus expectativas sobre la infalibilidad de los números se derrumba. La definición de Weber (1992) y los estudios de Rosaldo (2000) aportan un punto importante en el que también ponen énfasis Estrada (2010) y Frankl (2001): el contexto. Aquí como contexto se piensa en los atributos propios de una cultura, es decir, se adopta la idea de enciclopedia cultural de Eco (2015) para decir en qué tiempo y en qué espacio decir “ballena” o “gato” tiene un sentido. En el caso específico de la experiencia de la enfermedad en la familia, donde la expectativa es la salud de sus miembros, la llegada del padecimiento y la muerte en uno o más hijos, produce incertidumbre con respecto a su visión de sí mismos y del mundo en el que viven. La vida misma de vuelve indeterminable. En este contexto, estos grupos deben reconstruir el sentido de sus vidas desde esta experiencia.

¿Creencias religiosas o no? El otro dilema

Uno de los elementos que puede ayudar en la construcción de dicho sentido es la religión. Para Peter Berger (2005) la religión es:

la empresa humana por la que un cosmos sacralizado queda establecido […] Por sagrado entendemos aquí un tipo de poder misterioso e imponente, distinto del hombre y sin embargo relacionado con él, que se cree reside en ciertos objetos de la experiencia (Berger, 2005, p. 47).

Pascal Boyer (2010) agrega que la religión es una doctrina que propone explicaciones sobre las cosas del entorno, sobre las almas de los difuntos, o bien, sobre otras cuestiones teóricas. Para este autor, el que sea doctrina no es su aspecto más importante, ya que es inútil una explicación racional o teórica de los agentes sobrenaturales; lo destacable es cómo influye en la vida diaria.

Mediante las prácticas se mantiene la realidad en las religiones, pero deben revitalizarse en contacto con los otros. En situaciones de crisis, los individuos recurren a los rituales para el mantenimiento de las rutinas en la vida cotidiana (Berger y Luckmann, 2012). Todas las formas de legitimación sirven para la conservación de la realidad en los niveles objetivo y subjetivo. Berger y Luckmann (1997) observan que los individuos comunes no se cuestionan todo el tiempo sobre Dios. Más relevante y de suma importancia es señalar es la visión de autores como Berger (2005), Boyer (2010), Estrada, (2010) o Luhmann (2009), quienes apuntan a que no únicamente a través de la religión se puede continuar con la vida. Aquí surge la controversia sobre si la religión desahoga o crea ansiedades e incertidumbres asociadas a situaciones de sufrimiento, como las enfermedades o la muerte. Algunas investigaciones han encontrado relaciones donde las creencias religiosas favorecen el bienestar y la salud (Espíndula et al., 2010; Ridge et al., 2008; Sánchez, 2004). Para Pascal Boyer (2010), por el contrario, la religión no es un elemento tranquilizador, sino que con frecuencia hace más aterrador el mundo. En el testimonio del sociólogo Raúl Schega (2003):

En otros casos su repugnancia, hostilidad y miedo los hace sentirse infames y me adjudican atributos de índole sobrenatural al llamarme “enviado de Dios”, “un ángel”, “un ejemplo de vida”. No elegí ser discapacitado por lo tanto no puedo considerarlo ni como mérito ni como fracaso. Aunque la lucha a la que me enfrento es muy dura y necesito realizar un gran esfuerzo conmigo mismo, con la sociedad y la cultura. No soporto que se me encajone en un grupo al que el hacer me ha hecho pertenecer y desde el cual la sociedad se esfuerza por anular la posibilidad de que sea un sujeto productivo (Schega, 2003, p. 26).

En este fragmento se puede observar la dificultad a la que se enfrentan las personas enfermas o con una discapacidad debido a las creencias religiosas que se relacionan en la sociedad con su condición. En la Encuesta Mundial sobre Valores, aplicada entre 1990 y 1993, los participantes mexicanos dijeron creer en Dios, en el pecado, en el alma, en el cielo, en la vida después de la muerte, en la resurrección, en el infierno, en el diablo y en la reencarnación (Patiño, 2013). Pero ¿qué se entiende por creencia? Para Genaro Zalpa (2011), una creencia enlaza la cosmovisión con las costumbres. Ortega y Gasset (2005) explica que la creencia no es propiedad de los seres humanos, sino que es ella quien tiene y sostiene a la persona, está latente en la conciencia y constituye aquello que se da por hecho, e integra el terreno donde acontece la vida. Con base en ella, y en la duda, el ser humano construye su mundo.

“La religión es, ante todo, práctica”, es la frase con la que Boyer (2010) titula su apartado sobre el razonamiento y la intuición. En dicha sección, habla sobre la importancia de las prácticas en la relación entre los seres humanos y los seres sobrenaturales. Para Zalpa (2011), las prácticas pueden estudiarse como significación debido a que son fenómenos que contienen ideas y símbolos que se plasman en la acción social. Así, las prácticas se realizan en un espacio y un tiempo. Es decir, tienen un contexto específico y, de este modo, se produce una relación dialéctica entre ellas y el entorno (Solis y Martínez, 2012). Se puede considerar entonces que el significado es una pieza clave, siendo así contexto y significado los elementos para entender las prácticas.

Las familias con una hija o hijo que presenta una enfermedad degenerativa pueden construir metáforas para la reformulación de su realidad a través de las creencias y las prácticas religiosas. Se pueden encontrar dentro de las representaciones de estos grupos: madres e hijos con características divinas o demoníacas, como elegidos por santos o malditos. Sin embargo, el sentido es plural, precisamente porque los sujetos no se limitan a la esfera religiosa para construirlo, sino que toman otros elementos para la reinterpretación de la experiencia de vida.

En la vida social y cultural se advierten los depósitos históricos de sentido, es decir, reservas de sentido aceptado y objetivado en las comunidades de vida y administrado por las instituciones (Berger y Luckmann, 1997). Cuando las familias reciben el diagnóstico y/o pronóstico del padecimiento de la niña o niño se busca en dichas reservas posibilidades de sentido que puedan dar respuesta a la situación por la que están pasando. En diversas ocasiones, no lo encuentran en los contenidos comunes y tienen que recurrir a una reconstrucción de lo que daban por supuesto desde raíz.

Estigma

Cuando en una comunidad se relaciona a la niña o niño con el pecado, el diablo o el mal debido a la conducta de uno de los padres, esta metáfora tiene el poder de incrementar el rechazo a niveles extraordinarios. Del estigma surgen expresiones como monstruos para referirse a niñas o niños con alguna discapacidad, o el señalamiento a la madre por dar a luz a una niña o niño con estas características por haber cometido “un acto contra la humanidad”.

El individuo estigmatizado se asume como cualquier otro ser humano y, sin embargo, es definido por sí mismo y los demás como un individuo “marginal”. Para Goffman (2012) existen dos tipos de identidades: la social virtual, que está compuesta por las demandas de los otros sobre el individuo, y la social real, que son los atributos que sí le pertenecen al individuo y pueden demostrarse. Cuando una persona tiene una diferencia física, muchas veces se le deja de ver como una persona total, se le menosprecia, y esto produce una discrepancia aún más marcada entre la identidad social virtual y la real (Goffman, 2012). Esta situación de estigmatización también es experimentada por las familias cuando su situación implica dos signos: el de la enfermedad y el de la muerte. A pesar de esto, las personas que son señaladas buscan el modo de continuar siendo parte de la sociedad. Para Goffman (2012), la socialización entre ellos y las personas “normales” suelen tener matices muy particulares. Generalmente, se deja el mayor esfuerzo de adaptación al estigmatizado, el cual no recibe una saludable retroalimentación por parte de los demás. La persona con un defecto físico difícilmente estará segura si la reacción del otro ante su presencia será de rechazo o aceptación.

En algunos casos, como en el de las enfermedades degenerativas, las deficiencias físicas van apareciendo poco a poco. Por ejemplo, un grupo de niños que se sienten confundidos al ver que un compañero empieza a usar silla de ruedas para desplazarse, comenzarán a comportarse de manera distinta en la interacción. Por su parte, la madre de esta niña o niño recibe cada vez más preguntas sobre el padecimiento. Señala Goffman que, en estos casos, aparecen problemas para entablar nuevas relaciones y “quienes lo conocen desde antes están ligados a una concepción de lo que fue alguna vez, y pueden, por consiguiente, sentirse incapaces de brindarle, sea un trato natural, sea una aceptación familiar” (Goffman, 2012, p. 53).

Maternidad

La familia es una de las instituciones sociales más poderosas en las que se relacionan las personas. El funcionamiento de sus miembros a nivel físico, emocional y social es independiente, pero los cambios en una parte de la familia influyen en la otra y viceversa; las relaciones entre sus miembros suelen ser pautadas, reiteradas y recíprocas (McGoldrick y Gerson, 2008). Es un grupo organizado donde los actos y el mantenimiento de situaciones emergen en su funcionamiento (Desatnik, 2004).

Cuando se presenta un padecimiento grave o discapacitante, la familia puede mostrarse sobreprotectora a tal grado de impedir el desarrollo de la autonomía y la competencia (Fishman, 1994), y la persona con una enfermedad no curable se puede convertir en su la “reison d´ètre” (Cooklin, 2005). El vínculo que se crea entre la madre y su niña o niño puede ser tan fuerte que, en ocasiones, les cuesta trabajo diferenciar la identidad de uno y el otro por separado. La necesidad de cuidados del hijo en ocasiones hace imposible que su madre y/o cuidadora realicen alguna actividad alterna. Cuando el padecimiento es crónico y degenerativo, definitivamente el impacto en la identidad e independencia es mucho más fuerte en la vida de los que la padecen y en sus familias.

Según Landsman (2009), para las madres la experiencia de tener una hija o hijo enfermo tiene matices muy especiales, pues suele ser esencialmente perturbadora para algunas de ellas. Los médicos utilizan el concepto “normal” como sinónimo de “perfecto” en los análisis durante el embarazo y después del nacimiento. Si el bebé nace con una alteración, no únicamente son anormales, sino también imperfectos. En el caso de aquellos que nacen con algún tipo de discapacidad o enfermedad degenerativa, la idea de que las madres son las culpables es muy común y se les cuestiona si tuvieron suficientes cuidados antes y después del alumbramiento.

La pobreza, el abuso de drogas, el consumo de alcohol o el abuso infantil están estadísticamente asociados a la discapacidad. Pero hay madres que, incluso sin tener relación con estos datos, sienten culpas constantes. Este sentimiento puede llevarlas a cuestionarse sobre detalles sin relación con la discapacidad o enfermedad de la niña o niño, aun cuando los defectos de nacimiento se deban a la exposición a las toxinas del ambiente o al abuso de drogas o alcohol por parte de los padres. La culpa se exacerba debido a que la mayoría de las campañas publicitarias para los cuidados prenatales vienen dirigidos a las mujeres, con muy pocas excepciones donde el mensaje viene dirigido a los hombres (Landsman, 2009).

En la actualidad, parece que los hombres han cambiado su visión de la crianza como un deber plenamente femenino. Existe toda una reflexión sobre nuevas masculinidades y paternidades. Para ellos ahora es importante mostrar sus emociones y ayudar a la crianza de los hijos (Lupton, 1998). Según los estudios de Salguero y Pérez (2011) con parejas mexicanas, todavía se observa la lucha del hombre por adaptarse a los nuevos discursos, donde el padre debe permitir relaciones más igualitarias, cercanas y afectivas. Se esfuerzan por mantener un nuevo estatus, pero con una gran dificultad para abandonar la autoridad. En el estudio realizado por estos autores, las mujeres opinan que las acciones de sus esposos continúan bajo el mismo discurso de la desigualdad y el poder.

La preocupación de que el cuidado de los otros sea un asunto de género ha sido señalado por algunos investigadores del trabajo informal. Un cuidador informal es generalmente alguien de la familia que realiza esta actividad sin recibir ninguna paga (García et al., 2004). El que sean las mujeres, en su mayoría, quienes cumplen con este papel, es una señal de desigualdad (García et al., 2004; Valderrama, 2006). Las mujeres que tienen estos roles en casa suelen pensar que es su obligación y lo ven como un deber moral dentro de la familia; se espera de ellas, dentro de los discursos sociales sobre la familia, que cuiden a sus hijos (Valderrama, 2006), pero también a sus padres, hermanos y otros miembros de la familia, ya sean de ella o de su pareja. Desde las perspectivas de género, se analiza el cuidado también como la división del trabajo entre el hombre y la mujer. Mientras que ellos salen y obtienen un pago por sus labores, la mujer se queda en casa realizando actividades no asalariadas. El trabajo de las mujeres se valora por su capacidad de satisfacer las necesidades humanas, pero no reciben el reconocimiento que merecen (Izquierdo, 2003). Probablemente, esto se debe a que se ve como una obligación dentro de la familia, y se les culpabiliza si no cumplen con estas funciones (García y La Parra, 2007).

Para las madres de hijas o hijos con enfermedades degenerativas, la sensación de culpa se acompaña del pensamiento constante de lo que significa la enfermedad, la discapacidad y la muerte. Para ellas puede representar la pérdida de la familia que no tendrán, o la imposibilidad de ayudar a su hijo a ser una persona independiente, o la dificultad de continuar con su carrera. Las metáforas con las que refieren su situación las sitúa en escenarios muy particulares. Por ejemplo, cuando creen que la enfermedad de su pequeño es un castigo por un pecado propio, pueden llegar a vivir en la incapacidad de perdonar su falta; en el caso de ser el pecado de su pareja, esto desafiará la convivencia entre ambos padres. En ambos casos la culpa aparece de manera continua.

En la actualidad, la expectativa de un bebé “perfecto” o “normal” se manifiesta como un deseo por controlar la naturaleza, sobre todo en el ámbito de la medicina. En el caso de que se aplique en el proceso gestacional toda la ciencia y la tecnología disponible hasta el momento y falle la expectativa de perfección, en la gran mayoría de los casos la culpa recaerá en la madre. Este patrón es consistente incluso en donde los motivos de la discapacidad están asociados a una mala práctica médica (Landsman, 2009). Algunas mujeres no son atendidas a tiempo en el centro de salud, sufren violencia obstétrica con burlas, insultos y críticas por pedir atención, cuando en realidad ya necesitan dar a luz, o se les niega la realización de la cesárea cuando su bebé ya presenta sufrimiento fetal. Incluso en estos casos, siguen en la creencia de que debieron actuar de otro modo y que la culpa es de ellas. Esto hace que no presenten denuncias por los tratos recibidos o por negligencia.

En concordancia con los estudios de Goffman (2012), donde se observa que la personalidad de los sujetos con deformidades o discapacidades físicas se ve disminuida, las madres estudiadas por Landsman (2009) encuentran que también la maternidad cambia cuando se presentan alteraciones del desarrollo, enfermedades o discapacidades en sus niñas o niños. Algunas de las entrevistadas relatan cómo los días siguientes al nacimiento las personas que las rodean no siguen los rituales habituales de celebración; incluso en ocasiones ni siquiera se les felicita por su maternidad. Otras dicen que es como si no hubiera nacido ningún bebé. Para Guerrero (2011), no se reconoce la humanidad a las personas estigmatizadas, mucho menos cuando no pueden desarrollar habilidades propias del ser humano que les den una identidad cultural. Así, en muchas ocasiones, se tiene la idea de que la niña o niño “imperfectos” no son realmente seres humanos, únicamente brindándole valores culturalmente reconocidos cuando son bebés “de nuevo”. Algunos de estos valores son la lucha por la supervivencia o su capacidad de dar lecciones de vida a los demás (Landsman, 2009).

Por lo anterior, la reconstrucción de la maternidad es muy importante para las mujeres que tienen niños con alguna discapacidad o enfermedad, pues implica encontrar narrativas en la cultura que ayuden a dar sentido a lo que viven. Recuperar la maternidad que les quita el estigma puede ser sumamente complicado para ellas. Además de estar pendientes de cumplir con el cuidado de sus hijos, deben edificar una historia alterna que sea coherente con lo que sienten, y en la cual puedan ir más allá del estigma y la culpa, incluso a contracorriente de lo que puedan pensar los otros de su situación.

En los estudios de Landsman (2009), se observan las metáforas que acompañan al nacimiento de un bebé con una alteración. Una de ellas es la de la niña o niño como dador, como maestro en la enseñanza de la paciencia y el amor incondicional. Esta metáfora en ocasiones se complementa con la frase “Dios da hijos especiales a los padres especiales”. Generalmente, las madres en Gran Bretaña rechazan esta afirmación debido a que no pueden imaginar un Dios que dañe de esa manera a sus bebés. Aceptan a sus hijos como maestros que les han traído el conocimiento y el amor incondicional, es decir, el regalo no lo ha otorgado Dios, sino la niña o niño mismos. Esta idea trae alegría a los padres por el regalo recibido, pero dolor al ver que sus hijos sufren por enseñar valores importantes para ellos. Del mismo modo, en México algunas madres de niñas o niños con enfermedades degenerativas cuestionan sus creencias a pesar de que la religión tiene una representación importante en la cultura. Por otra parte, hay algunas otras repercusiones, por ejemplo, el que Dios haya hecho la elección de los padres por tener una capacidad mayor a la de los demás dota a los progenitores, sobre todo a la madre, de un aura de bondad y fortaleza que tiene implicaciones trascendentes para la imagen de sí mismas y de su maternidad. Además, los entendimientos metafóricos sobre el regalo o la enseñanza no son privativos de niñas o niños que nacen con alguna alteración o discapacidad, también se asocian a la enfermedad de una niña o niño de mayor edad, como es el caso de las enfermedades degenerativas.

La metáfora de la niña o niño enfermo y/o con discapacidad como regalo de Dios es un tema controversial para las personas que tienen estas experiencias. Se cuestionan sus creencias cuando las situaciones se salen de control o les producen dolor. Incluso los niños se enojan y cuestionan al Dios que les presentan sus padres. ¿Cómo amar sobre todas las cosas a un Dios que permite tal dolor? Para las niñas o niños es una pregunta válida, pero suele tener matices particulares: ellos se encuentran sometidos en gran medida a las creencias a través de las cuales sus padres construyen la realidad.

Infancia

Hay que considerar que, durante mucho tiempo, se vio a la niñez únicamente como una etapa previa a la adulta, donde los seres humanos aprendían a participar en la vida social (Mayall, 2002). Sin embargo, desde hace ya algunas décadas se ha hecho el llamado para el estudio de la sociología de la infancia, tomando como principales elementos la agencia social y la generación. Los estudios realizados en niñas y niños muestran que tienen agencia: se entiende que “negocian con otros, con el efecto de que esa interacción haga una diferencia - para la relación o para una decisión, para el funcionamiento de un conjunto de suposiciones o restricciones sociales.” (Mayall, 2002, p. 21).

Niñas y niños constituyen una minoría social, pues mantienen un estatus de subordinación en relación con los adultos. Son los adultos los que organizan mucho del tiempo y la actividad que determina la experiencia. En esta organización se les pide a niñas y niños la obediencia hacia los padres y la convivencia con la familia. En el acuerdo de estar juntos, muchas veces niñas y niños se vuelven confidentes de sus padres, en especial de la madre, con quien pasan un mayor tiempo; suelen hablar más con ellas con respecto a “discusiones, permisos, charlas, confidencias, escuchar historias sobre la familia y sus relaciones” (Mayall, 2002, p. 45). Esto deja ver que las madres mantienen más interacción con niñas y niños. Muchos cuidan de mamá: se preocupan por ella y hacen todo lo posible por aliviarla del estrés o el malestar. Esta relación es reciproca: tú cuidas de mí, yo cuido de ti (Mayall, 2002). En las familias con hijas o hijos con alguna discapacidad o enfermedad, esto último se vuelve muy claro para los hermanos, los cuales ayudan al cuidado de la niña o niño enfermo y en las tareas domésticas.

La generación, como se menciona antes, es el segundo elemento que se ha estudiado sobre la sociología de la infancia. En el mundo actual, debido a que la sociedad va cambiando y ha crecido el riesgo, los padres suelen restringir mucho a sus hijos jugar fuera o en las casas de sus amigos, y esto se convierte en un tema de continua negociación. Mientras que para los adultos hay peligros fuera de casa, para niñas y niños es un lugar de importancia para determinar su experiencia diaria. La negociación del poder es especialmente difícil en edades entre 9 a 12 años, pues hay más comprensión de la subordinación sobre el control de su cuerpo y su mente (Mayall, 2002).

Para las niñas y niños con enfermedades degenerativas el riesgo que supone salir a la calle es mayor. Progresivamente, pierden la capacidad física de defenderse de agresiones o abusos, además de que son blanco de ataques porque no son tan rápidos o precisos para los juegos como sus compañeros. Muchos deciden no salir y pasar más tiempo en casa con su familia, jugando videojuegos, viendo televisión o conectados a Internet. Cuando prefieren estar con sus amigos afuera, generalmente es con la vigilancia de los padres o sus hermanos, aunque la decisión no siempre la toman ellos; sus padres suelen evitar que salgan o se integran a los juegos. En varias ocasiones se puede ver o escuchar a las madres o padres que cargan a sus hijos y los asisten para que participen en los juegos de fútbol, la roña o cualquier otro que implique desplazarse.

Niñas y niños, enfermos o no, negocian su espacio, su tiempo y su estatus. Para Mayall (2002), ellos aprenden la cultura particular de la familia, participan con los adultos en el mantenimiento de sus casas, utilizan sus conocimientos de la escuela y del hogar para formar su carácter y su estado de ánimo, intereses y disposiciones. Las labores que desempeñan activamente también son otra muestra de su agencia en la vida cotidiana: participan en las actividades de la familia, se educan en la escuela y en la casa, se adaptan y afrontan las situaciones de cambio, juegan como proceso de construcción de sus vidas y proyectan planes sobre sí mismos.

Cuerpos visibles y cuerpos borrados

Las emociones son subjetivas, pero también son un fenómeno intersubjetivo construido en las relaciones entre las personas (Lupton, 1998). Como muchos otros conceptos, suelen ser descritos a través de metáforas, tales como signos de autoexpresión, autenticidad o pensamiento, fuente personal, asiento de la humanidad, frontera entre cuerpo y alma, etc. Pero hay dos metáforas con la que se describe principalmente la experiencia emocional: la del cuerpo como un contenedor y las emociones como un fluido (Lupton, 1998). Estas metáforas son coherentes por su correspondencia en cuanto a sus dominios. El entendimiento de las emociones, en lo social, oscila entre el contener y el soltar los fluidos, es decir, esconderlas o expresarlas:

Se anota en ese capítulo que la metáfora de la máquina incorpora conceptos del cuerpo como un sistema hidráulico, y a las emociones como fluidos estimados como entidades fluyendo alrededor del sistema, es una manera dominante de pensar acerca de la relación entre la salud, la enfermedad, el cuerpo y la emoción. La metáfora de la presa es también comúnmente empleada para describir el potencial efecto de enfermar cuando se contienen las emociones. Las emociones son conceptualizadas como ‘construyéndose’ con el cuerpo, como consecuencia creando tensión y presión con el truco de un daño interno si no se realiza (Lupton, 1998, p. 99).

La relación del cuerpo con las emociones y sentimientos se da de manera constante en la vida cotidiana, a pesar de que en muchas ocasiones no se reconoce esta asociación de manera explícita. Incluso, en ocasiones, se persiste en la errónea separación entre el cuerpo y las cuestiones mentales como el sentimiento o pensamiento. Para Le Bretón (1995), existe una tendencia a “borrar el cuerpo” en la sociedad occidental actual. Se le oculta detrás de la higiene y las costumbres, se privilegia la vista sobre los otros sentidos y se minimizan las funciones corporales que no están “bien vistas”: “Los olores, las secreciones, la edad y el cansancio están proscritos […] El cuerpo liberado de la publicidad es limpio, liso, neto, joven, seductor, sano, deportivo. No es el cuerpo de la vida cotidiana.” (Le Breton, 1995, p. 131–132).

Esto no es una contradicción con la búsqueda de la perfección corporal, sino una reacción al “borramiento”. El llamado “culto al cuerpo”, que se observa en la sociedad desde hace algunas décadas, es una búsqueda por ostentar un cuerpo higiénico, joven y sano, más allá de toda proporción real. Un cuerpo que no se derrama es un cuerpo en control, que se puede integrar, e incluso, que puede servir como modelo de perfección y pureza. Esto quiere decir que hay cuerpos propensos a ser borrados, como los de los enfermos, los que tienen sobrepeso, los peludos, los envejecidos o los que no están adornados conforme se piensa que deberían. Mientras que otros son “necesarios”, hay que verlos, hablar de ellos y exhibirlos en la misma proporción con la que se habla de sexo o dinero.

En la cotidianidad es difícil ser inadvertido cuando se tiene una enfermedad, pues se tiene un cuerpo que no puede ser borrado por una sociedad que desea hacerlo (Le Breton, 1995). Entonces se estigmatiza y se discrimina, pues no se pueden admitir las cosas que están fuera de lugar, señala Bauman (2011) parafraseando a Mary Douglas. “Por lo tanto deben borrarse, eliminarse, destruirse o trasladarse al lugar que les ‘corresponda’, si es que existe, por supuesto (tal lugar no siempre existe, como pueden atestiguar los refugiados apátridas y vagabundos sin techo).” (Bauman, 2011, p. 109–191). Para las personas con deformidades o enfermedades por las que llevan un estigma tampoco existe un sitio en donde recluirlas. Así, la experiencia del dolor y la enfermedad adquiere un carácter insólito que afecta lo cotidiano, a quienes los padecen y a sus testigos.

Le Breton (1995) señala que desde el siglo XVII con Descartes se inicia la tendencia al borramiento del cuerpo debido al miedo al fallecimiento. ¿Habrá un cuerpo que se quiera desaparecer con más intensidad que a uno muerto? Según Lupton (2012), el significado de la muerte es un claro ejemplo de lo que un cambio físico puede hacerle a la cultura. La fragilidad ontológica de los seres humanos los hace propensos a la enfermedad (Turner, 2001), y luchan por mantenerse “vivos hasta la muerte” como señala Ricœur (2014). La idea de la finitud es un tema de preocupación constante para los seres humanos. Para Ricœur (2014), los cuestionamientos sobre el fallecimiento empiezan con la “desaparición” del otro y la pregunta de si aún existe y en dónde. La relación con los muertos continúa a través del cadáver, el cual no es desechado como basura: “no nos desembarazamos de los muertos, jamás terminamos con ellos” (Ricœur, 2014, p.34). La reflexión se extiende hasta la certeza de la propia finitud y las incertidumbres que esto conlleva: se tiene la certeza de la muerte, pero no de cómo ni cuándo. Esta inseguridad choca con toda su fuerza contra el deseo de existir, de ser. Se lucha constantemente contra lo imaginario de la extinción (Ricœur, 2014). En épocas de epidemia o exterminio, los sobrevivientes se van fundiendo en una masa de moribundos, debido a que en cualquier momento la muerte llegará también por ellos. Los seres se encuentran hundidos en dicha masa, aunque se consideran vivos en esencia (Le Breton, 1995). Los enfermos, moribundos y agonizantes también se conciben vivos, si bien para las personas que los rodean sea lo contrario en algunas ocasiones (Ricœur, 2014).

En México, las calaveras de azúcar, los esqueletos de papel, los juguetes funerarios, la celebración del “día de muertos” y toda su ritualización, crean una comprensión alterna de la muerte. Estas manifestaciones rituales han ayudado a amortiguar la incomodidad que este tema le produce a occidente. La muerte trasciende el acto del fallecimiento y se convierte en símbolo utilizado para decir algo; ya sea para expresar una cuestión política, hacer frente a una situación especial, enmarcar movimientos sociales o expresar el nacionalismo. La muerte se vive como un símbolo de la identidad nacional (Lomnitz, 2006). A pesar de las prácticas propias de los mexicanos, la conciencia de la muerte es también fuente de angustias y, más allá de sus representaciones culturales en los funerales, se experimenta el dolor del duelo. Y, en el fondo, también en México se tiene miedo a la muerte.

Un estudio realizado por Rivera y Mancinas (2007) muestra cómo, a pesar del carácter lúdico y la necesidad de ciertos sectores en México por aceptar la muerte como algo “natural”, el dolor de la pérdida es algo presente e inevitable. Los participantes identifican este proceso con el dolor y la separación, y prefieren el fallecimiento en casa con la familia. Para ellos, el sufrimiento que produce un deceso se atenúa con el tiempo, la experiencia o la religión. Rivera y Mancinas (2007) documentan las metáforas utilizadas por los participantes durante entrevistas grupales. Las metáforas religiosas son: la muerte es una puerta de salvación; es el modo de dejar atrás el “valle de lágrimas” que es la vida; o un camino al paraíso. Las seculares son: nosotros somos la casa de la muerte; los ancianos son elefantes que se retiran a los asilos a morir.

Cualquier conciencia de la mortalidad puede producir ansiedad, y por ello se intensifican las construcciones que se hacen de esta realidad, más allá de los discursos, creencias, percepciones o valores (Lara y Osorio, 2014). Las personas con una enfermedad degenerativa con pronóstico de muerte se mantienen en constante consciencia de su propia finitud. Aquí radica la importancia del tema para la presente revisión teórica: niñas o niños y sus familias se encuentran a diario en contacto con la idea de la muerte. El pronóstico de los padecimientos se mantiene en el pensamiento de los padres día con día, en una suerte de duelo anticipado. Es una certeza que los mantiene sufrientes, primero por la pérdida inminente y segundo, por la ansiedad de la propia finitud.

La manera en que se experimenta la muerte depende de las causas y las circunstancias de la pérdida: la edad, la relación que se tenía con el fallecido, si es por enfermedad o supone la deformación o mutilación del cuerpo, las condiciones de vida y las prácticas o creencias (Bowlby, 1997). Se espera que sean los adultos y no los niños los que fallezcan primero, por lo que la muerte de una niña o niño produce el dolor de aquello que no pudo vivir el sujeto, ni los demás a su alrededor. Por otro lado, una muerte donde el cuerpo sufre deformación es especialmente angustiante para los sobrevivientes, quienes observan el deterioro de un organismo que contradice los discursos sobre un cuerpo contenido y saludable. La deformación o el desbordamiento del cuerpo de una niña o niño produce un quebranto en las expectativas en la cultura.

Conclusiones

La metáfora es el elemento a través del cual se vuelve posible el puente entre una realidad subjetiva del sentido y la interacción social en una realidad cultural. Se descubre así que el lenguaje es parte sustancial para la creación y expresión de la subjetividad. El sentido es un supuesto sobre la realidad que atraviesa la subjetividad y la cultura, junto con elementos con los que se viven como lo es la situación generacional, las concepciones de la maternidad y la corporalidad cuerpo, así como las creencias y prácticas religiosas. Su complejidad empata con su importancia en la vida sociocultural en la que los humanos se desarrollan y terminan por convertirse en seres humanos.


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Agradecimientos

A la Universidad Autónoma de Aguascalientes y al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, por el apoyo recibido para la realización del presente trabajo.




Acerca de la autora

Carolina Mora Huerta (carolina_mh@yahoo.com.mx) es doctora en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, maestra en Terapia Familiar Sistémica por la Universidad del Valle de Atemajac y Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, México (ORCID 0000-0002-7828-6657).




Recibido: 14/06/2021

Aceptado: 30/05/2022









Cómo citar este artículo

Mora Huerta, C. (2022). Sentido de vida en torno a la enfermedad degenerativa infantil. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(46). https://doi.org/10.33064/46crscsh3253











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