Reseña de Mora (2021) Infancia y enfermedad: La reconstrucción de un sentido ante la muerte
Review of Mora (2021) Infancia y enfermedad: La reconstrucción de un sentido ante la muerte
JORGE ALFONSO CHÁVEZ GALLO1
Mora Huerta, Carolina (2021).
Infancia y enfermedad: La reconstrucción de un sentido ante la muerte.
Letra Minúscula.
En su recientemente aparecido libro, titulado Infancia y enfermedad, la reconstrucción de un sentido ante la muerte, Carolina Mora Huerta hace un análisis de las metáforas mediante las que los niños con enfermedades degenerativas incurables, así como sus familias, intentan construir un sentido que les permita comprender su vida en esa situación. Su análisis se nutre de una serie de entrevistas realizadas a diversas familias en esa situación, además de una amplia bibliografía.
En particular, Carolina Mora entiende que las narraciones que entretejen el sentido o, más precisamente, los sentidos de nuestras vidas se componen de metáforas. Sobre las metáforas como eje de la creación de sentido. Por supuesto, las metáforas estructuradas en las narrativas religiosas se encuentran presentes a lo largo de todo el libro: las familias intentan reconstruir el sentido de sus vidas a partir, muchas veces, de ellas (así como de otras aceptadas socialmente en su entorno), pero en ocasiones también en contra de ellas. Conducidos principalmente por sus madres (la autora observa que los padres no suelen involucrarse en la dinámica de cuidado, que recae sobre las mujeres, página 34), los niños suelen asumir ciertos roles en su entendimiento de la enfermedad, pero también pueden rebelarse contra los roles tradicionales y, concretamente, contra la interpretación religiosa de su condición (en el estudio, el caso de quien la autora llama Naran, es particularmente llamativo).
En el capítulo titulado «Los niños, sus animales y monstruos: la invención del bosque de los cuerpos», Carolina Mora nos hace notar que, aunque la presencia de la interpretación en términos religiosos de la situación que estas familias viven es constante en la reconstrucción de sentido que llevan a cabo las madres, cuando los niños se enfrentan en solitario a la tarea de representar su enfermedad con un dibujo, ninguno de ellos recurre a las metáforas o a las narrativas religiosas (página 161), aunque en algunos casos sí a otras metáforas comunes (como la del héroe que lucha contra un monstruo). En cambio, parecen inclinarse más a la creación de sus propias metáforas y, así, de su propia narrativa.
Al final de ese mismo capítulo la autora se pregunta por la manera en que se convierte la religión en una narración importante en los esfuerzos de niños por darle sentido a su condición, en el transcurso de la infancia a la adolescencia, o «cómo se transmutan los sentidos desde un bosque lleno de cuerpos, animales, monstruos, robots, etc., a fantasías estructuradas a partir de las instituciones religiosas» (página 164), y señala que la respuesta requeriría de un estudio que ampliara el que se presenta en el libro. Sin embargo, a partir de lo que anota ya en este estudio pueden observarse algunos indicadores. Quisiera centrar mi comentario en este tema, por lo que retomo el caso de Naran, al que he aludido antes. Se trata de un joven que en el momento en que el estudio es realizado ya era un adulto, aunque los médicos le habían dado una esperanza de vida menor. Él piensa que no tenemos propósito alguno, que no hay ninguna especie de vida después de esta, que creer en Dios es una forma de autoengaño, y que la muerte es parte de como son las cosas, en uno de sus comentarios dice que «para mí todo esto, hasta nuestra existencia es un accidente y ya. Para mí no tenemos propósito, realmente nosotros lo creamos, no es que tengamos un objetivo como seres humanos» (página 121). «Naran se declara ateo desde los catorce años […]. Cree que cuando llegue el momento de su muerte será porque así es la naturaleza» (página 54). Carolina Mora observa que, sin embargo, «pero hay algo que lo mantiene vivo: la intensa relación con su madre, quien ha sacrificado gran parte de su vida por estar con él» (página 122). En otra parte la autora señala que el hecho de que su caso y el de la otra persona participante en el estudio que se declara atea, concuerda con las tendencias que muestran otros estudios en el ámbito local: ambos «son varón uno tiene un estrato socioeconómico alto y otro un nivel educativo de posgrado» (página 75).
Puede pensarse pues que el ateísmo de Naran está relacionado con su buena situación socioeconómica y su nivel educativo. Esto es algo que coincide también con estudios enfocados a la cuestión de la ausencia de creencias religiosas a nivel internacional (ver, particularmente, Zuckerman, 2010, que hace una recopilación y una síntesis comparativa). En ellos se muestra una relación entre esa ausencia y el nivel de bienestar a que cualquier persona puede acceder dentro de sus sociedades, de modo que las creencias religiosas son menos comunes en los países en los que las personas tienen una mejor educación y se sienten más seguras (hay mejores sistemas de salud, por ejemplo). En resumen, se puede decir que una situación de inseguridad, falta de recursos y en la que hay una educación deficiente, están asociadas con el predominio de la interpretación religiosa del sentido de la vida, no sólo en casos particulares, sino en las sociedades. En realidad, la situación de Nara es la misma en la que deberían estar también los otros niños y adolescentes. Una situación económica estable y una buena educación es algo de lo que cualquier niño tendría que gozar, y una sociedad en la que eso no es así es simplemente una sociedad radicalmente injusta e inhumana, para decirlo pronto.
Pues bien, al final del libro, en el «Epílogo», en donde Carolina Mora elabora una lista de recomendaciones o consideraciones que las instituciones en las que se atiende a pacientes con las características señaladas deberían incorporar a su trabajo, encontramos también la valiosa observación de que el trabajo que se realice con los niños debería tener un enfoque artístico, con base «en la capacidad del arte para la expresión de emociones y mejora de la autovaloración», en la «búsqueda de una narrativa más saludable para ellos» (página 168). Durante el estudio, la autora se concentra en el análisis de las metáforas y las narrativas a que los familiares y los pequeños entrevistados recurren para reconstruir el sentido de sus vidas, señalando qué aspectos resultan de ayuda para las personas y qué otros les resultan más bien problemáticos. Pero en esta la recapitulación final, esta idea me permite ir más allá del objeto de estudio abordado en el libro, para plantear una pregunta que desde mi punto de vista es fundamental: dado que hay interpretaciones más saludables que otras, ¿se podrá afirmar que, en general, las interpretaciones religiosas (esto es, las que remiten a un Dios, a una escatología, por no mencionar también el tema de la culpa, el pecado y la salvación), son menos saludables para estos pacientes y sus familias? Me atrevo a preguntar incluso, en la medida en que en la situación que viven estas personas pueda verse la condición humana misma concentrada, por decirlo así, si la religión no es poco saludable para los seres humanos en general. En realidad, se trata de una pregunta que ya planteó Nietzsche en el siglo XIX, pero que es necesario reiterar.
Con mucha frecuencia se afirma, en defensa de la religión, que en ella los seres humanos encuentran un sentido. Pero ese no es el punto: la cuestión no es si las religiones ayudan a configurar un sentido de la vida (es un hecho que es así), ni si son la única manera de hacerlo (hay millones de personas que le encuentran un sentido a su vida sin recurrir a la religión); en realidad la pregunta es la de si la que ofrece la religión es la mejor manera de encontrarle sentido a la vida. Encuentro en el libro de Carolina Mora algunos elementos para responder tentativamente que no.
Por un lado, la autora concluye que, desde el punto de vista de los niños, la religión no es necesaria para elaborar o reconstruir un sentido de su vida (página 161). Es más bien con el tiempo y la interacción social que esa narrativa se va incorporando a su búsqueda de sentido (página 162). Yo pensaría que, acaso por ello mismo, pueda verse en esa narrativa más bien la imposición de unos límites a la capacidad de los niños para generar metáforas que estructuren un sentido de su situación. Podría aseverarse incluso que, en lugar de facilitar la tarea, la religión la dificulta, aunque sea tan sólo por el hecho de que ahora no sólo hay que encontrarle sentido a la situación en que me encuentro, sino que además debo lidiar con el problema de por qué un dios benevolente permitiría que me ocurra lo que me está ocurriendo. Pareciera que la idea de Dios orilla a las personas a afirmar que su situación es incomprensible (los designios de Dios lo son), más que a una aceptación franca y libre de culpas de la situación e, incluso, de la perspectiva ineludible de la propia muerte, que sí se da en el caso de Naran.
En segundo lugar, está la cuestión del tiempo. Al final del capítulo titulado «La coreografía eterna del cuerpo: un análisis sobre tiempo y enfermedad», la autora observa que el «tiempo es el elemento básico para la construcción del sentido. Los adultos creyentes utilizan las creencias religiosas para mantener la esperanza, los ateos saben que su única esperanza está en el presente y en los actos de la vida cotidiana» (página 76). Puede apreciarse el contraste entre ambas posturas en dos de los casos del estudio: por un lado, el padre ateo le pide a sus hijos con enfermedad degenerativa que no se mortifiquen por él, «ustedes sean felices, disfruten su vida, disfruten su espacio» (página 62); por otro, la madre creyente relata a la autora que ella y su hijo «pasan mucho tiempo hablando y dibujando cómo y cuándo será su llegada al paraíso» (página 71), en donde, como relata otra madre, también creyente, «la gente ya no se va a enfermar, no va a morir, no va a sufrir, porque ya no va a existir el diablo» (página 67); ambas se declaran estar, en cierta forma, separadas ya del mundo (página 71), en tanto que su única esperanza es ya la de ese paraíso allende este mundo.
Parece que las personas que configuran su temporalidad a partir del «tiempo eterno de Dios» la configuran, paradójicamente, en función de un no-tiempo, o de la atemporalidad de lo eterno. Y es que, ¿de qué otra forma, si no es negativamente, podemos hacernos una idea de la eternidad? Ese paraíso en que no hay sufrimiento es también un espacio sin tiempo; el tiempo, en su despliegue, es lo que genera o hace posible el sufrimiento (ya por el mero planteamiento de la muerte, o en un sentido metafísico, como el de Schopenhauer); de modo que, en efecto, hacer que la propia vida gire en torno a esa eternidad de Dios (que es futuro solamente para quienes se encuentran en el tiempo), es esperar la aniquilación del tiempo (es decir, del mundo y de la vida), es la incapacidad para asimilar o aceptar la vida misma, con el sufrimiento y la muerte que conlleva ineludiblemente. Pero por lo mismo, y esto es lo que me parece más relevante, es también un impedimento para los niños que padecen la enfermedad sean tan felices como les sea posible en el poco tiempo que tienen y en su circunstancia concreta (felices, digo, en un sentido aristotélico, esto es, que desarrollen lo más ampliamente posible su humanidad). Por un lado, bajo la visión religiosa, la idea de felicidad excluye el dolor y el sufrimiento, por lo que sólo es posible ser feliz en un futuro que nunca llegará, porque está fuera del tiempo; y por otro lado, pareciera también que la poca o mucha felicidad que este al alcance de sus hijos en su situación, se posterga hasta un momento que vendría después de la muerte, por lo que al vivir a la espera de ese paraíso, en realidad lo que se hace es vivir a la espera de la muerte.
Referencias
Zuckerman, P. (2010). Ateísmo: cifras y modelos actuales. En M. Martin (Ed.) Introducción al ateísmo (pp. 65-84). Akal.
Notas
Cómo citar este artículo
Chávez Gallo, J. A. (2021). Reseña de Mora (2021) Infancia y enfermedad: La reconstrucción de un sentido ante la muerte. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(44). https://doi.org/10.33064/44crscsh3132
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