Redes criminales, mercantilización e injerencia estadounidense, fenómenos en torno a las cárceles mexicanas


Criminal Networks, Commodification and American Interference, Phenomena Around the Mexican Prisons




JORGE ALEJANDRO VAZQUEZ VALDEZ

Universidad Autónoma de Zacatecas, México




Resumen

Más allá de la violación a los derechos humanos, hacinamiento y olvido que han prevalecido en los penales mexicanos, estos han pasado a ser durante los últimos 14 años nicho de actividades delictivas que contribuyen a maximizar la ganancia de células criminales; son espacios donde llega a estar presente el fenómeno del intervencionismo estadounidense en México mediante su agenda en materia de seguridad, y han quedado expuestos a un proceso de mercantilización que atenta contra los principios de reinserción social de los reos. Este texto aborda dichos fenómenos a partir de exponer el tipo de criminalización de sectores vulnerables y populismo punitivo que en las dos últimas administraciones federales se formularon en México; la funcionalidad de los penales mexicanos hacia la economía de Redes Transnacionales de Criminalidad, y de dimensionar el lucro que a costa de ellos se viabiliza tanto desde la esfera económica legal como desde la política.

Palabras clave: cárceles; RTC; intervencionismo; mercantilización




Abstract

Beyond the violation of human rights, overcrowding and forgetfulness that have prevailed in Mexican prisons, these have become during the last 14 years a niche of criminal activities that contribute to maximize the profit of criminal cells; They help to justify US interventionism in Mexico through their security agenda, and they have been exposed to a commodification process that undermines the principles of social reintegration of inmates. This text addresses these phenomena by exposing the type of criminalization of vulnerable sectors and punitive populism that were formulated in Mexico in the last two federal administrations; the functionality of Mexican prisons towards the economy of Transnational Crime Networks, and to measure the profit that at their expense is made viable both from the legal economic sphere and from the political sphere.

Keywords: prisons; TCN; interventionism; commodification









Introducción

El esquema punitivo instaurado por la Guerra contra el narcotráfico del ex presidente Felipe Calderón Hinojosa avivó un escenario de criminalización que ha impactado en el sistema penitenciario. La intensa mediatización de las actividades criminales de los principales grupos de traficantes de droga, los cuales han evolucionado a Redes Transnacionales de Criminalidad (RTC)1, reforzó la demanda social de resultados de parte de las autoridades mexicanas, lo que a su vez dio pie a una inercia persecutoria que no se ha volcado primordialmente sobre los agentes de mayor relevancia de dichos grupos criminales. Los eslabones bajos de la amplia fuerza laboral encargada de concretizar las múltiples actividades que requiere la industria de estas organizaciones criminales son quienes han resentido en mayor medida dicha persecución, y más allá de si dichos agentes actúan de manera voluntaria o forzada para las Redes Transnacionales de Criminalidad, en general quedan en mayor grado de vulnerabilidad por condiciones de pobreza o ignorancia. Es decir, la política punitiva que se desprende de la Guerra contra el narcotráfico ha terminado por criminalizar a sectores sociales específicos que son afectados por violencias sistémicas como la exclusión social, la pobreza y la falta de oportunidades laborales o educativas, realidad esta que se constata en el tipo de personas que han sido recluidas como parte de la presunta lucha contra el narco en México. El fenómeno de la masa de víctimas de las violencias sistémicas y el esquema punitivo asociado a los delitos contra la salud han entroncado a su vez con reformas como las de los códigos penales de mediados de la década de los noventa que acarrearon el acotamiento de los beneficios de preliberación, así como con el incremento de la población penitenciaria en relación al aumento en los índices delictivos y las medidas administrativas que prolongan la estancia en prisión (Azaola y Bergman, 2003, p. 6), medidas estas que han terminado por acentuarse en el marco de la política de “lucha contra las drogas”. Para México esto último tiene sus antecedentes en reformas como la del Código Penal de 1940 o 1978 (Hernández, 2010, p. 61) como parte del diseño de medidas para acotar el tráfico y consumo de estupefacientes, pero en sus hilos finos implica un alineamiento progresivo a la agenda de seguridad estadounidense que se gestó desde inicios del siglo 20, y ha replicado un esquema punitivo-prohibicionista en diversas naciones latinoamericanas que ha terminado por impactar sus sistemas penitenciarios.

La tendencia de la criminalización de la pobreza y la permanencia de sus víctimas en prisión forma parte de un populismo punitivo enfocado en satisfacer la percepción de que la esfera política trabaja para vulnerar a grupos criminales como los grandes traficantes de droga pero, además de que dicho objetivo no se ha alcanzado en los últimos 14 años que comprenden las acciones iniciadas con la Guerra contra el narcotráfico, en cambio sí ha acarreado la saturación de tribunales y penales; las legislaciones se han alineado con el esquema punitivo que veladamente criminaliza la pobreza y han terminado por impactar en las tasas de encarcelamiento; la violación de los derechos humanos ha sobrepasado la cárcel y amaga a sectores ciudadanos vulnerables mediante la detención arbitraria o los alargamientos de la detención preventiva.

Todo lo anterior se ve amplificado por la corrupción que permea el sistema penitenciario y múltiples instituciones encargadas de velar por la seguridad del ciudadano. La corrupción coloca a los detenidos de escasos recursos en una situación todavía más precaria en tanto ésta demanda algo a cambio —muchas veces no sólo es dinero— para otorgarles servicios dignos o artículos diversos. Es frecuente que la corrupción esté presente desde el momento de la detención hasta el desarrollo de los procesos legales y la permanencia en la prisión, donde existe un sistema de privilegios y labores forzadas que dependen de la solvencia y el autogobierno o cogobierno que se han gestado en múltiples penales mexicanos.

En este escenario irrumpen tres fenómenos que corren de manera paralela pero también se potencian entre sí: la función de los penales mexicanos para dar apoyo a la economía criminal —particularmente la de las RTC—; el intervencionismo estadounidense en México mediante el esquema de certificación y asesoría propios de su agenda de seguridad hemisférica, y el vuelco de los penales mexicanos a una función de lucro bajo esquemas como el de la privatización. Con respecto al primero de esos fenómenos lo primero que se debe referir es que diversos penales mexicanos han terminado por ser benéficos para las Redes Transnacionales de Criminalidad. Contrario a la noción de que el recluir a quienes delinquen conlleva el detener sus actividades criminales, su permanencia en la prisión en realidad puede significar colocarlos ante un nuevo abanico de posibilidades debido a las características de los penales y el fenómeno de la corrupción en México, y la maraña de giros delictivos que llevan a cabo en las prisiones puede concebirse como una micro economía criminal replicada de la de las redes que operan en el exterior.

Pese a las distancias que existen en términos de proporción, considérese simplemente que los llamados cárteles de Sinaloa o Los Zetas operan en más de 40 países en el tinglado de la cadena de valor de la droga que abarca naciones productoras, de trasiego y consumo (Gómora, 2016), en tanto los penales en los que llegan a estar recluidos en México están en unos cuantos estados de la República Mexicana), lo cierto es que la economía criminal que tiene lugar al interior de los penales también se ha complejizado. Rasgos distintivos entre ambas economías son los de la adaptabilidad y el tejido de redes, que si bien en la transnacional estas últimas coadyuvan al trasiego ilegal de estupefacientes, personas, armas, órganos, etcétera, a través de las fronteras, en los penales también se han montado, sólo que para superar los controles de los presidios. Redes de prostitución, armas, drogas, alcohol, así como artículos que en el exterior son legales pero al interior de los penales están prohibidos, son suministrados regularmente por las RTC a los reos con mayor poder gracias a los altos niveles de corrupción, la cual implica desde custodios de bajo nivel hasta directivos y funcionarios diversos. La sobrepoblación carcelaria afecta al preso común, pero no a los reos con poder que generalmente controlan el autogobierno o participan del cogobierno en las prisiones. Las desigualdades son el efecto de ello, pues mientras algunos cuentan con hasta más de una celda con adaptaciones para sus comodidades, en otros espacios se amontonan decenas de personas en una situación insalubre y de graves efectos psicológicos y físicos. La posibilidad de estar de un lado u otro en dicha desigualdad depende de la solvencia de los reos como antes se refirió, pero también de las disposiciones que los grupos criminales definan. Al igual que en el exterior de las prisiones, los grupos criminales vinculados a las RTC que domeñan las prisiones se sirven de la vulnerabilidad, y en ese rango quedan primordialmente quienes no pueden solventar las “tarifas” que son impuestas bajo el gobierno de los grupos criminales. Uso de celulares, baños, acceso a medicamento e incluso el peaje más básico tiene cuota en diversos penales mexicanos. Abusos, amenazas, maltrato, son el efecto de carecer de dicha solvencia, y las alternativas a ello implican transferir los costos a las familias —tendencia que México comparte con otros países—; fungir como servidumbre o fuerza laboral, o bien negarse a acatar las disposiciones de los grupos criminales, lo cual representa una grave amenaza en una dinámica por demás darwiniana y dependiente del uso de la violencia para mantener el poder.

El intervencionismo forma parte de los entretelones de la relación en materia de seguridad entre México y Estados Unidos, y opera para el alineamiento progresivo de México a la política de guerra contra las drogas estadounidense. En ese ámbito la Guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón representó un catalizador de las actividades criminales de las RTC que llevaron a su refuerzo paramilitar, la ramificación de sus actividades criminales y un engarce mayúsculo entre violencias sistémicas y emergentes, entre las que figura la violencia criminal. No obstante, dicha guerra también generó efectos específicos en las políticas de seguridad, como el viabilizar puntos de inflexión a partir de la adopción de las directrices de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (Aspan) o la Iniciativa Mérida, lo cual en su momento fue promocionado como un avance en el acotamiento de los grandes grupos de traficantes de droga, pero que desde una perspectiva crítica ha terminado por representar un atentado a la soberanía bajo la justificación de la seguridad nacional; son plataforma para la asesoría que promueve los intereses hemisféricos estadounidenses, y resultan componentes de una reconfiguración hegemónica que mantiene como sus arietes las guerras contra el terrorismo y el crimen organizado. Por años, los presidios mexicanos han sido saturados con miles de individuos que han integrado los niveles bajos de las RTC, pero más allá de representar una suerte de vertedero criminal, las cárceles han pasado a formar parte de los elementos que viabilizan la injerencia estadounidense a través de disposiciones como la del Programa de Reforma Correccional, implementado en el marco de la Iniciativa Mérida.

El fenómeno de la mercantilización de los penales mexicanos se ha viabilizado precisamente en el ámbito de las políticas de seguridad binacionales entre México y Estados Unidos, y al menos para este último país ha sido un objetivo que se ha mantenido incluso en administraciones compuestas por presidentes emanados de corrientes políticas opuestas: el ex presidente Barack Obama fue quien en 2013 impulsó dicho programa como parte de la Iniciativa Mérida, y Donald Trump retomó la estafeta bajo el mismo esquema durante su presidencia, dando cuenta que la agenda de seguridad estadounidense —al menos en su capítulo para México— mantiene en sintonía intereses económicos y políticos. La medida es tan firme en ese sentido, que Trump incluso ha desatendido la posición del gobierno federal mexicano encabezado por Andrés Manuel López Obrador de no continuar con ese plan de cooperación tras cuestionar la legitimidad de la Iniciativa Mérida. La intención de Donald Trump se ha mantenido firme bajo la coartada de que la certificación de los penales mexicanos representa un avance en el acotamiento de los grupos de narcotraficantes, no obstante, la medida conlleva que desde un organismo externo se geste el fenómeno de la injerencia. Al respecto se debe visibilizar la Asociación Correccional de América, organismo que ha cobrado sus servicios por la certificación de algunos penales mexicanos justamente por medio de la Iniciativa Mérida, y mantiene la intención de certificar 370 presidios mexicanos federales y estatales.

Los costos del servicio penitenciario privado llegan a superar el costo de las administraciones públicas —como se expone en el quinto apartado de este texto—, y resulta delicado que la lógica del servicio privado sea la de, “a más presos, mayor ganancia”, lo que es funcional a la saturación de los penales producto de la Guerra contra el narcotráfico, pero por otra parte representa un atentado contra los derechos humanos al interior de los presidios. El antecedente para México es el propio Estados Unidos, donde desde la década de los ochenta tomó forma la industria carcelaria con resultados adversos para los reos. El esquema del servicio de presidios privados es de amplio alcance en tanto incluye una fuerte y permanente inversión no sólo en ese sistema carcelario, sino en campañas políticas con miras a la reformulación de leyes para la criminalización de determinados sectores. Para esa industria uno de los nichos más provechosos ha sido el de la comunidad afroamericana, pero otros como el conformado por la migración proveniente del sur del continente americano representa otro prometedor.

Escenario de criminalización en México

La Guerra contra el narcotráfico del ex presidente Felipe Calderón Hinojosa instauró en México una dinámica maniquea y punitiva que se promovió con orientación hacia los grandes grupos de traficantes de droga, pero también impactó grupos vulnerables ligados al narco por motivos como la necesidad o las labores forzadas. Dicho impacto se tradujo en el encarcelamiento de miles de personas, pero lo cierto es que desde años previos los penales mexicanos ya mantenían una tendencia al encierro de individuos: para 1992 la población penitenciaria nacional era de 85 mil 712; para 2004 era de 193 mil 889, en tanto para 2010 alcanzó las 222 mil 330 personas en reclusión (Calveiro, 2012, p. 225). Un fenómeno crítico para el aumento de la población carcelaria en la primera parte de ese periodo fue la multiplicación por 4 —entre 1980 y 1994— de los delitos del fuero federal (García, 2002, p. 19), lo cual terminó por visibilizar a los grupos del narcotráfico como parte de los agentes primordiales en materia de criminalidad.

El correlato de lo anterior tomó forma en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2007-2012 del gobierno del ex presidente Felipe Calderón Hinojosa, que en su Eje 1, “Estado de derecho y seguridad”, definió al narcotráfico como una de las manifestaciones más lesivas de la delincuencia organizada, pero también admitió la ausencia de un marco constitucional y legal adecuado en el sistema penitenciario federal, el cual daba pie a abusos de la prisión preventiva de reos en proceso de sentencia y la ausencia de métodos y procedimientos legales para operar eficazmente un sistema retributivo de penas, lo cual, de acuerdo al propio PND del gobierno federal del periodo 2006-2012, tenía como consecuencia prisiones que atentaban contra los derechos humanos y que representaban “…lugares de corrupción e incluso centros de operación del crimen organizado” (PND, 2007, p. 46).

La situación de abusos e irregularidades en la detención también tomó forma desde años previos a la Guerra contra el narcotráfico iniciada por el ex presidente Felipe Calderón en 2006, ello en un sentido estructural, en tanto para 2005 ya existía una violación sistemática de los estándares mínimos del debido proceso legal, desde el momento de la detención hasta la sentencia, y cerca del 50% de los sentenciados informó haber confesado su participación en el delito bajo intimidación o tortura (Bergman y Azaola, 2007, p. 86); pero en el ámbito de la Guerra contra el narcotráfico dicha dinámica se agudizó ante la necesidad de que la administración federal demostrara resultados en su lucha contra el narco, lo que fue una constante tanto en el periodo presidencial de Felipe Calderón como en el de Enrique Peña Nieto (2012-2018). En la administración del primero de ellos se encarceló a 105 mil personas acusadas de narcotráfico o delincuencia organizada, pero sólo a 3 mil se les pudo seguir un juicio y obtener sentencia (Nájar, 2014), lo que refleja la lógica persecutoria alentada por el gobierno de Calderón, pero también el contraste entre detenciones y sentencias que no empata con su discurso de “condenar a los criminales” (Astorga, 2015, p. 79). Más aún, en los 12 años que abarcaron ambas administraciones, y de los 233 objetivos del narcotráfico definidos como prioritarios en ese periodo, sólo dos fueron sentenciados con penas irrevocables por delincuencia organizada (Redacción, 2019).

De acuerdo a Human Rights Watch, desde 2006 las fuerzas de seguridad mexicanas han estado involucradas en casos de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, abusos militares e impunidad, además de que destaca la falta de capacitación y recursos de los elementos, la complicidad de agentes del Ministerio Público y defensores de oficio con delincuentes y funcionarios (Human Rights Watch, 2018). En tanto agente dotado de una fuerte solvencia económica y elevada capacidad de amago por la violencia que ejerce, el narcotráfico se ha servido de la opción de corromper autoridades desde hace años:

En México, por ejemplo, se presiona actualmente para que se inicien reformas y se le ponga fin a la violación de los derechos humanos. Pero varios informes y estudios recientes indican que la corrupción, en particular aquella ligada al narcotráfico, se ha extendido desde el agente de policía de más bajo rango hasta los niveles más altos de gobierno. (Chevigny, 2005, p. 69)

Los efectos de esta corrupción no se restringen a que quienes delinquen eviten un proceso legal o puedan concretizar determinada actividad ilícita, sino que la corrupción también tiene una dimensión que lacera a la ciudadanía en tanto alienta la falta de confianza en las autoridades.

Viabilización del populismo punitivo

El otro fenómeno que durante las dos últimas administraciones federales ha sido factor para la detención y encarcelamiento de personas es el del populismo punitivo, del cual se recoge desde las consideraciones de Máximo Sozzo para este texto su componente de mediatización del fenómeno criminal desde pautas dramáticas y sensacionalistas, y que generalmente destaca como ofensor a un sujeto económico y socialmente débil (Gómez y Proaño, 2012, p. 122). La mediatización de las políticas de seguridad fue herramienta en las dos últimas administraciones federales para buscar legitimarlas, ello a costa de la criminalización de sectores sociales específicos e inyectando recursos en dependencias específicas, lo que se relaciona con el aumento en el gasto de publicidad a partir del inicio de la Guerra contra el narco. Por ejemplo, durante la administración de Vicente Fox se registró un gasto promedio anual en publicidad de 2 mil 720 millones de pesos, mientras en la de Felipe Calderón Hinojosa el promedio anual subió a 4 mil 123 millones de pesos (Monroy, 2011).

Con Felipe Calderón Hinojosa, los organismos enfocados en la estrategia contra el crimen organizado figuran entre los que más aumentaron sus gastos en comunicación social y publicidad. La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), la Secretaría de Marina (SEMAR), la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y la Procuraduría General de la República (PGR) gastaron, en promedio, 120 millones de pesos por año entre 2006 y 2009, y para 2011 alcanzaron un tope máximo de 470 millones de pesos para el mismo rubro (Brambila, 2014). Durante el gobierno de Peña Nieto el gasto en publicidad superó en 200% lo autorizado por el Congreso, alcanzando un monto de 10 mil 725 millones de pesos sólo para 2017 (Barragán, 2018), y en dicho periodo se mantuvo el aporte de recursos a las fuerzas armadas. Por ejemplo, en los primeros cuatro meses de 2017 la administración de Peña Nieto gastó 98 millones 599 mil 493 pesos en publicidad oficial, de acuerdo a cifras de Comunicación Social de la Secretaría de la Función Pública (SFP), y de ese monto, 43 millones 950 mil pesos (44.6% del total), fueron gastados por la SEDENA (Redacción, 2017).

Esos recursos se utilizaron para justificar la política de seguridad implementada con motivo de la Guerra contra el narcotráfico, y con la intención de generar en el público la sensación de seguridad ante la situación de hiperviolencia que se ha desbordado en México. La fórmula para ello fue exhibir un permanente “carrusel” de detenidos —particularmente los presuntamente asociados al narco— que fueron presentados cotidianamente en la televisión mexicana. El vínculo entre televisoras —en especial televisa— y funcionarios de seguridad se hizo presente en casos como el de la relación entre el periodista mexicano Carlos Loret de Mola, y Genaro García Luna. Este último estuvo al frente de la desaparecida Agencia Federal de Investigación (AFI), y fue secretario de Seguridad Pública del gobierno de Felipe Calderón, puestos clave en materia de seguridad. A partir de esa relación se pusieron en evidencia presuntos montajes como el de la ciudadana francesa, Florance Cassez (Martínez, 2022), los cuales forman parte de una trama compleja que ha implicado a García Luna y funcionarios allegados a él en supuestos beneficios al Cártel de Sinaloa (Camhaji, 2022), del cual habría recibido millones de dólares de acuerdo a las imputaciones que el ex funcionario de seguridad actualmente enfrenta en Estados Unidos (Ángel, 2019).

A la par de la presentación de detenidos ante las cámaras se ha mediatizado una variedad de productos y entretenimiento que hacen apología de la violencia, frente a lo cual, y “…utilizando la terminología guattariana, los medios de comunicación de masas son máquinas de producción serializada de subjetividad capitalista. Si su hipótesis es cierta, hoy día en nuestro país se está realizando a partir del tratamiento mediático de la ´guerra contra el narco´, la producción de la subjetividad del horror” (Gaytán, 2011, p. 73). El populismo punitivo que se desprende de este tipo de mediatización ha terminado por afectar a sectores sociales vulnerables que han servido como “carne de cañón” para rellenar las cifras de la presunta lucha contra el narco, en tanto son quienes desde la lógica maniquea encarnan y son responsables de dicho horror; tienen menores posibilidades de acceder a una defensa legal adecuada o pagar fianza; generalmente desconocen sus derechos y no representan una gran amenaza para quienes los utilizan. No obstante, su vulnerabilidad es mayor debido a que también han resultado funcionales en los últimos años para el robustecimiento de la economía criminal.

Sobre este punto hay que señalar que si bien la producción y contrabando de estupefacientes ha requerido tradicionalmente de capas sociales bajas para hacerse cargo de sus actividades, en los últimos años las RTC se han visto en la necesidad de ampliar el reclutamiento de dichas capas por la ramificación de sus actividades criminales, lo que se refleja en la cooptación pero también en el encarcelamiento de personas con perfiles específicos. En el marco de la Guerra contra el narcotráfico se elevó, por ejemplo, la criminalización de mujeres y niños. Sobre las primeras, y de acuerdo al Instituto Nacional de las Mujeres, desde 2012 ya había aumento de 400% en el número de féminas encarceladas por delitos contra la salud, y a pesar de no ser piezas significativas en la organización del narcotráfico, han enfrentado el endurecimiento de las penas imputadas y la negación de los beneficios de preliberación (Carrillo, 2012, p. 61-62). Con los años la lógica de esa situación se ha mantenido. De acuerdo al documento “Propuestas de reformas en casos de encarceladas por delitos de drogas en México”, la mayoría de las detenidas por delitos vinculados al narco son pobres, con escasa formación educativa, no tienen antecedentes penales y se desempeñan en la economía informal. Pese a no formar parte del crimen organizado y de haber sido utilizadas, ello no es tomado en cuenta por los juzgadores (Juárez, 2016).

La cooptación de menores de edad por parte de las RTC también se facilita con quienes padecen fuertes necesidades económicas, e intuyen su participación en los giros delictivos como una vía para superar dicha necesidad, y una posibilidad de ascenso social en tanto hay una fuerte idealización de figuras criminales, ello como efecto de la apología de la violencia que asimilan mediante su amplio abanico de productos y entretenimiento. Para las RTC los menores de edad representan un perfil idóneo por su alta maleabilidad, por su baja exigencia en la compensación por sus labores y por no estar sujetos a las mismas repercusiones legales que los adultos, lo que implica pasar menos tiempo recluidos y con escasa supervisión en tutelares para menores. Estudios específicos sobre el perfil criminal de los menores reflejan que éste ha cambiado a partir de su progresivo involucramiento en actividades como el allanamiento, daños a la propiedad, robo, homicidio, lesiones y los propios delitos contra la salud, lo que ocasiona que en el ámbito dominado por el narco.

…los menores tengan una participación cada vez más evidente en puestos medulares, quedando así en evidencia la ausencia de opciones de desarrollo para esta población, por lo que no es difícil pensar que el problema de los menores infractores ahora esté asociado al crimen organizado. (Vázquez, 2012, p. 1112)

Derivado del populismo punitivo, el imaginario colectivo estigmatiza y condena a quienes intervienen en las actividades delictivas; omite las causas por las que esas personas participan en las actividades criminales y ello termina por borrar la posibilidad de que sus casos sean diferenciados de los de los mandos medios y altos de las RTC. Todo ello implica una victimización progresiva que inicia con condiciones de vida digna limitadas, sigue con una participación criminal en la que la remuneración es baja a pesar de la elevada posibilidad de ser detenido o perder la vida, y termina con una reclusión con elevadas penas y escasas posibilidades de defensa.

Negocio criminal a expensas del encierro

Desde hace años las constantes en los presidios mexicanos han sido el nivel deplorable de los servicios institucionales, la violación sistemática a los derechos de internos, la conformación de redes delictivas, corrupción en estructuras de readaptación y la reclusión mayoritariamente de pobres que padecen el aumento en la severidad de los castigos (Azaola y Bergman, 2003, p. 10, 13, 20). Las RTC, como antes se refirió, toman parte en esta realidad en tanto participan de dichas redes, gestionan y solventan la corrupción y mantienen una posición de dominio sobre la masa de pobres recluidos, en particular en el ámbito del esquema punitivo que se desprende de la Guerra contra el narcotráfico. Es decir, si al exterior de las prisiones las RTC han dado muestra de su capacidad de adaptación a las políticas punitivas y prohibicionistas con la ramificación de sus delitos, su proyección hacia otros países y el engarce con el capital financiero y la esfera política para la valorización de su capital criminal, al interior de los presidios han mantenido la lógica de adaptabilidad, “La delincuencia organizada se caracteriza por afrontar procesos evolutivos, adaptándose al entorno en el que pretende llevar a cabo sus actividades ilícitas para evitar la pérdida de competitividad y eficacia, y el sistema penitenciario, a grandes rasgos, no ha supuesto una excepción (Sansó-Rubert, 2014, p. 99).

El negocio que se lleva a cabo al amparo de dicha adaptabilidad también se proyecta hacia el exterior de las prisiones, siendo la extorsión telefónica la que ha obtenido mayor atención mediática. No obstante, se han constatado otro tipo de ilícitos, como el de la contratación de sicarios que abandonan los penales en complicidad con las autoridades para realizar ajustes de cuentas o asesinar personas (Ravelo, 2017). Ello refleja que el objetivo de separar las sociedades de la amenaza criminal por medio de las prisiones se encuentra comprometido. Las redes en los penales son un elemento nodal del negocio criminal pues reciben y sacan provecho del suministro que las RTC controlan, lo que implica un ingreso garantizado de armas, drogas, prostitutas, estupefacientes, cuyo costo es fijado por ellos mismos y además no les representa el riesgo de que terceros aumenten costos en tanto se trata de una misma organización.

En 2017 la Cámara de Diputados reconoció que 65% de los penales mexicanos estaba controlado por los llamados “cárteles”, y destacó la violencia como uno de los fenómenos más extendidos en las prisiones (Dittmar, 2017), lo cual es congruente con los señalamientos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de que en 54% de 130 centros penitenciarios analizados por el organismo en 2015 en México, el narco se perfiló como un agente dominante, y fue la violencia el método que los internos ejercían para mantener el control (Martínez, 2016).

Aunadas a la violencia, la sobrepoblación y la carencia de personal han dado pie a lo que la CNDH ha definido como una situación de “autogobierno de los presos”, de lo cual se desprende un esquema de privilegios (AP, 2016) que beneficia primordialmente a los capos de alto nivel recluidos. Los lujos y excentricidades de dichas personas en el exterior también se constatan en los penales: comodidades estilo hotel boutique con camas de agua, aire acondicionado, salas de piel, pantallas de plasma con servicio de televisión por cable, teléfonos celulares, computadoras, impresoras, alcohol, mujeres y comida comprada en los mejores restaurantes del lugar son parte de dichos privilegios, y de las redes como la del suministro de droga las ganancias se reparten: se le paga a la organización criminal que surte y luego vienen los ´moches´, es decir, los sobornos para custodios y principalmente para el director de la prisión, quien no es la máxima autoridad, pues este funcionario a menudo es reducido a un simple empleado de la mafia (Ravelo, 2017).

La presión que los miembros de las RTC encarcelados ejercen en las prisiones impacta directamente a los reos con escaso o nulo poder, en tanto estos últimos quedan expuestos a la violencia que acompaña a los motines guiados por esos agentes criminales. Al igual que en el exterior son recursos potenciales para solventar las necesidades y encargos cotidianos de aquellos, y de facto están en una posición de desventaja por no contar con la opción de recurrir a autoridades omisas o corrompidas en caso de necesitar defensa ante los grupos criminales. Así, la microeconomía criminal que tiene lugar en los presidios se robustece a través de las redes ilícitas, se viabiliza mediante la corrupción estructural pero se sirve de las condiciones de vulnerabilidad de los reos que son sumados de manera forzada a todo tipo de labores, y contribuyen a la maximización de la ganancia criminal ya sea por las extorsiones que padecen o por desarrollar un vicio que depende del suministro de los agentes criminales. En realidad, “…a algunos presos les va tan bien (disfrutan de concesiones, dinero y poder) que cuando salen libres reinciden para regresar a sus prácticas de terror y extorsión contra los internos que se resisten a afiliarse a las mafias” (Carballo, 2011, p. 118-119).

El otro fenómeno que experimenta esta capa social reclusa es la de la precarización del empleo, la cual muchas veces está presente tanto dentro como fuera de la prisión: “Las distintas formas de la exclusión, que sumen a la persona en la pobreza extrema dejándola sin alternativas de salida, la entregan como mano de obra barata y casi cautiva a las redes del crimen. Este ciclo no se interrumpe con la prisión sino que se agudiza, tanto adentro como una vez que el detenido sale en libertad” (Calveiro, 2012, p. 241). En prisión la posibilidad de que los reclusos se vean orillados a trabajar de manera voluntaria para las redes criminales se potencia por las ganancias ínfimas que se les ofrecen a los reclusos en los casos en los que se implementa la posibilidad de que trabajen. Se trata de un círculo vicioso compuesto por la precarización laboral que existe en el exterior de las prisiones, se acentúa en su interior y continúa incluso en el caso de conseguir la libertad, en tanto las posibilidades de acceder a empleos dignos y bien remunerados se acotan debido a los antecedentes penales y a que el esquema punitivo prevalece y disemina estigmas. En los tres momentos el narco se perfila ya sea como una opción o como una amenaza.

Intervencionismo y mercantilización

En el marco de la Guerra contra el narcotráfico las prisiones son uno de los últimos elementos que han servido de coartada al modelo intervencionista que Estados Unidos mantiene vigente para México, y son funcionales a un esquema bipartita compuesto por una dimensión político-ideológica y una mercantilista. Estas dimensiones no sólo corren en paralelo, sino que se complementan bajo la lógica de que la primera sirve de ariete a la segunda; se desarrollan en el ámbito de políticas neoliberales y se corresponden con una guerra contra el crimen que “…recurre a una reorganización jurídica y penitenciaria que conduce al encierro creciente de personas, en especial jóvenes y pobres, en aras de la supuesta seguridad de los Estados” (Calveiro, 2012, p. 15).

Para México existe una indudable influencia del gobierno de Estados Unidos en el diseño de la política de drogas, y la estrategia de seguridad que le es propia ha dado pie a proyectos como la Operación Cóndor, la Iniciativa Mérida o la Operación Interception, medida esta que criminalizaba la oferta sobre la demanda, y representó una maniobra de presión política y económica sobre México (Astorga, 2015, p. 9, 496). Esta criminalización de facto del norte sobre el sur tiene como efecto el diseño de políticas que impactan sobre todo a sectores vulnerables, tales como el de los migrantes y el de los pobres, pero también es funcional a la división internacional del trabajo que bajo la dinámica centro-periferia, se sirve de las políticas de seguridad para regular los flujos migratorios no desde el parámetro de los derechos humanos, sino desde las necesidades del gran capital. De igual manera, esa criminalización ha permitido que Estados Unidos consiga transgredir la autonomía propia de la soberanía nacional de los países del sur, a partir de lo cual ha instaurado un esquema de asesoría en materia de seguridad —que incluye el sistema carcelario— y lucrativos negocios con la venta de pertrechos militares.

La política de seguridad estadounidense se ha mantenido —como antes se refirió— más allá de las propias distancias ideológicas y políticas de partido en Estados Unidos:

…desde las ejecuciones impuestas por Richard Nixon, hasta las de Obama, no son en el fondo diferentes acciones que busquen responder al fenómeno de las drogas; por el contrario, son mecánicas y sin un balance sopesado y equilibrado de sus verdaderos resultados. (Tokatlián, 1989, p. 76)

Considérese a este respecto que, “El despliegue de políticas antinarcóticos cada vez más agresivas no sólo no resolvió el problema de las drogas, sino que lo agravó, desatando a su paso nuevos y peligrosos desafíos al orden interno y a la seguridad interna de los países de la región (Palacios y Serrano, 2010, p. 141). Ejemplo de ello es la evolución de los propios grupos de traficantes de droga a la conformación de Redes Transnacionales de Criminalidad, las cuales en términos generales son resultado de la ofensiva punitivo-prohibicionista de la Guerra contra el narcotráfico, y sus efectos negativos se reflejan en los altos niveles de delitos de los últimos años, pero también en el encarcelamiento de miles de personas.

De acuerdo a la Oficina en Washington para asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), la guerra contra las drogas ha tenido impacto en los sistemas de justicia y el encarcelamiento en América Latina. Según ese organismo enfocado en la investigación e incidencia en el tema de los derechos humanos, la aplicación de leyes más severas por delitos relacionados a las drogas no sólo no ha detenido la producción, tráfico o consumo de sustancias ilícitas, sino que ha sobrecargado tribunales y cárceles. Esas leyes se han implementado en el contexto de regímenes autoritarios y representan una presión internacional viabilizada por las tres convenciones de drogas de Estados Unidos. El organismo también advierte que esa dinámica se ha extendido incluso a países donde el mercado de drogas era de poca envergadura, persiste el abuso en la detención preventiva, y la mayoría de los presos por delitos por drogas lo están por ofensas menores, pero pagando, no obstante, penas desproporcionadamente altas (WOLA, 2010, p. 5-6). La seguridad nacional estadounidense ha sido eje de las políticas de seguridad de ese país, así como su justificación para intervenciones preventivas o en presunta respuesta a ofensivas terroristas o del crimen organizado en un proyecto que ha abarcado a múltiples países latinoamericanos.

Para México, considerar la lucha contra las drogas como un tema de seguridad nacional ha tenido como efecto haber “…incrementado las penas, modificado los procedimientos para otorgar mayores facultades discrecionales a los policías, ministerios públicos y jueces, y permitido la regresión en el reconocimiento de derechos fundamentales al debido proceso” (Hernández, 2010, p. 61), y fue precisamente en el marco de la instauración de las políticas neoliberales en México, con el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), que el Plan Nacional de Desarrollo integró la Seguridad Nacional como uno de sus apartados y dio pie a la concentración de la política de seguridad. A raíz de ello, se generó una crisis de seguridad pública con una corrupción generalizada en mandos medios y altos de la policía; el aumento en la ola de secuestros y que cerca del 65% de los agentes de la Procuraduría General de la República (PGR) estuvieran controlados por el narco (Cisneros, 2011, p. 37- 38). Pese a dicha crisis y sus saldos sociales negativos, el modelo de seguridad nacional ha seguido alineado desde la década de los noventas a un esquema punitivo, se inspira en las políticas de seguridad estadounidenses y es congruente con una penalidad neoliberal que implica una “Gestación y diseminación, nacional y luego internacional, por los think tanks estadounidenses y sus aliados en los campos burocrático y mediático, de términos, teorías y medidas que se imbrican unos a otros para penalizar, en conjunto, la inseguridad social” (Wacquant, 2004, p. 63).

Esta lógica ha alejado la noción de seguridad nacional de perspectivas más propositivas, como la de un “…concepto global que abarca el desarrollo económico-social incluyente y autosustentable y la democracia sustantiva y participativa, concebidos como bases imprescindibles de dicha seguridad” (Piñeyro, 2004, p. 17). Por sus premisas de democracia y autonomía, esta última noción de seguridad nacional resulta incompatible con el desarrollo dependiente que el capitalismo neoliberal promueve entre naciones centrales y periféricas, y en especial deja a las capas sociales vulnerables en un mayor estado de indefensión. Tanto en Estados Unidos como en los países que han seguido su modelo de seguridad se ha alentado un populismo punitivo congruente con los preceptos de clase del capitalismo, a partir de lo cual la cárcel funge como espacio de exclusión de masas indeseables, mas que como espacio que posibilite la readaptación de los internos:

En esta perspectiva la clase de los no propietarios se considera —ideológicamente— como homogénea a la de los criminales, y viceversa. La cárcel —en su dimensión de instrumento coercitivo— tiene un objetivo muy preciso: en la reconfirmación del orden social burgués (la neta distinción entre el universo de los propietarios y el de los no propietarios) debe educar (o reeducar) al criminal (no propietario) para que se convierta en un proletario socialmente no peligroso, es decir, para que sea un no propietario que no amenace la propiedad. (Melossi y Pavarini, 2017, p. 194-195)

El beneplácito de los sectores sociales privilegiados hacia el populismo punitivo conlleva tomar distancia de sectores sociales vulnerables que les resultan indeseables, los cuales son “…integrantes de clases populares expulsados a los márgenes del mercado laboral y abandonados por el Estado caritativo, que son el principal blanco de la ´tolerancia zero´” (Wacquant, 2004, p. 40). Esta masa social resulta nada o poco funcional para la valorización del capital (al menos no estando en libertad), pero también representa que modelos de seguridad como el estadounidense sean admitidos de una manera más natural.

Ejemplo de ello es la intervención que Donald Trump busca profundizar en el sistema penitenciario mexicano mediante el Programa de Reforma Correccional (Hernández, 2019), el cual, al margen de la posición del presidente Andrés Manuel López Obrador de no admitirlo por los antecedentes y saldos de la Iniciativa Mérida, prácticamente no ha encontrado oposición en el país, ello a pesar de que se trata de una medida con referentes delicados:

Como en Colombia, el despliegue de políticas inspiradas en una lógica militar y control represivo de la oferta han conllevado efectos negativos para la salud del régimen democrático y para el respeto de los derechos humanos. Además, como en Sudamérica, las implicaciones de la Iniciativa Mérida para la estabilidad regional han sido también un tema recurrente. (Vaicius y Isacson, 2003)

La Iniciativa Mérida se vio desde sus inicios salpicada de controversia y opacidad: Eliot Engel, diputado del Partido Demócrata y presidente del Subcomité de Asuntos Exteriores para el Hemisferio Occidental, afirmó que el congreso no fue consultado para elaborar la iniciativa, y aunque se aseguró que no contaba con la participación de empresas de seguridad privada o asesores privados, en el suministro de material militar intervinieron empresas como Blackstone y Halliburton (Astorga, 2015, p. 101, 104), esta última ligada al poder político estadounidense con personajes como Dick Cheney, y acusada de múltiples ilícitos en lugares como Irak, precisamente luego del proceso de intervención militar estadounidense en ese país.

El programa de Reforma Correccional forma parte de la Iniciativa Mérida y busca supervisar, orientar y certificar a los penales mexicanos de acuerdo a sus condiciones, pero uno de los aspectos notables del proyecto estriba en que pretende “generar apoyo, y avanzar activamente en los objetivos de la política de los Estados Unidos con funcionarios mexicanos clave” (Hernández, 2019), lo que bien puede prestarse a la continuidad del expansionismo estadounidense sobre naciones mediante la cooptación de determinados funcionarios o políticos, en lugar de cimentar una política abierta, de trabajo colectivo con dicho sector y en especial con respeto a la soberanía nacional.

Un anticipo del tipo de uso que la política de seguridad estadounidense daría al sistema penitenciario mexicano radica en la recopilación de información sobre miles de personas en reclusión, particularmente migrantes bajo la justificación de la búsqueda de terroristas o criminales, etiquetas estas que posibilitan a dicho gobierno la criminalización y detención selectiva de acuerdo a sus intereses. De acuerdo al Washington Post, el gobierno estadounidense ha recopilado datos biométricos confidenciales de miles de personas recluidas; instaló terminales de detección en lugares como Tapachula, Chiapas, o en Ciudad de México, y se calcula que ha recopilado información biométrica de más de 30 mil migrantes centroamericanos sin que se haya confirmado que quedan excluidos ciudadanos mexicanos (Partlow y Miroff, 2018). Una negra ironía para los reos mexicanos estriba en que si bien las capas sociales vulnerables a las que pertenecían al exterior de las prisiones han dejado de ser funcionales al capital en sus formas de trabajo tradicionales, en prisión son funcionales a intencionalidades políticas como la de Trump, así como al lucro que se sirve de la masa reclusa.

Según la periodista Patricia Dávila, la certificación penitenciaria fue promovida en México en 2011 por el ex presidente Felipe Calderón Hinojosa, y ha representado un ingreso para la Asociación de Correccionales de América (ACA) de más de 14 millones provenientes de la Iniciativa Mérida (a pesar de que se define como asociación sin fines de lucro) por su supervisión en reclusorios federales, ocho en Chihuahua, uno en Baja California y cuatro del Estado de México. No obstante, los resultados de su certificación contrastan con el Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria de 2014 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la cual afirma que la ACA no cumple con gran parte de los 139 estándares internacionales que ella misma maneja (Dávila, 2016).

Los antecedentes de la asociación también han sido controversiales en Estados Unidos. Prison Legal News ha advertido la pertenencia de la ACA a un cúmulo de organismos que participan en una industria penitenciaria de 50 mil millones de dólares por año, donde los derechos de los presos es lo que menos se toma en cuenta; las corporaciones penitenciarias se benefician del encarcelamiento manteniendo bajos costos de litigio; por medio de la contratación de terceros se brindan servicios de baja calidad a los prisioneros, a pesar de tener altos costos; empresas pagan a las cárceles para emplear reos con salarios muy por debajo de las tasas del mercado, y bajo su justificación se realizan múltiples convenciones para la promoción de cientos de productos para la contención, traslado o sometimiento de reos (Talvi, 2005), lo que da cuenta de que “…la expansión sin precedentes de las actividades carcelarias del Estado norteamericano está acompañada por el desarrollo frenético de una industria privada de la prisión” (Wacquant, 2004, p. 97). México no ha experimentado los efectos de esta industria de la misma forma que Estados Unidos, pero su sistema carcelario sobrecargado durante los últimos años representa sin duda un mercado deseable para el capital que mueve dicha industria, además de que su valorización en el espacio periférico se facilita por las políticas de seguridad binacionales que se potenciaron con la Guerra contra el narcotráfico.

Proyectos como el que Donald Trump y la ACA buscan implementar también se viabilizan en México gracias al esquema de privatización inherente a las políticas neoliberales que han guiado el desarrollo del país en los últimos años. Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto compartieron como presidentes el objetivo de construir siete cárceles concesionadas bajo el esquema de Contrato de Prestación de Servicio (CPS). Ante ello, México Evalúa, por medio de su informe “Privatización del Sistema Penitenciario en México”, advirtió que el gobierno de Enrique Peña Nieto pagaba 4.5 veces (22 millones 692 mil pesos) más por los presos en seis cárceles privadas de lo que pagaría en caso de ser el Estado el que administrara dichos presidios, y bajo el esquema del CPS, el contrato privado obliga al Estado a pagar el total de la capacidad de albergar reclusos, y no sólo por los que están en los recintos. Esto ha generado la “necesidad” de llenar los reclusorios pues de todas formas se debe asegurar el pago completo, y hechos de violencia como el ocurrido en el penal de Topo Chico, en Nuevo León, o el traslado masivo de mujeres han nutrido los penales privados (García, 2016).

La rentabilidad de este negocio atrajo con los años inversores que poco o nada tienen que ver con el tema carcelario, pero sí mucho con la maximización de ganancia mediante el esquema neoliberal, tales como Olegario Vázquez Raña, Carlos Slim, Hipólito Gerard, Bernardo Quintana o Federico Martínez. De acuerdo a investigaciones de Cuestione, ninguno de los grupos que ellos encabezan contaba con experiencia en manejo de cárceles (aunque sí comparten el haber estado en medio de polémicas por delitos como el fraude, asignación de contratos amañados o por sanciones de la Secretaría de la Función Pública, según expone esta publicación de Cuestione), y fueron convocados por el secretario de seguridad pública de Felipe Calderón, Genaro García Luna, para participar en la edificación de ocho prisiones federales en las que cada reo llega a costar 245 mil pesos al mes. Sólo para 2018, las ocho prisiones concesionadas alcanzaron un costo de 12 mil millones de pesos, en contraste con los 3 mil millones de pesos de nueve prisiones operadas por el estado, además de que sus instalaciones son subutilizadas y más violentas que las prisiones estatales (Gutiérrez, 2019).

En la lógica del presidio privado el objetivo de la reinserción social del preso y el respeto a sus derechos elementales, establecidos en el Artículo 18 constitucional, se ven desplazados por la prioridad de la maximización de la ganancia. Los hacinamientos, permanencia en prisión y servicios deficientes que se les brindan a los reos representan ya no sólo violaciones a los derechos humanos, sino lucrativas áreas de oportunidad, en tanto lo que se brinda al prisionero no es proporcional a lo que se cobra por él. Con ello estas personas vuelven a ser piezas útiles para la valorización del capital, sólo que a sus formas tradicionales de intensificación del trabajo, extensión de las jornadas laborales o disminución del salario —las cuales no dejan estar presentes en los presidios como antes se expuso—, se le suman formas de devaluación de las condiciones de vida y el propio acotamiento de la libertad y la readaptación social.

Conclusiones

Las dinámicas y políticas capitalistas neoliberales facilitan la exclusión del espacio público de sectores sociales “indeseables”; pueden fungir como plataforma para el lucro y contribuir a que los reos sean funcionales al esquema intervencionista y mercantil de los presidios. No obstante, esos fenómenos comienzan a tomar forma desde antes de que las personas sean recluidas. La noción maniquea que acompaña a la Guerra contra el narcotráfico lleva a pensar que las prisiones son el espacio que de facto habrán de ocupar los delincuentes; pero lo que se constata es que la detención y la reclusión han afectado primordialmente al ciudadano común, ya sea por volverse un “daño colateral”; un número para la rendición de cuentas de la lucha contra el narco, o bien por ser partícipe de las actividades criminales a raíz de su desconocimiento, necesidad o por ser forzado a ello. Así, ese tipo de penalidad trasciende los muros del presidio y resulta una amenaza constante para los sectores vulnerables, pero también termina por afectar al grueso de la población en tanto ésta subsidia un sistema carcelario cada vez más caro, que no ha sido útil para contener el desarrollo de los grupos criminales y que en cambio sí es congruente con los postulados neoliberales de acumulación de excedente en pocas manos.

El populismo punitivo deviene en una eficiente bisagra que beneficia tanto al lucro político enfocado en la seguridad nacional como al lucro comercial que saca partido de la situación de inseguridad pública, ello a partir de la formulación de un imaginario que fomenta la otredad y la simplificación de un fenómeno de hiperviolencia y ascenso criminal que por el contrario, tienen causas profundas y complejas. La presión que ejercen esos elementos del populismo punitivo recae primordialmente en sectores sociales vulnerables, los cuales también son afectados por el frente criminal en tanto alimenta su fuerza laboral desde ese nicho.

Las características de adaptabilidad y evolución de las Redes Transnacionales de Criminalidad también se han puesto de manifiesto en los presidios mexicanos. Su capacidad de imponerse por medio de la violencia, la expansión de sus redes y la gestión de una amplia fuerza laboral compuesta por reos se conjugan a su favor con la corrupción que carcome el sistema penitenciario. En este escenario la cárcel no representa el final de las actividades de lucro de los criminales; en todo caso es un “inconveniente” del que también se puede sacar partido por las posibilidades de maximizar ganancia de forma ilícita ya sea a costa de los mismos presos, o en el exterior a partir de los laxos o nulos controles carcelarios que les permiten operar. Aspectos fundamentales como los de la reinserción social o el respeto a los derechos humanos quedan comprometidos bajo el control que las células de las RTC ejercen en los presidios, pues al amago permanente de ser una víctima de estos grupos, se suma el hecho de que las RTC terminan por representar las posibilidades de sobrevivencia, en tanto son oferentes de trabajo tanto al interior como al exterior de los presidios. Bajo esa lógica, participar de la “escuela criminal” que brinda el presidio es intuido por diversos presos como una opción prometedora.

El alineamiento de la seguridad nacional mexicana a las premisas de la política de seguridad estadounidense ha viabilizado el esquema intervencionista que Estados Unidos mantiene vigente para México, en especial bajo la modalidad de lucha contra las drogas. De facto, dicho alineamiento representa un panorama adverso para los sectores sociales vulnerables en razón de que privilegia aspectos como el punitivo y el prohibicionista, de lo cual emanan legislaciones que aumentan la permanencia en la prisión y la necesidad de encarcelar más gente para saciar la demanda de contar con seguridad pública. Esto mantiene sintonía con la criminalización que en el tema de las drogas el norte hace sobre el sur, es decir, la criminalización de la oferta sobre la demanda.

El narcotráfico es el principal agente que el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha tomado como justificación para su esquema de certificación del sistema carcelario mexicano, pero además de que no se ha expuesto una medida clara sobre cómo acotar el tinglado criminal que éste ha montado en torno a los presidios (en realidad ni siquiera se ha visibilizado por parte de Trump), la lógica de los penales privados de hacinar personas e importar reos en territorio nacional por motivos de seguridad sólo aglomera a miembros medios e incluso de alto nivel de las RTC, y no los separa de forma eficiente del resto de la población carcelaria en tanto se subutiliza parte del espacio de los presidios con la intención de abaratar costos y hacer más rentable el negocio de los presidios. La Iniciativa Mérida ha adquirido importancia para la administración de Donald Trump y funge como plataforma para intervenir en el sistema carcelario en primera instancia, pero también es congruente con la tutela a modo que en materia de seguridad Estados Unidos ha ejercido por décadas sobre México. La medida también ajusta con la retórica hegemónica en materia de seguridad de criminalizar al sur, y la posibilidad de una observancia permanente en el sistema carcelario le permitiría incidir de manera más libre en el flujo migratorio que busca llegar a su país, además de las cuantiosas ganancias que dicho sistema ofrece bajo el esquema privado.

Hoy, los presidios mexicanos son mucho más que centros de readaptación social o espacio de confinamiento de quienes han desatado la hiperviolencia en México. Su lógica ha cambiado a partir del triple embate de las células delictivas de las RTC que domeñan al interior de sus muros; del intervencionismo para el cual resultan funcionales y de la incidencia del capital neoliberal en su búsqueda de maximización de ganancia. Los saldos negativos de esa triada son especialmente cruentos para los individuos más indefensos, los cuales pierden año tras año de sus vidas sin sospechar siquiera los motivos de fondo de su reclusión.


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Notas

1 Se considera que los términos “cárteles”, “crimen organizado” y “narcotráfico” han quedado rebasados, y por sus características de organización horizontal, proyección, nuevos nichos de ganancia y engarce del capital criminal con otro tipo de capitales que dichos grupos han realizado en el ámbito de la Guerra contra el narcotráfico, son considerados Redes Transnacionales de Criminalidad (Vázquez, 2021), por lo que son referidos de esta forma en el presente texto salvo en los nombres propios y las citas textuales.


Acerca del autor

Jorge Alejandro Vázquez Valdez (jorgevazmx@uaz.edu.mx) es licenciado en letras, licenciado en periodismo, maestro en filosofía e historia de las ideas y doctor en estudios del desarrollo, todos por la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Actualmente se desempeña como docente-investigador en la Unidad Académica de Psicología de la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ), y tiene una trayectoria como periodista de 15 años que incluyen haber sido reportero, editor y director de dos revistas. Sus líneas de investigación y publicaciones se centran en el tema del narcotráfico, la violencia, la inseguridad, el desarrollo y el periodismo. Desde 2021 es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) (ORCID 0000-0002-3527-2407).




Recibido: 06/11/2020

Aceptado: 30/09/2022









Cómo citar este artículo

Vázquez, J. A. (2023). Redes criminales, mercantilización e injerencia estadounidense, fenómenos en torno a las cárceles mexicanas. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 26(48). https://doi.org/10.33064/48crscsh2915











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