La violencia contra las mujeres en la pareja: principales perspectivas desde la psicología


Intimate Partner Violence: Main Perspectives from Psychology




MYRNA MARIELLE FIGUEROA CHAVARRÍA

MARÍA GABRIELA LUNA LARA

Universidad de Guanajuato, México




Resumen

En el presente escrito se realiza un análisis actualizado e integral de la violencia contra las mujeres en la pareja. Se define el concepto y se exponen datos estadísticos en el contexto nacional e internacional en aras de identificar el fenómeno y comprender su relevancia actual. Se explican detalladamente los modelos teóricos imperantes en la psicología para su abordaje así como las principales conclusiones de las investigaciones realizadas en el tema, destacándose sus contribuciones y limitaciones. Finalmente se exponen las necesidades y los posibles rumbos que podrá tomar la investigación en función a buscar la erradicación de la violencia contra las mujeres en la pareja.

Palabras clave: violencia contra la mujer; violencia en la pareja; psicología; modelos teóricos; feminismo.




Abstract

The current paper carries out an updated and comprehensive analysis of intimate partner violence. It provides definitions of the concept and exposes statistical data in the national and international context to identify the phenomenon and understand its current relevance. It explains in detail the theoretical models prevailing in psychology for their approach, as well as the main conclusions of the research in the subject, highlighting their contributions and limitations. Finally, it exposes the needs and possible directions that the investigation may take, to seek the eradication of violence against women in the intimate relationship.

Keywords: violence against women; intimate partner violence; psychology; theoretical models; feminism.









Las distintas sociedades del mundo han ordenado sus dinámicas en función a la sexualidad humana, observándose que, a partir del sexo biológico, se socializa de manera distinta a hombres y mujeres para que puedan ser considerados como tales en su cultura (Bosch et al., 2013; Connell y Pearse, 2018; Gilligan, 2013). Se establece de forma aprendida la categoría de género, femenino/masculino, la cual se constituye como un núcleo importante en la conformación de la identidad de las personas (Alonso, 2004). Esta organización conforma una estructura social desigual en el reparto del poder, donde se germina la discriminación y la violencia (Carvallo y Moreno, 2008; Knudson-Martin, 2009; Lamas, 1996; Olivares y Icháustegui, 2011).

La violencia de género se refiere a aquellas acciones destinadas a generar un daño a las personas que incumplen con la expectativa social de su género, es decir, con los mandatos y estereotipos impuestos a hombres y mujeres. De forma que la violencia contra las mujeres es un modo particular de violencia de género que es impulsado y legitimado por el orden social actual impregnado por la ideología patriarcal y la heteronormatividad. Mecanismos que privilegian los aspectos asociados al género masculino, brindando menor valor a las cualidades y actividades relacionadas con lo femenino (Bosch et al., 2013; Connell y Pearse, 2018; Organización de las Naciones Unidas [ONU], 2018).

La violencia contra las mujeres es definida como el acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que genera o puede generar daños físicos, sexuales o psicológicos para la mujer. Es considerada una violación a los derechos humanos pues impide a las mujeres el goce de otros derechos (ONU, 2018). Según la Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia adoptada en nuestro país, puede ser de tipo psicológica, física, sexual, económica y patrimonial, y llega a ser ejercida en el contexto familiar/pareja, en la comunidad, las instituciones, el trabajo y en los ambientes educativos (Lachenal, 2018; Rodríguez, 2012).

En consiguiente, la violencia dirigida a la mujer en la pareja es una modalidad de la violencia contra las mujeres. Se define como un patrón de comportamientos dentro de la relación íntima que dañan física, sexual y/o psicológicamente (Lachenal, 2018; Organización Mundial de la Salud [OMS], 2013a; Rodríguez, 2012). Es ejercida por el varón quien se encuentra en una estructura de mayor poder y es padecido por la mujer al encontrarse en una posición de vulnerabilidad. Tiene la finalidad de controlar y lograr el poder sobre la relación y sobre la compañera sentimental (Bosch et al., 2013). Es un abuso de poder y un instrumento de opresión relacionado con la tensión entre los géneros, ejercido a la mujer por los roles y estereotipos sociales (ONU, 1996, 1999).

La violencia es un fenómeno complejo por lo que en su análisis se hace referencia a distintas formas de violencias. No todas se relacionan directamente con la violencia contra las mujeres; tal es el caso de la violencia en las parejas del mismo sexo o la violencia situacional, que no se incluyen dentro de la violencia de género dado a que el factor de género no es la premisa relevante (Baker et al., 2013; Johnson, 2011; Rodríguez et al., 2017).

Relacionadas con la violencia contra las mujeres se encuentra la violencia simbólica (Albertín, 2017; Bourdieu, 1998), el sexismo (Arnoso et al., 2017; Garrido et al., 2017; Glick y Fiske, 1996; Moya, 2004; Palacios y Rodríguez, 2012), el machismo (Benalcázar-Luna y Venegas, 2017; Castañeda, 2007) y los micromachismos (Bonino, 1996, 2005). Violencias presentes en estructuras, actitudes y creencias impregnadas en el contexto social. Se presentan de forma continua, latente y gradiente, siendo experimentadas por todas las personas de manera distinta según la posición estructural, es decir, la raza, género, edad, posición socioeconómica, etc. (Albertín, 2017). Se articulan en los escenarios sociales por la organización patriarcal y posibilitan, e incluso impulsan, la manifestación de lo que se ha llamado violencia machista, terrorismo íntimo (Johnson, 2011) o violencia contra las mujeres.

Contexto nacional e internacional de la violencia contra las mujeres en la pareja

La violencia en la pareja es el maltrato más común para las mujeres. Los datos mundiales calculan que el 30% de las mujeres han padecido violencia en su relación (OMS, 2013b, 2017). En México el 43.9% de las mujeres mayores de 15 años reportan violencia por parte de su pareja actual o última a lo largo de su relación. Las entidades con las prevalencias más altas son: Estado de México, Ciudad de México, Aguascalientes, Jalisco y Oaxaca. Se resalta la violencia emocional como las más prevalente (40.1%), manifiesta primordialmente en insultos, intimidaciones y aislamiento (Muñoz y Echeburúa, 2016); seguida por la violencia económica o patrimonial (20.9%), presente en conductas que controlan el acceso y/o manejo de los recursos básicos; en tercer puesto se presenta la violencia física (17.9%) en la que se hace uso intencional de la fuerza para dañar la integridad de la mujer; finalmente se presenta la violencia sexual (6.5%) con la que se fuerza a una mujer a participar en un acto sexual no consentido (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2017; 2018; Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres [CONAVIM], 2018b).

La violencia en la pareja se manifiesta con mayor frecuencia entre las mujeres casadas/unidas o que lo estuvieron, observándose que las mujeres separadas, divorciadas o viudas, muestran mayores prevalencia de violencia en su última unión (59.4%). Entre las mujeres solteras las prevalencias son más bajas, no obstante, la violencia emocional (34.3%) se muestra similar a la experimentada por las mujeres casadas/unidas (37.5%) (INEGI, 2018).

Estas estimaciones se han mantenido en niveles similares en nuestro país durante los últimos diez años. Reportándose que en el 64% de los casos, se trató de violencia severa y muy severa. La clasificación de severidad se basa en el análisis de la gravedad del acto, la frecuencia, el grado de daño físico y las repercusiones mentales y emocionales en la mujer. La severidad leve hace referencia a una violencia emocional y/o económica esporádica. El grado moderado es una violencia esporádica con daños físicos y/o emocionales transitorios. La violencia severa es una violencia eventual de tipo física y/o sexual, con daños físicos y/o emocionales observables y estables en el tiempo, tales como cortadas, quemaduras, pérdida de dientes, hemorragias, problemas nerviosos, angustia, miedo, tristeza, depresión e insomnio. Finalmente, la violencia muy severa señala una violencia múltiple y reiterada, con daños físicos y emocionales que atentan la integridad física, incluye fracturas, abortos o partos prematuros, enfermedades de transmisión sexual, pérdida de capacidades motrices, pensamientos e intentos de suicidio. Trece estados se ubican por encima de la media nacional en la proporción de mujeres en situación de violencia severa y muy severa: Aguascalientes, Guanajuato, San Luis Potosí, Coahuila, Estado de México, Tabasco, Jalisco, Chiapas, Querétaro, Veracruz, Hidalgo, Tlaxcala y Morelos (INEGI, 2018).

Las consecuencias de la violencia contra la mujer en la pareja han llevado a la OMS (2013b) a calificar el fenómeno como un problema de salud pública, pues afecta la salud física, mental, sexual y reproductiva de las mujeres, además de presentar repercusiones socioeconómicas (Arias, 2015; Calvo y Camacho, 2014; INEGI, 2017; OMS, 2017). Aunado, se liga el feminicidio como el efecto más grave. Se registra que de las mujeres asesinadas en el mundo, en el 38% de los casos el autor fue su pareja o expareja (OMS, 2013a, 2017).

Bajo este panorama a nivel internacional se han implementado instrumentos para garantizar el derecho humano a una vida libre de violencia. Se destaca la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación de las Mujeres (CEDAW) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres (Convención de Belem Do Pará). El primero es un tratado que reconoce los derechos humanos de las mujeres, califica la violencia contra las mujeres como una discriminación y propone vías para lograr la igualdad de derechos y modificar los comportamientos tradicionales de hombres y mujeres. El segundo, define con claridad el concepto de violencia contra las mujeres y las formas en las que se presenta en el ámbito público y privado. Consta de 25 artículos que señalan explícitamente las medidas para sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, otorgando responsabilidad al Estado para modificar los patrones socioculturales (Duarte y García-Horta, 2016; Fondo de Población de las Naciones Unidas en México [CEPAL], 2012; Lachenal, 2018).

En México, se ratificó en 1981 lo acordado en la CEDAW y en 1998 lo suscrito en la Convención de Belem Do Pará. Tratados que impulsaron la creación de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia en 2007 que tipifica al feminicidio y a la violencia contra la mujer como delito penal (CONAVIM, 2018b). Sin embargo, fue hasta 2011, con la Reforma Constitucional en materia de derechos humanos, que las leyes nacionales integraron las disposiciones de los tratados internacionales, otorgando un rango constitucional a los derechos humanos. Así, se reconocieron las obligaciones del Estado mexicano para hacer valer los derechos de las mujeres, responsabilizándose de: modificar leyes o prácticas jurídicas; establecer acciones de prevención que van desde órdenes de protección hasta la difusión de la cultura de igualdad de género; crear leyes que protejan a las mujeres; propiciar el acceso a la justicia; sancionar a quienes ejerzan prácticas de violencia; establecer mecanismos de reparación integral de los daños; impulsar medidas que garanticen la no repetición de la violencia; y garantizar una estructura gubernamental con personal capacitado y recursos económicos para prevenir, atender y sancionar la violencia (Lachenal, 2018; Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género, [CEAMEG], 2010).

En consonancia, España cuenta con la Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género, que entró en vigor en 2005. La ley precisa que la violencia contra la mujer en la pareja es un problema social basado en el género (Ferrer y Bosch, 2019). Detalla los condicionantes necesarios para que este tipo de violencia sea considerada un delito penal, precisando que es una violencia que manifiesta la desigualdad de poder, ejercida por un hombre sobre una mujer, entre quienes existe o existió una relación afectiva. Reformas recientes al Código Penal español, han buscado aumentar la protección de las víctimas y han incorporado al género como un agravante ante las lesiones de menor gravedad (Muñoz y Echeburúa, 2016).

Brasil por su parte, al incorporar los tratados internacionales consolidó en 2003 un nuevo Código Civil que garantiza la igualdad entre hombres y mujeres, erradicando en el escrito todas las formas de desigualdad (Segato, 2003). No obstante, fue hasta 2006, a raíz de la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se promulgó la ley N° 11.340 o Ley Maria da Penha que sanciona penalmente los actos de violencia doméstica. A su vez, impulsa el establecimiento de tribunales especializados y promueve la capacitación a las fuerzas de seguridad y los programas de rehabilitación a agresores. La ley modificó la política criminal, de modo que se amplió el concepto de violencia doméstica y se establecieron tanto cambios institucionales en juzgados, comisarías y en la atención a víctimas, como en las medidas punitivas y protectoras (Sauaia y García-Manso, 2015).

Pese al terreno ganado en el plano jurídico, el fenómeno de la violencia contra la mujer en la pareja sigue generando estragos en la sociedad. Su sobrevivencia entonces se explica desde un ángulo que supera el plano de las conductas tangible y los roles observables.

La psicología y la violencia contra las mujeres en la pareja

La violencia contra la mujer específicamente la cometida por parte de la pareja ha sido abordada en la psicología desde teorías con enfoque individual, familiar, social y cultural.

Las posturas individualistas incluyen teorías biológicas del comportamiento agresivo y violento y teorías sobre la psicopatología de las víctimas y los perpetuadores. Se formulan como modelos explicativos unicausales que brindan mayor importancia a algún aspecto para explicar el fenómeno (Bosch et al., 2013; Kelly, 2011; Puente et al., 2016)

Desde el ángulo familiar y social, la psicología ha estudiado la violencia familiar y de pareja a partir de la teoría de los sistemas y del aprendizaje social, considerando que la perpetuación de la violencia se relaciona con el aprendizaje por observación, la asociación deferencial y el reforzamiento positivo (Kelly, 2011; Michalski, 2004). Como evolución a esta perspectiva se encuentran las teorías socioculturales que integran elementos de la teoría de los sistemas, el aprendizaje social, las estructuras sociales y los factores culturales. Considerando que las interacciones familiares violentas son un reflejo de las normas sociales vigentes. Una apreciación más contemporánea ha sido la teoría crítica, la cual concibe a la violencia en la pareja como un fenómeno provocado por el orden estructural. Considera que el empoderamiento, y la emancipación de la dominación son las claves para combatir la violencia contra las mujeres (Kelly, 2011).

Ante estas perspectivas, se destacan tres posturas teóricas que han presentado mayor resonancia en la explicación de la violencia contras las mujeres: el Modelo Ecológico-Sistémico, la Teoría de los Sistemas y las Teorías Críticas Feministas.

Modelo ecológico-sistémico de la violencia

El modelo fue instituido por Heise (1994), basándose en las propuestas de Bronfenbrenner. Es el modelo explicativo más aceptado, de modo que fue asumido por la OMS en 2003. Entiende a la violencia basada en género como un fenómeno multicausal, resultado de las dinámicas entre individuo, relaciones interpersonales, comunidad y sociedad. La interrelación de estos determinan los riegos para perpetrar o padecer violencia (Fulu y Miedema, 2015; Johnson, McGrath, y Miller, 2014; Olivares y Icháustegui, 2011).

Considera que el ser humano se desenvuelve en un ambiente ecológico articulado de forma dinámica por 4 subsistemas y 5 planos: (a) microsistema, compuesto por el plano individual y el plano de las relaciones interpersonales (familia, amistades y pareja); (b) mesosistema integrado por el plano comunitario (vecindarios, espacios escolares, laborales, etc.); (c) macrosistema correspondiente al plano sociocultural; y (d) cronosistema referente al momento histórico.

Bajo esta perspectiva el individuo mantiene una relación bidireccional con su ambiente, donde ambos se reestructuran recíprocamente. En cada nivel se presentan diferentes relaciones, riesgos y actores que configuran una dinámica particular de violencia, precisándose que la violencia de género difiere de otros tipos de violencias al ser un patrón de aumento progresivo de dominio e intensidad, convirtiéndose en una violencia sistemática y estructural sustentada por todos los subsistemas, hecho que le brinda una validez social (Madrid, 2015; Olivares y Icháustegui, 2011).

El modelo explica que la existencia de la violencia en la pareja requiere de un ambiente ecológico que autoriza la desigualdad de la mujer. Esta legitimización se presenta en el microsistema a partir de características individuales, dinámicas familiares y creencias personales y familiares entorno a los estereotipos de género; en el mesosistema, según la legislación existente y el ambiente comunitario; en el macrosistema y cronosistema a partir de la ideología de la época y las narrativas dominantes que transmiten mensajes sobre la superioridad masculina (Fulu y Miedema, 2015; Johnson et al., 2014; Madrid, 2015). Por tanto, el modelo considera que las intervenciones deben de centrarse en los factores de riesgos de cada nivel, los cuales predisponen e incrementan la violencia, implementando acciones integrales y vinculadas entre cada plano para prevenirla, atenderla, sancionarla y erradicarla según se trate de percepciones, actitudes, hechos o la comisión de actos delictivos (Olivares y Icháustegui, 2011).

En conclusión, el modelo se constituye como un marco explicativo que principalmente impulsa la transversalidad, reduce las distancias entre las teorías y trata de unificarlas, de manera que no refuta o crítica las distintas posturas sino que las agrupa. Ante ello, no se instituye como un enfoque de investigación como tal, sino que invita a que en la investigación de la violencia se vinculen y se tengan en consideración los análisis de las influencias individuales de quien la padece o ejerce y los contextos socioculturales e históricos en los que acontece.

Modelo sistémico o de los sistemas

El modelo se centra en los integrantes de la pareja o familia, concibiéndolos como un sistema que busca la homeostasis, por lo que adopta patrones repetitivos de conducta a partir de secuencias de comunicación y retroalimentación. Explica que la pareja se constituye como un sistema a partir del establecimiento de una relación afectiva, significativa y consensuada. En particular, la relación de pareja es vista como una dinámica relacional humana en la que se presentan pautas y secuencias de comunicación y retroalimentación que refuerzan o excluyen ciertos comportamientos, viéndose influenciados por los paramentos sociales. De manera que al conformar la pareja, cada integrante trae consigo su sistema de creencias, el cual es fusionado a fin de establecer uno propio con el que rigen sus comportamientos (Ágreda y López, 2017; Perrone y Nannini, 1997). En sintonía con lo anterior, los postulados explican que las parejas pueden acomodar sus dinámicas en simetría, ambos pugnan por el mismo poder, o en complementariedad, uno presenta mayor poder que el otro (Ágreda y López, 2017; Huiracocha, 2018; Jiménez y Guzmán, 2015; Perrone y Nannini, 1997).

Los actos violentos son vistos como una pauta más, como una forma de interacción. La violencia representa la rigidez del sistema de creencias, el cual codifica las diferencias como amenazas en lugar de reestructurarse y acomodar creativamente la nueva información. Su desaparición requiere de cambios en los sistemas de creencias, lo que hace necesario conocer la dinámica, cultura, hábitos y estructura de la pareja, además de la lógica del pensamiento de quien la ejerce y la padece (Ágreda y López, 2017; Huiracocha, 2018; Jiménez y Guzmán, 2015; Perrone y Nannini, 1997).

En concreto, desde este enfoque la violencia en la pareja es concebida como la manifestación de un fenómeno interaccional que se encuentra asociado a los patrones de relación, comunicación y resolución de conflictos. Por lo que presenta un carácter circular, en donde la erradicación no se limita al cambio de un miembro sino que requiere la transformación del patrón de relación. De este modo, las dinámicas violentas se vuelven parte de los repertorios habituales de intercambios dentro de la pareja, observándose cierta ritualización en su manifestación. Se considera que la violencia se perpetúa en la interacción a través de un “acuerdo implícito rígido”, siendo este una trampa relacional que aparece ante la necesidad de mantener el equilibrio entre los miembros. El consenso de los miembros de la pareja hacia la violencia opera de forma bipersonal mediante mecanismos sintácticos, afectivos y relacionales, pero es construido en base a las particularidades individuales, en las que destaca la historia individual y una imagen negativa sobre su persona (Martínez, 2017; Perrone y Nannini, 1997).

Asimismo, se precisa que el sistema de creencias de la pareja presenta argumentos que normalizan, validan y justifican la violencia de pareja. Por lo que ante las conflictivas se desatan secuencias de comunicación violentas que busca mantener el equilibrio. Comienza una escalada simétrica de comportamientos, en donde tanto las parejas complementarias como simétricas, perciben como amenazantes las reacciones del otro, aumentando la intensidad en el rol que han adoptado. De forma que las parejas simétricas pugnaran por el poder, mientras que las complementarias rigidizaran la desigualdad, de manera que, uno se tornará más dominante mientras que el/la otro/a más sumiso/a. Finalmente, el acto violento resuelve parcialmente la conflictiva, viéndose reforzado (Ágreda y López, 2017; Martínez, 2017; Perrone y Nannini, 1997).

La crítica del modelo sistémico radica en el desinterés por la organización estructural en la que se encuentra la pareja, de modo que omite o minimiza las diferencias estructurales entre hombres y mujeres. De manera que carece de perspectiva de género considerando que hombres y mujeres se encuentran en igualdad de circunstancias en cuanto a la perpetración de violencia. Asimismo, al concebir a la violencia como fruto de la interacción entre la pareja, la víctima comparte la responsabilidad del acto violento, lo que exime de la culpabilidad exclusiva al autor, impulsándose la justificación del agresor y la estigmatización y culpabilización de la víctima. Situación que se torna especialmente perjudicial para las mujeres en la práctica clínica. En esa línea, el abordaje terapéutico sistémico, pretende resolver el vínculo de violencia desde el conjunto que conforma la pareja, lo que constituye un factor de riesgo para la seguridad de las mujeres. Aunado, este enfoque terapéutico al desestimar fácilmente la superioridad estructural del varón y sus posibilidades de control, coloca a la mujer en una situación de vulnerabilidad en el contexto terapéutico. Por tanto, los modelos terapéuticos a mujeres que padecen violencia en la pareja, enfáticamente no recomiendan la atención en pareja (Alencar-Rodrigues y Cantera, 2012; Jiménez y Guzmán, 2015).

Teorías críticas feministas

El feminismo es un movimiento social con fundamentos teóricos centrados en liberar a las mujeres de sus opresiones históricas a fin de construir un orden social basado en la igualdad entre los géneros. Sus postulados se encuentran dentro de las Teorías Críticas y ha establecido uno de los modelos más predominantes para entender y combatir la violencia contra las mujeres. Sus estudios revelan que la desigualdad en las relaciones hombre-mujer se ha perpetuado históricamente en función al orden social establecido, el cual impulsa dos formas de discriminación, el patriarcado y la heteronormatividad.

El patriarcado es una organización social, sistémica y tradicional en la que la propiedad, la descendencia y las decisiones son dominio de los hombres. Reconoce como naturales dos sexos y dos géneros: hombre/mujer, masculino/femenino. Los fundamentos del sistema invocan a razones biológicas en las que se naturalizan actividades y actitudes distintas a los hombres y a las mujeres. En la cultura patriarcal la mujer se define por su sexualidad en oposición al hombre que se define por el trabajo. Esta dicotomía desvaloriza socialmente los aspectos correspondientes a lo femenino/mujer, subordinándolo e impulsando la dominación masculina. La heteronorma, se refiere a la idea social dominante que define a la heterosexualidad como la única forma de actividad natural, normal y válida, quien no cumple con dicha expectativa se encuentra en desventaja y suele ser discriminado (Lagarde, 2005; ONU, 2018). Por tanto, el núcleo de las investigaciones feministas describen el orden de género, analizan las estructuras sociales patriarcales que establecen un reparto desigual de poder, detectan las desventajas estructurales que esta organización conlleva a las mujeres y buscan condiciones de posibilidad para transformarlas (Hudson et al., 2011; Lagarde, 1996; Lamas, 2000).

El enfoque aporta la perspectiva de género, definida como la metodología y los mecanismos que permiten identificar, cuestionar y valorar la discriminación, desigualdad y exclusión que viven las mujeres y que han encontrado justificación en las diferencias biológicas de los sexos. A su vez permite identificar los factores para crear las condiciones de cambio que permitan la igualdad de género (CONAVIM, 2018a). Es una categoría analítica, una herramienta conceptual, que incorpora metodologías para dar análisis a las construcciones culturales y sociales propias para los hombres y las mujeres, con el objetivo de mostrar que las diferencias entre mujeres y hombres se dan no sólo por su determinación biológica, sino por las diferencias culturales asignadas a los seres humanos. Por tanto, cuestiona los estereotipos, el orden social genérico y los modos de construir y pensar las identidades sexuales desde una concepción de heterosexualidad normativa que excluye a la diversidad. Así, elabora nuevos contenidos que permiten incidir en el imaginario colectivo de una sociedad al servicio de la igualdad y la equidad (Hendel, 2017).

Desde las posturas feministas se utiliza el término violencia contra las mujeres en la pareja en vez de violencia familiar o marital al considerar que dicha situación no es un asunto privado, sino un problema social que requiere de cambios estructurales e ideológicos. Pues, considera que el maltrato a la mujer en gran medida es originado por la socialización en el género, siendo que atribuye valores diferentes a lo femenino y lo masculino lo que desemboca en una distribución desigual de poder, estableciéndose el orden patriarcal. Por consiguiente, considera que el maltrato es heredado por una estructura social desigual en donde se aprenden conductas de dominación que se refuerzan en la cultura. No obstante, la adopción de una conducta violenta es intencionada y tiene como objetivo el control, responsabilizando por completo al agresor. Aunado, desde esta perspectiva las mujeres que padecen violencia son percibidas con capacidad de resistencia y recursos que deben impulsarse para aumentar el control sobre su ambiente interpersonal (Alencar-Rodrigues y Cantera, 2012; Ali y Naylor, 2013; Jiménez y Guzmán, 2015).

Desde las investigaciones feministas se ha concluido que la organización social patriarcal establece escenarios que desencadenan un conjunto de acciones relacionadas que configuran una práctica social, las cuales a su vez sustentan el sistema. Las prácticas sociales son un constructo social, que legitiman y reproducen normas, valores, comportamientos y conocimientos, definiendo los patrones de una sociedad (Bourdieu, 1972; Foucault, 1973; Geiger, 2009).

El género es una manera de organizar la realidad, una estructura social que presenta escenarios interpersonales relacionados con el poder, la producción, las relaciones afectivas y el simbolismo. Los escenarios impulsan determinadas acciones que con el tiempo configuran la categoría femenino y masculino, sus estereotipos y mandatos, determinando las relaciones entre los géneros y desembocando en prácticas de género (Connell y Pearse, 2018). Las prácticas de género son sujetas a cambios, siempre que se logren transformar las estructuras de las que derivan. El cuestionamiento a las acciones y los escenarios que sustentan al género permiten redefinir las categorías “femenino-masculino”. Así, se observa que los actuales cambios ideológicos, económicos y tecnológicos han modificado dichos escenarios, presentándose la necesidad de reconfigurar la relación entre los géneros a fin de dar paso relaciones más equitativas, en donde la violencia pueda ser erradicada. Lo que avoca al análisis y redefinición de las identidades, los mandatos, la distribución del trabajo, las formas de paternidad y maternidad, entre otras (Connell, 2003; Olavarría, 2009).

En este orden de ideas, se argumenta que la realidad se construye de prácticas sociales derivadas de la relación interpersonal, de modo que puede ser transformada a raíz del cuestionamiento, la crítica y la concientización. Bajo esta perspectiva la violencia contra la mujer en la pareja es concebida como una práctica social de género que puede ser reconfigurada a partir de una reorganización relacional basada en el cuidado, la solidaridad, la reciprocidad y la equidad.

Las críticas principales a las posturas feminista radican en que desestiman la simetría en la perpetuación de violencia por parte de las mujeres, pues tienden a argumentar que la violencia en las relaciones heterosexuales siempre es ejercida por el hombre en deseos de controlar a la mujer y los actos de violencia por parte de las mujeres ocurren como defensa a su persona. Se cuestiona también que las perspectivas feministas conciben necesaria la intervención social y jurídica ante los hechos de violencia de pareja, asumiendo que todas las mujeres desean dejar su relación. Asimismo, suelen considerarse como esencialistas las explicaciones de la violencia a partir de las estructuras patriarcales (Ali y Naylor, 2013).

Cabe recalcar que el feminismo no anula la posibilidad de la violencia femenina, no obstante la ubica dentro de la estructura social en donde la autorización, legitimización y consecuencias, no constituyen en si un problema global ni estructural. Las críticas sobre el carácter esencialista del patriarcado y sus efectos sobre las mujeres han llevado al feminismo a desarrollar distintas propuestas para superar los límites analíticos derivados del uso unidimensional de categorías.

Principalmente se destaca la interseccionalidad y el decolonialismo dado a que responden de forma contraria a la universalización, visión y tendencia heredada de la ciencia tradicional que lleva a la esencialización de la mujer. La teoría de la interseccionalidad es un concepto desarrollado por Kimberlé Crenshaw y Patricia Hill Collins que permite detectar las múltiples opresiones que las mujeres viven según su posición estructural. Este análisis teórico pone en evidencia que la sociedad se constituye de diferentes categorías sociales (sexo, edad, raza…) a las que se les ha atribuido un distintito valor simbólico y jerárquico. Las categorías se entrecruzan entre sí, determinando una forma particular de opresión según se pertenezca a cada uno de estos estratos (Marecek, 2016). Este análisis valida las diferentes identidades y experiencias de las mujeres, evitando una visión generalizada y la construcción de soluciones universales para atender la diversidad de problemáticas.

El feminismo decolonial, por su parte, muestra la tendencia científica a jerarquizar los saberes bajo una lógica colonial que coloca a la historia de occidente como eje para juzgar el desarrollo de otras poblaciones y las experiencias de sus individuos. De modo que incluso en los estudios de género se conservan las tendencias a pensar y analizar a las mujeres bajo una lógica eurocéntrica, en la que se generalizan sus experiencias y necesidades. Por tanto, desde el feminismo decolonial se pretende la construcción de saberes generados en el propio contexto que, alejados de la universalización, validen las experiencias individuales, tomando en cuenta las distintas opresiones sociales e históricas que se intersectan (Segato, 2018).

Investigación psicológica sobre violencia contra la mujer en la pareja

A continuación, se presenta un panorama sobre las principales conclusiones de diversas investigaciones psicológicas sobre la violencia contra la mujer en la pareja, realizadas en el plano individual y relacional, es decir, en lo referente al microsistema.

Las investigaciones realizadas en el plano individual apuntan a las siguientes direcciones: revelar los efectos psicológicos de la violencia; los factores de riesgo de la víctima y el agresor; y las conductas de afrontamiento de las víctimas. Los estudios sobre los efectos psicológicos de la violencia de pareja en las mujeres reportan graves consecuencias a la salud mental, en los que se destacan el estrés postraumático (TEPT), la depresión mayor, la propensión al suicidio y los síntomas somáticos. (Arias, 2015; Calvo y Camacho, 2014; Kavak et al., 2018).

Los estudios centrados en identificar los factores de riesgo que maximizan las probabilidades de experimentar violencia en la pareja han abordado la salud mental de las víctimas, las características sociodemográficas y los antecedentes históricos. Relacionados con la salud mental de las mujeres se ha detectado que el neuroticismo, la impulsividad y los antecedentes familiares de trastornos mentales incrementan estas probabilidades (Ruiz-Pérez et al., 2018). Con respecto a las características sociodemográficas se reporta un mayor riesgo de presentar violencia en la pareja entre los 18 y 24 años de edad, asimismo ésta se asocia con una precaria posición socioeconómica, el abandono escolar prematuro, el embarazo no planificado, tener hijos, ser inmigrante, no estar casada, presentar pocas redes de apoyo o el radicar en países con mayor prevalencia en el consumo de alcohol (Moraes et al., 2016; Sanz-Barbero, López, Barrio, y Vives-Cases, 2018; Yakubovich et al., 2018; Jiménez y Guzmán, 2015). Un factor de riesgo que se destaca como antecedente histórico en la vida de las mujeres es la experiencia de abusos físicos y/o sexuales por parte de un adulto antes de los 15 años (Sanz-Barbero et al., 2018).

En función a los factores de riesgo individuales de quien agrede se encuentran asociados los problemas financieros, la falta de empleo, la corta escolaridad y el consumo de alcohol (Schafer y Koyiet, 2018; Slep et al., 2014; Jiménez y Guzmán, 2015). Otros estudios señalan que el tipo, la frecuencia y gravedad de la violencia en la pareja se encuentra relacionada con las diferentes características de la personalidad, detectándose que quienes tienden a una personalidad agresiva y dominante suelen ejercer una violencia más severa (Cascardi et al., 2018). Algunos estudios han detectado que el trastorno de personalidad borderline y antisocial se correlacionan significativamente con la perpetración de violencia en la pareja (Spencer et al., 2017).

Con respecto a las conductas de afrontamiento en las mujeres que viven violencia por parte de su pareja, las investigaciones se han centraron en identificar los recursos psicológicos y las estrategias individuales para detectar, lidiar y terminar con el abuso. Se refutaron las concepciones que tienden a responsabilizar a la víctima y que la etiquetan como una persona falta de habilidades, deficiente emocional o incapaz de finalizar la relación. El término de indefensión aprendida ha sido rebatido a partir de los modelos de resilencia y sobrevivencia, los cuales reportan procesos activos en las víctimas durante el abuso. De modo que se refieren habilidades y respuestas creativas, proactivas y de resolución de conflicto en los que desarrollan resilencia, adaptación y persistencia, fortalezas que de ser encauzadas y en combinación con el apoyo social se convierten en factores de protección para la violencia en la pareja. En consiguiente, la atención se dirigió a detectar los obstáculos que impiden a las mujeres liberarse de las relaciones violentas y diseñar soluciones en consecuencia, lo que implica abordar a la víctima, al agresor y a los contextos externos. De esta manera, se desestimaron las perspectivas que buscan entender el motivo por el que una mujer permanece en una relación abusiva, línea de pensamiento tendiente a derivar en explicaciones psicopatológicas (Kelly, 2011).

Las investigaciones en el plano de las relaciones interpersonales se han centrado principalmente en las dinámicas y prácticas de la pareja y familia y en el papel que juega el apoyo social. Sobre las dinámicas de pareja se enuncian los factores que aumentan o disminuyen las probabilidades para que se presente violencia. Así, se reporta que las cargas económicas y en actividades de cuidado incrementan los riesgos de las mujeres de sufrir violencia, ligándose ello a un mayor número de hijos (Puente et al., 2016). Se refiere que existe una probabilidad de menor violencia si en la relación de pareja se presenta poco aislamiento social, redes de apoyo interdependientes, igualdad de acceso y control a los recursos materiales, descentralización de la autoridad, niveles óptimos de intimidad y acceso a formas alternativas de resolución de conflictos (Michalski, 2004). Aunado, existe una asociación entre la violencia de pareja y los niveles de satisfacción marital, de modo que a mayor satisfacción menor es la presencia de violencia. La satisfacción de pareja ha sido relacionada por distintos estudios con la conveniencia de ambos en las creencias culturales, la bondad, el perdón, conductas congruentes hacia las fallas del compañero y el apoyo mutuo percibido. Los enfoques feministas que integran la perspectiva de género han demostrado que la capacidad de llegar a acuerdos se asocia con menores niveles de violencia en la pareja. Estos factores han determinado una vía para la intervención psicológica en las atenciones en pareja (Puente et al., 2016).

Las investigaciones de corte feminista se han enfocado en los cambios sociales que enfrentan las parejas en la actualidad y la necesidad que estos cambios conllevan para reconfigurar las relaciones de género, a fin de combatir la violencia contra la mujer en la pareja. Principalmente se centran en identificar los factores que favorecen las prácticas de equidad en la pareja y el desarrollo de nuevas feminidades y masculinidades. Explican que en las últimas décadas se han presentado cambios rápidos en el ámbito público para garantizar la equidad de género, sin embargo, las parejas se desenvuelven en un ámbito privado en donde los cambios no permean con la misma velocidad, lo que genera tensiones y conflictos dentro de la pareja (Agirre, 2014; Segato, 2003). Ante ello, se presenta la necesidad de recurrir a la reflexividad, la concientización y el desarrollo de habilidades para la negociación, en donde el principal reto es la redistribución del poder en las relaciones afectivas. Lo que implica abordar el reparto del trabajo doméstico; las formas y roles en la crianza; las nuevas ideologías de maternidad y paternidad; el acceso laboral; el manejo de los recursos económicos; y los afectos y simbolismos depositados en estas prácticas. (Agirre, 2014, 2016; Connell y Pearse, 2018; Jiménez y Guzmán, 2015; Segato, 2003, 2016).

Con respecto a los estudios sobre las dinámicas familiares, las investigaciones reflejan que la violencia se presenta como una conducta ante los conflictos y su perpetuación se relaciona con haber presenciado violencia familiar, imitar estas conductas y, en consecuencia, desarrollar esquemas de justificación y actitudes favorables hacia la violencia como medio para la resolución de conflictos (Calvete y Orue, 2013). La exposición a la violencia de pareja de los padres en la familia de origen y la experiencia de abuso infantil guarda una relación significativa con la normalización de la violencia en las relaciones afectivas de pareja. Igualmente, la educación y la repartición de roles familiares altamente estereotipados influyen en la situación de maltrato, reflejan el apego a creencias tradicionales que priorizan el mantenimiento de la familia tradicional y obstaculizan la separación (Rivero y Herrero, 2018; Rizo y Macy, 2011).

Los datos relacionados con el soporte social de las mujeres maltratadas por su pareja indican una influencia generalmente favorable. Se observa que quienes perciben un apoyo social presentan menor riesgo de reexperimentar abusos. También, la percepción o recepción de apoyo social se relaciona con la disminución de síntomas psicológicos asociados al maltrato. La familia y amistades se muestran como factores de protección para terminar con el abuso y son las principales fuentes de apoyo a las que se recurre. No obstante, su influencia no siempre es positiva, las creencias de la red de apoyo influyen en el tipo de soporte que brindan y llegan a obstaculizar la separación. Por tanto, es conveniente que las personas que constituyen un soporte externo presenten instrumentación en el tema, es decir, reciban información y orientación con respecto a la violencia contra la mujer (Rivero y Herrero, 2018; Rodríguez, 2016).

Alcances y limitaciones en la investigación de la violencia contra las mujeres

Las investigaciones centradas en aspectos individuales brindan un panorama informativo que describe los efectos de la violencia en las mujeres, los factores de riegos para convertirse en víctima o agresor/a y las conductas de afrontamiento de las mujeres, observándose que estos últimos conforman una base sólida para el trazo de modelos psicoterapéuticos de corte correctivo. Las principales críticas a estos estudios radican en que los datos son sesgados dado a que provienen de muestras en las que ya es manifiesta la violencia. Sus conclusiones se tornan deterministas y asiladas, pues al hablar de factores de riesgo se establecen probabilidades por condiciones difíciles de modificar. Además, sus conclusiones pasan por alto los procesos de cambio personal y las influencias sociales tanto de la víctima como del agresor, derivando en acciones reactivas. De manera que sus resultados impiden sacar conclusiones con respecto a las excepciones, de forma que continúa presente el cuestionamiento con respecto a qué hace que una misma víctima o un mismo agresor no sea víctima o agresor en otra relación afectiva (Jiménez y Guzmán, 2015; Kelly, 2011; Michalski, 2004).

Desde el plano relacional se presenta un menor número de investigaciones en comparación con el anterior. Los estudios centrados en los factores de riesgo de la pareja brindan información descriptiva relevante pero sus datos son deterministas en razón a la dificultad para prevenir y establecer cambios. En otra línea, se presentan investigaciones sobre la importancia de los soportes sociales de las mujeres que experimentan violencia en la pareja, información que configura estrategias para combatirla una vez manifiesta (Rivero y Herrero, 2018; Rodríguez, 2016). Asimismo, se integran estudios que analizan las dinámicas familiares y de pareja, los cuales brindan mayores explicaciones sobre la génesis y el mantenimiento de la violencia contra la mujer, sin embargo un gran número excluye el marco de género en sus análisis, lo que invalida la condición real de las mujeres en la sociedad (Calvete y Orue, 2013; Rivero y Herrero, 2018; Rizo y Macy, 2011).

En ese sentido, las investigaciones de corte feminista comprueban que la violencia contra la mujer declina ante la equidad dentro de la pareja, a partir de la construcción de nuevas identidades (femeninas/masculinas), con nuevas formas de interacción en los escenarios laborales, de trabajo doméstico, de crianza, de maternidad/paternidad y de manejo de recursos económicos (Agirre, 2016; Jiménez y Guzmán, 2015; Puente et al., 2016). De esta forma, las investigaciones centradas en la configuración de las prácticas de género dentro de la pareja permiten construir un conocimiento preventivo y correctivo. Pues toman en cuenta la influencia de los escenarios estructurales que reproducen la violencia de género, cuestionando y validando la posición social de hombres y mujeres. Además, integran la posibilidad de cambios personales, relacionales y sociales en las dimensiones de poder, producción, relación afectiva y simbolismo, lo que permitiría la reconfiguración las relaciones de género. De modo que, centrarse en las prácticas de violencia y en las condiciones de posibilidad para transitar a nuevas prácticas, como es el cuidado, permite establecer una línea de investigación que se encamina a la configuración de vínculos interpersonales ausentes de violencia.

Discusión

En el análisis a las investigaciones expuestas sobre la violencia contra la mujer en la pareja, se observa que principalmente se ha abordado a la víctima y al agresor de forma aislada, derivando en intervenciones correctivas. Se han detectado las características individuales de quienes conforman a la pareja, pero se ha restado importancia al estudio de las prácticas interpersonales entre estos, lugar en el que se establece y manifiesta la violencia.

Se requieren investigaciones en el plano relacional, donde se presenta un vacío de información principalmente en dos vertientes. En primera instancia, se hacen necesarias investigaciones e intervenciones psicológicas con perspectiva de género que validen de forma histórica la experiencia y condición femenina y masculina. No obstante, la perspectiva de género será insuficiente sino se añade al análisis la visión interseccional y decolonial que permite comprender las particularidades de los distintos contextos sociales, económicos, geográficos e históricos. En aras de construir conocimientos situados que eviten el esencialismo y las soluciones universalistas que poco aportan al contexto latinoamericano.

En segunda instancia, se hacen necesarias investigaciones y abordajes psicoterapéuticos capaces de contribuir a una prevención que apunte a la reconfiguración de la estructura social. Es decir, buscar la prevención en la redefinición de la relación entre los géneros a partir de una reforma afectiva y simbólica, más que en la prevención de las conductas sancionables que se constituyen como una consecuencia del orden estructural. Ante ello, se observa que las leyes y políticas de género con facilidad modifican la estructura social a nivel público, donde son creadas, a partir de la sanción de conductas de discriminación y violencia. Pero estos cambios tardan en permear la vida privada de los individuos. La violencia contra la mujer en la pareja requiere de cambios rápidos, para ello dichos cambios deben de surgir en el ámbito privado, es decir, desde las mismas prácticas de la pareja.

En ese sentido, a pesar de los avances en materia jurídica, la violencia contra la mujer en la pareja sigue conservando su prevalencia a nivel mundial. Siguiendo las ideas de Segato, (2003, 2018) la sobrevivencia del fenómeno en la sociedad actual, encuentra su arraigo debajo de las conductas sancionables, es decir, en un conjunto de simbolismos, significados y afectos que hombres y mujeres depositan en las prácticas de género. Mecanismos simbólicos y afectivos que diariamente actualizan la violencia contra la mujer a través de prácticas genéricas que operan bajo una economía de estatus y moralidad, que dotan de significado, valor y sentido a las categorías femenino/masculino, con sus roles, mandatos y relaciones jerárquicamente desiguales.

La atribución de afectos y símbolos sobre las categorías genéricas presenta generalidades comparables entre las distintas sociedades. No obstante, se presentan particularidades que varían de sociedad en sociedad según el contexto sociohistórico, e incluso dentro de una misma sociedad se atribuyen distintos simbolismos a lo femenino y lo masculino según las variantes estructurales. Por lo que se hace inminente la necesidad de investigaciones relacionales e intervenciones psicológicas centradas en la afectividad y el simbolismo atribuido al género y que son determinantes en la configuración de la relación entre hombres y mujeres. Las cuales incluyan el análisis interseccional de las opresiones estructurales, además de la visión decolonial que permite la generación de un conocimiento que atiende las particulares, es decir, que nace y responde al contexto histórico, social y geográfico.

Por tanto, se considera que la psicología, en su práctica clínica y de investigación en razón a la violencia contra la mujer en la pareja, encontrará sólidos beneficios al avocarse en los simbolismos y los afectos situados en las prácticas de género en la pareja, incorporando un enfoque decolonial e interseccional. Ello se posiciona como un rumbo fértil para impulsar la redefinición de las relaciones de género; para promover una reforma simbólica y afectiva según cada contexto, la cual permita ir fisurando el orden social que históricamente ha oprimido a las mujeres. Este análisis permite, tanto en la psicoterapia como en la investigación psicológica, identificar los obstáculos y las posibilidades para transitar de la violencia contra la mujer al cuidado, la colaboración y la equidad en la pareja según cada sociedad. Pudiendo así propiciar prácticas que redefinan las categorías femenino-masculino, impulsando cambios estructurales que posibiliten el establecimiento de vínculos interdependientes que permiten el desarrollo de ambos miembros.


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Acerca de las autoras

Myrna Marielle Figueroa Chavarría (mariellefch@gmail.com) es licenciada en Psicología (2010) y maestra en Terapia Familiar Integral (2016) por la Universidad del Valle de México. Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Psicología en la Universidad de Guanajuato, desarrollando su trabajo en estudios sobre género y violencia. Ha realizado actividad laboral en centros penitenciarios en el estado de Querétaro y en el campo de la prevención y atención de la violencia contra las mujeres, en instituciones, asociaciones civiles, colectivas feministas y consulta privada (ORCID 0000-0002-4198-3950).

María Gabriela Luna Lara (gabyluna@ugto.mx) es licenciada en Psicología y maestra en Psicología Social por la UNAM. Doctora en Psicología por la Universidad de Barcelona (España). Docente e investigadora en la Universidad de Guanajuato, es especialista en conductas proambientales relacionadas con la problemática de los residuos (consumo, manejo y desecho), en estudios de género y el empleo de métodos de investigación cualitativos (ORCID 0000-0002-4198-3950).




Recibido: 04/06/2020

Aceptado: 06/01/2021









Cómo citar este artículo

Figueroa Chavarría, M. M. y Luna Lara, M. G. (2021). La violencia contra las mujeres en la pareja: principales perspectivas desde la psicología. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(44). https://doi.org/10.33064/44crscsh2666











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