Nuevos ojos para un nuevo viaje: el investigador rumbo a un océano de complejidad


New Eyes for a New Journey: The Researcher on the Way to a Complexity Ocean




BIAGIO GRILLO

Universidad Autónoma de Aguascalientes, México




Resumen

A partir de la modernidad, la búsqueda del conocimiento científico ha sido un viaje de exploración y descubrimiento. Hoy, en plena posmodernidad, este viaje sigue, pero requiere un cambio de paradigma en el nombre de la complejidad de todo objeto o sujeto de investigación. El investigador es llamado a ampliar su mirada, a englobar dialógicamente múltiples puntos de vistas y dimensiones: sin caer en la inmovilidad relativista, deberá ser consciente de que su viaje ya no será dirigido de la «ignorancia» al «conocimiento», sino del «conocimiento» previo hacia un siempre más complejo paradigma de «ignorancia». En el presente texto, en un recorrido histórico que va del siglo XV a la edad contemporánea, se recordarán las etapas más significativas de este cambio de rumbo, con particular énfasis en las propuestas de criterios cualitativos y de validación para las nuevas y viejas verdades.

Palabras clave: complejidad; investigación cualitativa; transdisciplinariedad; interdisciplinariedad.




Abstract

The search for scientific knowledge in the modern era has been a journey of exploration and discovery. In the contemporary postmodern times, this journey continues, but it requires a paradigmatic shift in the name of the complexity of any object or subject of investigation. The researcher is called to broaden his outlook to dialogically encompass multiple points of view and dimensions. He must be aware that his journey will no longer be directed from «ignorance» to «knowledge», but from preliminary «knowledge» to an ever more complex paradigm of «ignorance» without falling into relativistic immobility. In this paper, we present the most significant stages of this change of course in a journey that goes from the 15th century to the contemporary age and emphasize on the proposals of qualitative criteria and validation for the new and old "truths".

Keywords: complexity; research; transdisciplinarity; interdisciplinarity.









La palabra «conocer» puede evocar en la mente, entre otras imágenes, la sugestión de un largo viaje. Como sugería Marcel Proust (a principio de siglo XX y casi al final de su titánica À la recherche du temps perdu), un viaje verdadero necesita ojos diferentes y nuevos para ver el universo con los ojos de cien otros, y llegar a ver cien otros universos.

El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es… (Proust, 1966, p. ??)

Cien ojos para cien universos distintos, es decir, una necesaria multiplicidad de miradas y de realidades que pareciera adelantarse a las propuestas metodológicas sucesivas a la crisis paradigmática de las ciencias, casi un siglo después. En este sentido, una primera lectura de las crisis de las ciencias aparecía sorpresivamente ya en Edmund Husserl en 1936. Sin embargo, esta detonará definitivamente –a través de diferentes voces– hasta los años Setenta. En este artículo se hablará de la crisis del paradigma positivista en las Ciencias sociales y de la sucesiva aparición de nuevas propuestas en los diferentes campos del conocimiento, con el derrocamiento de las formas tradicionales de hacer ciencia. En efecto, frente a la complejidad (posmoderna) que el observable demanda, el viaje del investigador cambia: este configura, ahora, una expedición hacia lo ignoto (no menos venturosa que la de los primeros científicos-exploradores renacentistas). Los nuevos viajes de descubrimiento deben ahora enfrentarse a una problemática (cuanto estimulante) inversión epistemológica de ruta. Entonces, en su ir y venir por las aguas turbulentas de la complejidad, el sujeto-investigador ya no irá de la ignorancia al conocimiento, sino al revés, en un desafío que produce una aparente regresión: casi como un Sócrates posmoderno, quien investiga es llamado a navegar del conocimiento hacia un siempre más complejo paradigma de «ignorancia».

El viaje hacia un mundo que esperaba ser descubierto

En su paso por este mundo, la experiencia existencial y cognoscitiva del hombre, puede resumirse a través de la metáfora de un viaje de descubrimiento (de sí mismo y del escenario que habita). De aquí que Peter Burke (2012) retoma la imagen del viaje, en su enciclopédica Historia social del conocimiento, para describir las progresivas etapas de siglos de búsqueda de conocimiento. Así, el historiador británico identifica una “primera era” en coincidencia con la exploración del «nuevo» mundo, inaugurada por Cristóbal Colón: entre los siglos XV y XVI, Vespucio, Vasco da Gama, Fernando de Magallanes y los demás seguidores del navegante genovés, agrandan y develan el mapa del mundo y sus confines. Una “segunda era” del conocimiento, que Burke data aproximadamente entre 1750 y 1850, ve la recopilación, por parte de los exploradores europeos, de una cantidad abrumadora de nuevo conocimiento en materia de fauna, flora, geografía e historia de otras partes del mundo. Dicha era marca un cambio importante: los soldados dejan de ser parte activa de estos viajes de descubrimiento, abriendo el camino a los especialistas de las disciplinas que iban surgiendo dentro del mundo científico. Esta ampliación del espacio geográfico se completará hasta el siglo XIX, en la “tercera era”, con la exploración de los Polos y del mundo submarino. Finalmente, en el siglo XX, con el viaje a las estrellas del Sputnik en 1957 y el pequeño-grande paso lunar de Neil Armstrong en 1969, se superan inclusive los límites de la Tierra para explorar el espacio astronómico. Todo esto refleja una concepción arraigada del conocimiento, como descubrimiento de lo que está oculto (y en espera) en la Naturaleza misma y en sus leyes, hasta que el ojo humano lo vislumbre en una mirada inédita. Es esta una idea de ciencia y de progreso con un origen muy antiguo. En efecto, ya en la Grecia clásica, el acto de «conocer» implicaba una premisa visual. En la Grecia clásica, el verbo «saber» se usaba como un tiempo pasado, con el objeto de la mirada cargado de un valor implícito de «conocimiento». De aquí que Οἶδα («he visto»), en tanto que aoristo de ὁράω («veo»), asumía el significado consecuencial de «ahora sé». Esta primacía del verbo «ver» (Sanz Martin, 2019) −entre todos los verbos de percepción− permanecerá en la cultura occidental como codificación lingüística preponderante de la experiencia cognoscitiva.

El entusiasmo de estos innumerables exploradores y especialistas que se lanzaron hacia lo desconocido adquiere aún más valor si tenemos en cuenta las dificultades, no solo técnicas, de estos viajes. A partir de las míticas columnas de Hércules en el mundo antiguo, los hombres en cada época han imaginado límites físicos y morales para delimitar a la sed humana de conocimiento. La literatura medieval, por ejemplo, ofreció con Dante Alighieri una imagen emblemática de este dilema ínsito en el seno de la humanidad a través de la figura de Ulises que –condenado en el infierno por haber navegado más allá de los límites permitidos a los mortales– pronuncia el conmovedor apólogo “Considerate la vostra semenza: / fatti non foste a viver come bruti, / ma per seguir virtute e canoscenza” (Inferno, XXVI, p. 118-120). Sin embargo, como la misma literatura atestigua, este conflicto y su ambivalente percepción no desaparecen con la modernidad, y permanecerá vigente hasta el siglo XX. En este sentido, bastará recordar −por un lado− las célebres novelas de Julio Verne que, a través de su poderosa ciencia ficción, parecen señalarle a toda la humanidad los próximos límites a superar. Por otro lado, al optimismo científico de Verne se opone el caso del novelista inglés Matthew Phipps Shiel, el cual escribe en 1901 una novela visionaria, La nube púrpura, que da testimonio de todos los temores y los peligros que una empresa como la exploración científica del Polo Norte escondía: en la ficción de Shiel, la llegada del hombre al Polo se traduce en el final de la humanidad, mientras que la destrucción y la muerte adquieren un intenso e inesperado aroma de almendra (y un sublime color púrpura). Sin embargo, a pesar estos sentimientos contrastantes, el viaje de exploración siguió produciendo importantes impactos cognoscitivos y llevó al hombre a superar miedos, creencias y supersticiones.

De aquí que el hombre positivista, gracias al conocimiento conquistado, podía ocupar nuevamente un lugar privilegiado en el universo. Pero, a las tres eras de este largo (y romántico) recorrido hacia el conocimiento, habría que agregarse una “cuarta” era. Esta era no es dada por novedosos descubrimientos espaciales, sino por la paulatina re-significación y re-humanización de los objetos de estudio, más allá de la tradicional visión eurocéntrica: el otro no occidental y su cultura se desvincula de la mirada tradicional y se asume como sujeto autónomo, parte de una histórica “conectada” (Subrahmanyam, 1997), pero no dependiente, y exige una mirada “descentrada” (Zemon Davis, 2013). De esta forma, “lejos de presumir a un sujeto aislado como artífice de la producción de conocimiento”, el investigador se inicia en una mirada alternativa y emprende “la senda de la aceptación del valor y la exigencia de la construcción cooperativa del conocimiento” (Vasilachis de Gialdino, 2018, p. 50). En otras palabras, como dejan entrever las perspectivas poscoloniales y los estudios latinoamericanos, el viaje hacia la posmodernidad esconde, tras la neblina, nuevas y necesarias dificultades.

De la modernidad a la posmodernidad

En la cultura occidental, los términos «moderno» o «modernidad» guardan una amplia valencia polisémica. En el lenguaje común, lo moderno es lo «nuevo», en contraposición al pasado, a partir de un implícito juicio de valor positivo que lo relaciona con la noción de progreso. Por otra parte, en los diferentes campos de conocimiento científico, el concepto de «modernidad» varía significativamente, pero coincide, en general, en reflejar la idea optimista de un desarrollo constante y lineal de la Ciencia (Verra y Portoghesi, 1998). De aquí que, en paralelo a los avances de la técnica y a una revolución científica aparentemente implacable, el viaje hacia el conocimiento debía fundarse sobre el método científico y este, en virtud de su objetividad y demostrabilidad universal, debía ser aplicado sistemáticamente a todos los campos del conocimiento. Sin embargo, entre finales de siglo XIX y comienzo del siglo XX, brotan las primeras voces disonantes a señalar la crisis de los mismos paradigmas cientificistas. Es, por ejemplo, el caso del físico alemán Werner Heisenberg, el cual, en 1935, socava las bases objetivas de las Ciencias «duras» a partir del llamado “principio de indeterminación”. Asimismo, surgen nuevas ciencias humanas, como la fenomenología, la hermenéutica, el psicoanálisis y la etnología. A su vez, el filósofo Edmund Husserl −en 1936, en su texto Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie del 1936− fija el origen de la crisis de las Ciencias en las mismas premisas de su fundación, es decir, en el proyecto de matematización de la Naturaleza operado por Galileo Galilei en el Renacimiento tardío: los gérmenes de esta crisis, según Husserl, se manifestarán en los siglos sucesivos, en el contraste entre el objetivismo fisicalista y el subjetivismo trascendental, y hasta el intento (destinado al fracaso) de construir unas “ciencias del espíritu” sobre el modelo análogo al de las naturales (Verra y Portoghesi, 1998).

Paralelamente a la crisis metodológica y epistémica de las ciencias, desaparece cualquier certidumbre frente a los valores ontológicos del ser humano moderno, y se devela “el desajuste, el desfase que existe entre muchos corporas teóricos y la realidad” (Zemelman, 2021). Entonces, la mirada del investigador se agranda frente a un nuevo, desconocido y amplio océano: el de la complejidad y de la posmodernidad.

Navegando hacia la complejidad posmoderna

En el nuevo clima cultural posguerra, asumido el fin de la modernidad, se comienza a hablar conceptualmente de «posmodernidad». No existe, sin embargo, una definición unívoca de «posmoderno». En un principio, ya a finales del siglo XIX, este nuevo concepto aparece frente a la necesidad de periodizar históricamente la edad contemporánea. En los años Cincuenta y Sesenta, aparece con más fuerza en la crítica literaria (con Irwing Howe y Henri Levin), en referencia al pastiche, y en la crítica de arte (con John Preault), como una propuesta tentativa para clasificar los intentos artísticos que apuntaban a ir más allá del modernismo (Verra y Portoghesi, 1998; Ramírez Plascencia, 2004; Anderson, 2016). Mas, es a partir de 1979, con Jean-François Lyotard, que el debate intelectual sobre la posmodernidad deflagra y se vuelve el epicentro de un giro epistemológico.

En su texto, La condición posmoderna: informe sobre el saber, el filósofo francés señala la posmodernidad como consecuente al surgimiento de la incredulidad hacia aquellos “grandes relatos” (o metanarrativas) que habían legitimado el saber científico y guardaban intentos “totalizantes”. Dicha incredulidad, llevaba al autor a preguntarse “¿Dónde puede residir la legitimación después de los metarrelatos?” (Lyotard, 1987, p. 4). El posmodernismo implicaría, en este sentido, la superación de las premisas neopositivistas y −a partir de dicha superación− el resurgimiento de los métodos cualitativos y de la “narratividad”:

principalmente entre los años sesenta y ochenta, emergió un caudal de argumentos desde los más diversos ámbitos del quehacer intelectual que ponían en tela de juicio características centrales del pensamiento occidental. Lo novedoso de esta plétora de argumentos no consistió tanto en su tono decididamente polémico, ni quizá en la diversidad de aspectos que sometió a examen, sino en su eficacia para motivar la reflexión y, en algunos casos, el replanteamiento de valores tenidos por inalterables. (Ramírez Plascencia, 2004, p. 373)

En este horizonte posmoderno se empiezan a trazar nuevas rutas, sobre todo dentro de las Ciencias sociales, en el nombre de una teoría de la complejidad, y con relevantes implicaciones multidisciplinarias. Los principales sostenedores de esta teoría –entre los años Ochenta y Noventa– fueron Niklas Luhmann, gracias a su “teoría general de los sistemas sociales” y a su fecunda noción de “autopoiesis”, Immanuel Wallerstein, gracias a su análisis de “sistema-mundo”, y, sobre todo, Edgar Morin.

Wallerstein (1999), en particular, planteaba la necesidad de “impensar” todos los viejos paradigmas positivistas (resumidos bajo la etiqueta de “decimonónicos”). Esto venía a significar el reto no simple de superar las “tempraneras verdades” que, al ser aprendidas de forma casi dogmática desde la infancia, tienden a no mutar, a seguir monolíticas frente a nuestros ojos. Por otra parte, en la propuesta de Morin, la aspiración a un pensamiento complejo replanteaba la meta del conocimiento como un ir más allá de la suma del conocimiento específico y especializado de sus partes, en favor de un conocimiento como todo:

Hemos creído que el conocimiento tenía un punto de partida y un término; hoy pienso que el conocimiento es una aventura en espiral que tiene un punto de partida histórico, pero no tiene término, que debe sin cesar realizar círculos concéntricos; es decir, que el descubrimiento de un principio simple no es el término; reenvía de nuevo al principio simple que ha esclarecido en parte. ( Morin, 2004, pp. 1-2)

Esta toma de consciencia es el punto de partida de lo que −en la perspectiva de Thomas Kuhn, ya en los Sesentas− define un cambio paradigmático y epistemológico irreductible. Morin, a su vez, negocia la noción kuhniana en un sentido lógico y lingüístico. De aquí que el paradigma tradicional de las Ciencias deja expuestos sus puntos ciegos y se configura la superación de las formas normativas de producción del saber y sus dicotomías: la indagación de la complejidad plantea el problema interdisciplinario de un conocimiento relacional y articulado. Es este el desafío de captar aspectos, cualidades y fenómenos que diversamente quedarían latentes y desapercibidos. Es así que, en el campo de las Ciencias sociales, la teoría de la complejidad se traduce en el intento de superar la delimitación del objeto de estudio y del campo disciplinario de análisis, puesto que resulta finalmente superada la noción de una realidad como objeto: “La totalidad no puede ser integralmente descrita, experimentada o «verificada» estadísticamente” (Espina Prieto, 2004, p. 15). Desde esta perspectiva, el giro posmoderno lleva a una paulatina reconstrucción teórica de los estudios y a la emergencia de nuevas temáticas que adquieren un lugar crucial dentro del discurso complejo del análisis de la realidad social. La vida cotidiana, la diversidad y la subjetividad empiezan a ser temas funcionales a la comprensión de un sujeto que es ahora reconocido como actor social en lugar de «objeto». Y la diversidad que, dentro de la vieja perspectiva cientificista y totalizadora era considerada desviación, ahora adquiere la importancia de una forma propia de construir realidades.

A partir de estas nuevas premisas, emerge una pluralidad de posturas que, a pesar de las diferentes bases conceptuales, comparten cinco principales características:

Primero, la adopción recurrente y frecuentemente explícita de postulados filosóficos y literarios. Segundo, la operación de marcos epistemológicos no restrictivos del trabajo científico. Tercero, la centralidad que asigna al análisis de producciones y situaciones lingüísticas, entendidas en forma predominante como textos, narrativas y conversaciones. Por esta centralidad del lenguaje, entre otras razones, existe en cuarto lugar una concepción eminentemente interpretativa del investigador, cuya labor no se diferencia en sus versiones extremas del trabajo que realiza el crítico o el escritor de obras literarias. Por último, la formulación de orientaciones metodológicas laxas –a excepción de la vertiente hermenéutica-, que se hacen sustentar y tienden a restringirse en lo general en los aspectos estéticos y retóricos (es decir, argumentativos, figurativos y persuasivos) del propio discurso que se produce bajo estas posturas. (Ramírez Plascencia, 2010, pp. 375-376)

Esencial es, entonces, la superación del cientificismo que pretendía una mirada objetiva y externa al objeto de investigación, ya que esta es ahora asumida como epistémicamente imposible. En su ontología, quien investiga es reconocido como parte indisoluble de la realidad que conforma su objeto de estudio y –consecuentemente– se convierte en investigador de segundo orden:

Un físico es un trozo de materia que investiga la materia. Un biólogo es un trozo de vida que investiga la vida. Un sociólogo es un trozo de sociedad que investiga la sociedad. Todos son espejos que el universo se pone en su centro”. (Ibáñez, 1991, p. 27)

En este regreso del sujeto, la investigación se vuelve un laberíntico juego de espejos y se instaura un radical cambio en la mirada de un investigador que −parafraseando a Shakespeare− debe recordarnos que estamos hechos de la misma materia que nuestra investigación. De aquí que el investigador emprende una experiencia que lo involucra, de forma directa, en tramas de significados diversos y en interpretaciones continuas, mientras que se desvanecen las fronteras entre lo cualitativo y lo cuantitativo, entre Ciencias, Artes y Ciencias sociales. En efecto, más allá de dichas fronteras, las diferentes propuestas comienzan a construirse a partir de una renovada relación con el otro en la investigación, gracias a una mirada declaradamente horizontal (Corona Berkin, 2019), y a una metodología cualitativa que recobra importancia y traza puentes:

La metodología cualitativa, por lo tanto involucra al investigador con lo investigado, es una práctica que debe conectar con lo otro, de lo cual debe extraer la significación. Sin embargo este proceso de conexión/extracción no es simplemente un buscar algo que está ahí esperando por ser recolectado y mostrado. (Sisto, 2008, p. 120)

Cambia, así, en clave dialógica e intersubjetiva, la concepción de la relación epistemológica entre investigador e investigado, entre sujeto y objeto. Ya no se admite la existencia de una verdad absoluta en espera del investigador-explorador en una recóndita orilla del mundo. En suma, el conocimiento deja de ser el resultado de la persecución de un tesoro escondido, y el énfasis va puesto el proceso de construcción de conocimiento, en su teleología:

En el transcurso de la búsqueda y sólo mediante encuentros y enfrentamientos con los varios riesgos, peligros, tentaciones y distracciones que proporcionan a cualquier búsqueda sus incidentes y episodios, se entenderá al fin la meta de la búsqueda. Una búsqueda siempre es una educación tanto del personaje al que se aspira, como educación en el autoconocimiento. (MacIntyre, 2004, p. 289)

Parte fundamental de esta “educación” es la toma de consciencia de que todo conocimiento es históricamente situado y el resultado de un diálogo, de un compromiso entre sujetos en interlocución: “en las ciencias sociales el sujeto (el investigador) y el objeto (el investigado) coinciden constitutivamente, son sujetos constituidos en relaciones sociales” (Sisto, 2008, p. 123). De aquí también la centralidad adquirida por el lenguaje en las nuevas ciencias, a partir del llamado giro lingüístico: es el investigador el que construye una verdad y una realidad, al configurar una vía posible para “generar el estudio y el conocimiento de este objeto” (Patiño y Padilla, 2011, p. 167), y lo logra a partir de su discurso, de su subjetividad y del encuentro de otras subjetividades. Su discurso, no obstante, necesita liberarse de las restricciones “decimonónicas” (Wallerstein, 1999), e ir más allá de las fronteras disciplinarias (de sus subdisciplinas y de su confinamiento en campos siempre más especializados), para apuntar a una mirada necesariamente compleja. Sea cual sea su orientación y postura, el investigador de la «nueva era» será llamado a actuar con metodologías flexibles (Mendizábal, 2017; Schenkel y Pérez, 2018) y preguntas de investigación complejas, a través de una mirada amplia y no condicionada por un único ámbito disciplinario. En este sentido, no será suficiente una mirada que se limite a una dimensión interdisciplinaria: como señala Julie Thompson Klein (2004) se necesitará de una perspectiva transdisciplinaria, apta para superar las barreras convencionales:

En lugar de una simple transferencia del modelo desde una rama del conocimiento a otra, la transdisciplinariedad toma en cuenta el flujo de información circulando entre varias ramas de conocimiento. La principal tarea es la elaboración de un nuevo lenguaje, de una nueva lógica, y de nuevos conceptos que permitan un diálogo genuino entre diferentes dominios. (p. 32)

Así, los nuevos marcos conceptuales demandan, con siempre mayor frecuencia, miradas dialógicas que catalizan la interdisciplinariedad hasta abordar un efectivo cambio de paradigma: el actual viaje hacia la complejidad pasa por rutas hermenéuticas inéditas y transdisciplinarias.

Legitimación de la nuevas «verdades»

En las Ciencias sociales, como vimos, las diferentes corrientes apuntan a negar las posibilidades de representar una realidad objetiva. Ganan espacio, en cambio, las narraciones subjetivas y cualitativas. Sin embargo, entre las aguas turbulentas de esta posmodernidad, la investigación encuentra su reto más problemático en la búsqueda de validez y legitimación. Entonces, en esta nueva era, la aventura de conocimiento (y de auto-conocimiento) del investigador debe pasar aún por un necesario proceso de comunicación que convierta la experiencia individual en una experiencia social y colectiva (y venza la resistencia de los escépticos). En este sentido, todo abordaje de la complejidad va reproducido, transmitido y comunicado, hasta convertir la experiencia situada del sujeto-investigador en “el basamento de evidencia sobre el que se construye la explicación” (Scott, 2001, p. 48). Sin embargo, esta búsqueda de validez no se traduce en una recaída en la objetividad, ni el posicionamiento del investigador puede implicar un relativismo estéril: la credibilidad científica sigue interesada en los datos, pero se funda principalmente en sus mismos procesos cualitativos de creación del saber, en su interlocución, en su resignificación y en las aportaciones dialógicas dentro de una comunidad relacional de pares.

Todo esto entraña, de acuerdo con Vicente Sisto (2008), la reconfiguración de los estándares convencionales de validez. En primera instancia, en su viaje hacia la complejidad posmoderna, el investigador debe satisfacer criterios de credibilidad, transferibilidad y coherencia dentro de la misma comunidad académica, ofreciendo su trabajo como nuevo punto de partida para indagaciones y situaciones diferentes. En segunda instancia, el investigador necesita moverse a partir de un posicionamiento claro y apropiado, como premisa ética para un conocimiento históricamente situado y, al mismo tiempo, socialmente comprometido (Espinoza Freire, 2020). En tercera instancia, la misma comunidad académica debe fungir como garante de calidad, haciendo explícitos sus criterios y estrategias (Diaz-Bazo, 2019). En cuarta instancia, el investigador debe explicitar su “voz” en polifonía con la “voz” del otro y de los otros, armonizando la información y su contexto (Cardano, 2018). Por último, todo lo anterior abre el paso a la capacidad reflexiva del investigador: este, gracias a una subjetividad crítica y consciente de su propia acción, detona una mirada que es marcada por su exteroceptividad (porque apunta a un observable complejo que le es exterior), pero, al mismo tiempo, por una reveladora propioceptividad (porque mira desde una interioridad, es decir desde una emotividad y una corporeidad que lo sitúa como sujeto cognoscente).

Conclusiones (antes de zarpar por un viaje largo y complejo)

Tras la crisis de los grandes relatos y de los paradigmas científicos del siglo XIX, quien investiga es llamado a tomar consciencia de su papel mediador – a partir de un trabajo interno y reflexivo (Vasilachis, 2018)–, y a observar con los ojos de la posmodernidad las diferentes realidades que la complejidad presenta y pide interpretar.

Al emprender este viaje hacia un nuevo paradigma de «ignorancia», es necesario reconocer –en primer lugar– la imposibilidad de construir instrumentos efectivos para un análisis totalizador de “la” realidad en su multiplicidad de elementos interrelacionados. La tarea no es sencilla: como sujeto-observador, al asumir la complejidad de la realidad, se deberá hacer frente a la no efectividad de los tradicionales paradigmas de descripción y análisis y, finalmente, reconocer la imposibilidad de una narrativa única o de un exclusivo nivel de descripción. Todo esto, sin embargo, no debe traducirse en inacción científica: frente a los cambios y a una siempre creciente demanda de participación, el investigador no está solo y puede contar con toda una comunidad de actores sociales con los cuales co-construir conocimiento (y de forma transdisciplinaria).

El cambio de mirada es necesario y crucial. Mas, sería un grave error pensar en deshacerse −de forma indiferenciada− de todas las aportaciones teóricas y metodológicas «clásicas» anteriores a la crisis. El investigador, en su exploración del océano de la complejidad, deberá tenerlas siempre junto de sí, como una brújula y un astrolabio, y −a lo largo de su cruce cognocitivo− decidirá si usarlas y cómo, buscando “asociar cosas no relacionadas evidente o espontáneamente pero que se atan tras su contexto para hacer emerger un conocimiento nuevo” (Orozco y González, 2011, p. 130). De aquí que la adquisición de nuevas miradas implica tomar consciencia de que han cambiado las reglas (epistemológicas) del juego: han cambiado inclusive las rutas, las cartas de navegación, los puertos y el horizonte de la indagación para ir más allá del “desfase” que Zemelman (2021) señala.

Sin embargo, aún falta el giro más relevante, un giro que es inmanente al propio investigador: como sujeto y como observador, quien investiga deberá recordar que la neblina ya no se encuentra en el horizonte de lo ignorado, sino aquí, en el mismo puerto que creía familiar. Así, fijada la necesidad de una nueva mirada, la posmodernidad invita a un horizonte persistente y potencialmente infinito. A ello, apunta el timón del investigador, en un constante ir y venir: quien investiga, traza, ajusta y revisa −una y otra vez− las coordenadas empíricas, teóricas y metodológicas, hasta vincular profundamente la búsqueda del conocimiento con las miradas, con los contextos, con las motivaciones, con la biografía propia y del otro. Así, desde ángulos inesperados (Bourdieu y Wacquant, 2005) y antes inpensables, el investigador pone las bases para una nueva capacidad de visión, con el objetivo de empezar a vislumbrar −en una perspectiva plural y dialógica− tras lo espeso del oceáno de la complejidad. Su investigación será solo un punto de partida, pero −al cruzar por esas aguas desconocidas− alterará la superficie de lo evidente, provocando círculos concéntricos que (siempre más amplios, y sin rumbo aparente) se conectan con otras e imprevistas rutas de navegación, hasta ocasionar movimientos imprevistos y sacudir la bonanza de olvidados reclamos de referencialidad.


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Acerca del autor

Biagio Grillo (biagio.grillo@gmail.com) es doctorante en Estudios Socioculturales en la Universidad Autónoma de Aguascalientes; maestro en Lengua y Literatura italiana y licenciado en Historia por la Universidad de Bolonia, Italia (ORCID 0000-0003-3937-8724).




Recibido: 01/05/2020

Aceptado: 05/12/2021









Cómo citar este artículo

Grillo, B. (2021). Nuevos ojos para un nuevo viaje: el investigador rumbo a un océano de complejidad. Caleidoscopio - Revista Semestral de Ciencias Sociales y Humanidades, 24(45). https://doi.org/10.33064/45crscsh2328











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